Revista nº 1040
ISSN 1885-6039

Érase una vez un volcán: En Garachico, las Fiestas Lustrales en honor del Santísimo Cristo de la Misericordia rememoran la erupción del año 1706

Martes, 02 de Agosto de 2005
Diario de Avisos
Publicado en el número 64

Érase una vez un volcán
En Garachico, las Fiestas Lustrales en honor del Santísimo Cristo de la Misericordia rememoran la erupción del año 1706
El Risco de San Pedro, en una explosión de luz, música y color, rodea la bahía por el oeste, frente al muelle. / DA


Francesca Cicardi
Garachico


El 5 de mayo de 1706 el volcán Negro explotó. En menos de un día, la lava alcanzó Garachico. Debido al terreno inclinado y a la fluidez del magma, los habitantes de la Villa y Puerto se vieron sorprendidos por una erupción que apenas fue anticipada por seísmos. La lava bajó configurando varias lenguas que penetraron en el pueblo hasta llegar a la Caleta del Genovés y destrozar el puerto que hasta entonces había sido un punto clave para el comercio entre las islas y las colonias americanas.

Hacía años que el próspero puerto de Garachico estaba en crisis, el volcán mató definitivamente la economía del lugar y los ánimos de sus habitantes. El pueblo quedó destruido y la reconstrucción así como la vuelta a la vida normal fue lenta. Garachico quedó marcado por su destino, aún se lo recuerda como el pueblo que fue cubierto por la lava.

El pasado domingo, día 31 de julio, 299 años después, se conmemoró la erupción de 1706. Como cada cinco años la lava, en esta ocasión inocente, volvió a Garachico en el marco de las Fiestas en honor del Santísimo Cristo de la Misericordia. Se desconoce la fecha exacta en la que los garachiquenses decidieron recordar en sus fiestas lustrales la destrucción del pueblo por la erupción volcánica, pero la tradición se remonta a cientos de años atrás. Se tiene noticia de esta celebración, tal y como la conocemos ahora, al menos desde principios del siglo XX. Independientemente de la fecha, lo que siempre se ha querido recordar es el resurgimiento, el renacer de la localidad y sus gentes. La representación de la erupción ha ido evolucionando pero el espíritu permanece.



El anfiteatro. En un derroche de color, luz y, por supuesto, dinero, los fuegos del Risco y la Atalaya llevan a todos los espectadores a un pasado lejano para celebrar así la supervivencia y la vuelta a la prosperidad. Aquel volcán que en 1706 destruyó, a la vez creó un escenario único que los humanos han sabido aprovechar para su deleite. La bahía de Garachico donde antiguamente se emplazaba el puerto sirve hoy en día de gran anfiteatro para un espectáculo único en su género. Los fuegos del Risco y la Atalaya se desarrollan en este espacio natural y sorprenden a los miles de personas que, por tradición o por primera vez, se acercan a Garachico. Este año han sido unas 20.000.

El anfiteatro natural está configurado por la bahía y las montañas que la rodean, así como por las construcciones humanas que han surgido en la costa. La ladera de la Atalaya, con cientos de metros de altura, desciende verticalmente hacia el agua, justo detrás de la bahía, a las espaldas de Garachico. Por ella ruedan bolas de fuego que imitan la lava que antaño modeló esa vertiente de la montaña modificando para siempre este rincón. Junto a la Atalaya se yergue el Risco de San Pedro, que cierra la bahía por el oeste. Éste y la costa se encienden poblados por pequeños fuegos, como ceniza y magma que se depositan y enrojecen la noche. Los fