Revista nº 1040
ISSN 1885-6039

Consideraciones sobre la música popular en la prensa grancanaria (1852-1905): el artículo El Parrandista. (I)

Miércoles, 23 de Julio de 2008
Roberto Díaz Ramos
Publicado en el número 219

Cuando se abordaban las consideraciones de José Díaz Quevedo sobre la música popular en el diario España, se puntualizaba que en realidad se empezaba por el final en esta serie de artículos en torno a la prensa grancanaria en el siglo XIX y a principios del XX. Ello se debe a que Díaz Quevedo representaba en realidad el estadio final de una evolución que había empezado con el rechazo absoluto en las primeras publicaciones periódicas de Las Palmas de Gran Canaria.


Y es que los primeros articulistas no sólo llamaban la atención sobre las molestias que causaban quienes cantaban con guitaras en la calle, y exigían el cumplimiento de las normativas municipales que lo prohibían (se hablará de ello dentro de algunas entregas). También hubo algún caso en que se trató de ridiculizar la figura del parrandista y sus hábitos, incluyendo una gran cantidad de datos que hoy son de gran interés pero en aquellos tiempos servían para desprestigiar. En último término, ello nos permite estudiar en la actualidad aspectos sociológicos, y ayuda a profundizar en algo que se decía en la anterior entrega pero se repite aquí por última vez: nada es igual a nada, ni de ninguna manera, “desde siempre” o “de toda la vida”. Esta realidad implica que nunca las consideraciones sobre la música popular fueron iguales (en contraste con su visión contemporánea como parte de una simbología regional y como condicionante del pensamiento). También significa que en diferentes épocas ha habido apariciones, transformaciones y eliminaciones en la tradición, que deben ser estudiadas antes de emitir juicios de valor absolutos, y que en algunos casos sólo se encuentran en documentos históricos.

En conformidad con lo dicho, y para continuar la serie sobre la música popular en la prensa grancanaria, se propone para esta y otras tres entregas el artículo El Parrandista de Agustín Millares Torres. Publicado en cuatro partes en el periódico El Porvenir de Canarias, que estuvo vigente de 1852 a 1853 y fue el primer periódico estable de la capital grancanaria, El Parrandista es sobre todo un reflejo de la consideración social que se tenía de quienes se dedicaban a la música popular en Las Palmas de Gran Canaria, y una forma velada de dar a conocer costumbres isleñas, aunque revestida de un desprecio evidente. En la primera parte, que fue publicada el 5 de marzo de 1853 (págs. 244-246), sobresale la manera de despreciar con la etimología el significado de la palabra, y principalmente la definición de dos protagonistas llamados Juan y Antonio, como personas desordenadas, incultas y holgazanes, que apenas saben tocar la guitarra y cortejar jovencitas, situándolos en todo momento como elementos de mal vivir, poco útiles para la sociedad. De cara a la próxima entrega, en cualquier caso, conviene quedarse con dos términos expuestos en esta ocasión, última y reúltima, que tendrán una amplia explicación y contextualización en la segunda parte (se hablará de ellas en el comentario correspondiente). Servirán también para estudiar algunas transformaciones en la tradición, que en este caso están relacionadas con el nacimiento y el bautizo, y que convendría tener en cuenta a la hora de plantear algunos estudios. Igualmente se verá en esa segunda entrega un mayor nivel de descripción (con costumbres o barrios de la ciudad), que sin embargo continuará dejando patente el rechazo que ya queda claro en la primera parte que aquí se invita a leer.

Hay que aclarar, por último, que en el presente texto, así como en los que se propondrán en adelante, se ha procurado facilitar la lectura normalizando los signos de puntuación y las cuestiones de ortografía, desarrollando las abreviaturas, y completando las palabras afectadas por defectos en los tipos de escritura de la imprenta.



EL PARRANDISTA

I

Perdónenos la Real Academia, si en nuestro deseo de pintar las costumbres de la Gran Canaria, y presentar a la luz pública sus tipos más originales, nos atrevemos a enriquecer hoy su pobre diccionario con una palabra que no ha recibido aún su sanción soberana, ni de cuyo significado tendrán tal vez noticia sus graves y doctos individuos. A la verdad, yo ignoro si esa palabra ha nacido en estas islas, o si ha venido de la Península a connaturalizarse en el país; pero es lo cierto, que desde el instante de su feliz aparición, ha servido para designar una de las clases más beneméritas, laboriosas y recomendables de nuestra sociedad actual.

Antes de pasar adelante, y para proceder con método en este concienzudo trabajo, quiero explicar a mis benévolos lectores, la etimología de la palabra que encabeza este artículo; esto me servirá de introducción, y al mismo tiempo será un medio muy oportuno de que el público conozca mi asombrosa erudición en la materia. Estadme, pues, atentos que ya principio.

Nadie podrá comprender, si yo no se lo digo, las vigilias, las incomodidades y los malos ratos que me ha proporcionado averiguar el verdadero origen de la palabra parranda. Todos saben que esa palabra significa en el país, el acto de pasar una noche entera de diversión, bebiendo, cantando o jugando por esas calles; pero lo que todos han ignorado hasta ahora, y lo que yo después de revolver escondidos archivos, de consultar a mi amigo el crítico, y de coordinar innumerables apuntes, he podido al fin rastrear, es que parranda se compone de dos voces... ¡asómbrense ustedes!... del sustantivo parra y del verbo andar, lo que analizado viene a darnos la verdadera definición del parrandista, cuyas cualidades principales son por lo tanto, tener una afición decidida al zumo de la parra, y estar dispuesto a andar a cualquier hora cazando aventuras por toda la población. De estos principios innegables que nadie se atreverá a disputarnos, se deduce como consecuencia indispensable que parrandista es aquel hombre, joven por lo regular, que le agrada mucho dormir de día y velar de noche, cantar a la luz de las estrellas (porque los faroles se apagan temprano) debajo de alguna ventana, reja o balcón, puntear bien o mal una guitarra; y asistir a cuantos bailes de candil llegaren a su noticia en la ciudad y sus alrededores, saboreando durante esas largas noches de insomnio aquello que se desprende del significado de la palabrilla cuya autopsia acabamos de hacer. No es esto decir que beba por placer, no, el parrandista sólo bebe para divertirse, y bebe hasta encontrarse en aquel dulce estado que sin alterar el recto uso de nuestros sentidos, nos pone en disposición de olvidar nuestras penas, si las tenemos, o de aumentar nuestra alegría, si por fortuna estamos alegres, cosa que, sea dicho de paso, se va haciendo muy rara en este mundo.

Ahora bien, para analizar completamente a nuestro personaje supongamos que el parrandista, cuya fisonomía física y moral deseamos presentar a nuestros lectores, se llama Juan, que es el nombre más prosaico que he encontrado, y que al mismo tiempo son las doce de la mañana de un hermoso día de verano. A esta hora, y merced a ese privilegio que nos asiste como buenos o malos escritores, de penetrar donde mejor nos parezca, vamos a introduciros en el cuarto de nuestro parrandista, a quien sorprenderemos acabando de engullir un suculento almuerzo, pues ha oído las doce en la cama.

Hora es esta que a él le parece muy oportuna, por cuanto no tiene en qué ocuparse, y ha pasado además la noche bebiendo y bailando sin cesar. Por consiguiente, aunque ha dormido algunas horas, se encuentra naturalmente cansado, y así después del almuerzo se deja caer sobre un viejo sillón de cuero que se ve junto a la única ventana que tiene el aposento. Colocado allí enciende un cigarro de oloroso perfume y lo saborea con delicia, paseando sus distraídos ojos por todos los objetos que llenan el cuarto convertido, gracias a ese espíritu de orden que le distingue, en un verdadero caos. En efecto, junto al lecho que se encuentra aún descompuesto, hay una mesa ocupada por dos sucios candeleros, un tintero de porcelana sin tinta ni pluma, una pistola inservible, una navaja de Albacete, petacas, fósforos, los restos del almuerzo, un sombrero de paja y otro de castor, botellas de cerveza, no llenas como las del crítico sino muy vacías, y algunos otros utensilios que no queremos ahora nombrar y que fácilmente adivinaran nuestros lectores.

En cuanto a la figura de nuestro personaje, es bastante simpática: su edad raya en los veinte y cuatro y tiene una estatura regular, con facciones bien proporcionadas, tez pálida, negro bigote y patillas recortadas a la moda, sus cabellos son largos y desordenados, aunque suaves y sedosos al tacto, y su boca, si bien graciosa, se encuentra afeada por unos dientes que ha ennegrecido el humo del tabaco. En fin, para completar este ligero bosquejo, diremos que sus ojos aunque apagados en este momento, deben poseer un brillo deslumbrador cuando las vigilias o el vino no los ha oscurecido.

Un largo bostezo irrumpe ahora nuestras reflexiones y el silencio que reina en el aposento, bostezo acompañado de una enérgica interjección, que no escribimos, la cual es seguida por este monólogo que en voz alta pronuncia nuestro héroe:

- Qué fastidiado estoy... estas mañanas son tan largas que no sé en qué ocuparlas, si al menos Antonio hubiese venido por ahí, pero el pícaro estará aún durmiendo y no llegará hasta la tarde... veamos si entretanto me distrae un poco esta novela.


Diciendo esto toma un libro descuadernado que está sobre una silla inmediata, y lo abre al acaso.

- Estas novelas -continúa- son en el día tan insulsas que se duerme cualquiera leyéndolas... no recuerdo en qué capítulo estaba pero eso no importa, tanto vale uno como otro, al fin no conseguiré distraerme... sin embargo ahora se me ocurre que leyendo el fin sabré más pronto el desenlace... En efecto, no sé cómo una idea tan sencilla no se me había ocurrido... leamos pues el desenlace.


Dos minutos apenas está nuestro joven leyendo la última página, cuando cierra el libro con violencia y lo arroja sobre la cama esparciendo por el suelo muchas de sus hojas.

- Bien lo decía yo... cosa más insulsa... todos estos autores concluyen por casar a sus amantes... necios, y para esto escriben miles de volúmenes. Nunca he podido comprender como hay personas que se complazcan en escribir dos reglones seguidos.


Y un largo bostezo más prolongado que el primero viene a cortar la palabra a nuestro ilustrado parrandista. Poco después se levanta, enciende otro cigarro, y se acerca a la ventana.

- Tendremos una magnifica noche, dice con marcada satisfacción, no se ve una nube en todo el cielo, lo único que siento es no saber qué baile elegir entre los dos de que tengo hoy noticia... Se dice que en San Cristóbal hay una última, pero en San Lázaro se anuncia como cosa buena una reúltima... ¿qué haré?


Y pensativo nuestro héroe con la solución de un problema tan espinoso, se queda cavilando un largo rato con los codos apoyados sobre el antepecho de la ventana. Mas de pronto levanta su cabeza y exclama con alegría.

- Ahí viene Antonio, él resolverá mis dudas.


Pocos momentos después un ruido atronador anuncia la llegada del amigo de nuestro joven, segunda edición corregida y aumentada del tipo que vamos analizando.

El tal Antonio representa veinte y ocho años y es delgado y alto, sus facciones tienen cierto no sé qué desagradable que proviene tal vez del desaseo que se advierte en toda su persona. Su aire es descarado y atrevido, y desde luego podemos asegurar que gusta de pendencias, para manifestar en ellas tal vez la fuerza de sus puños y su destreza en manejar el palo, o derribar a su contrario en la lucha.

Al entrar saluda a su camarada con estas palabras:

- Sobre la mesa tienes cigarros y dinero, bien sabes que todo está a tu disposición.
- Gracias; por ahora sólo necesito cigarros.
- ¿Y luego?
- Tú harás el gasto esta noche, de esta manera ya no tengo nada en qué pensar, lo cual es para mí la dicha suprema.
- Me acomoda... pero a propósito de esta noche, ¿sabes que voy a hacerte una consulta? Siéntate y hablaremos.


El parrandista enciende su cigarro, y en vez de sentarse se acuesta sobre la cama de su amigo y contesta con gravedad cómica.

- Te escucho.
- La cuestión que voy a proponerte es muy ardua: ¿dónde iremos esta noche?
- Toma.... donde haya ruido y bailoteo.
- Pero es que lo hay en dos puntos diametralmente opuestos y como no podemos hallarnos en dos a la vez es preciso elegir.
- ¿Y cuáles son esos dos puntos?
- Los barrios de San Cristóbal y San Lázaro.
- ¡Diantre! exclamó Antonio incorporándose en la cama y soltando una bocanada de humo... ¿en San Cristóbal? pues lo ignoraba.
- En efecto son dos barrios que prometen una diversión completa, aunque el de San Lázaro está ya muy explotado... sin embargo, bien pensado no veo dificultad en que asistamos a los dos... dividiremos la noche.
- Bravo... me gusta la idea.
- ¿Y en qué casas son los bailes?
- El de San Cristóbal es en la de Miguel Breca, y el de San Lázaro en la de Petra la Saltona.
- ¡Petrilla! cómo es eso... ¿y el marido que estaba en la costa?
- Ha vuelto... es una reúltima.
- ¡Viva el vino y tu noticia! ¡una reúltima!... ¿sabes que esa novedad es digna de publicarse en los periódicos? ¡Cómo vamos a divertirnos!
- Está pues decidido; iremos a los dos.
- Decidido.
- ¿La hora?
- Las nueve, llevarás tu guitarra.
- No lo olvidaré.


Hubo un silencio de algunos minutos que interrumpió Juan preguntándole a su camarada con sonrisa burlona:

- ¿Y Micaela?
- Siempre celosa; no hay quien la convenza de que es el número dos entre mis conquistas amorosas. Así es que me está repitiendo sin cesar "¿cuándo dejaré de ser para ti el sesto [sic.]...?". Ella cree, pobrecilla, estar colocada en este número.
- Hola, ¿y el primero?
- Qué curioso... ese lo reservo para una chica que estoy ahora enamorando, pero que se muestra aún rebelde a mis encantos.
- Difícil será que salgas con tu intento si te mira mucho... eres tan feo.
- Pches.... pues tal como soy no me falta una docena de muchachas que están locas por mis pedazos. ¿Y a ti bribón no te sucede lo mismo?
- No soy tan afortunado.
- Bah.... ¿aún no te has corregido de ese maldito defecto? La reserva en amores es una falta que lleva en sí misma su castigo.... Las mujeres, amigo mío, no se apasionan sino del que goza de una reputación como la mía.... todas creen fijarme, y así me aman con un furor desesperado.


El joven soltó la carcajada, y tomando en seguida la guitarra principió a tocar uno de esos aires habaneros tan voluptuosos como el clima que los ha producido, y que fue cantado por su compañero con una voz ronca que sin embargo no carecía de gracia.

Concluido el concierto Antonio se levantó de la cama, se llenó los bolsillos de cigarros y fósforos, y despidiéndose de su amigo, salió con dirección al café mientras que Juan se disponía a dar de comer a su perro favorito, ocupación que él consideraba como una de las más importantes de su laboriosa vida.

Ahora, querido lector, me despido yo también de ti, hasta otro día en que te describa para completar mi estudio los bailes que forman el principal elemento de nuestro parrandista.

(Se continuará)


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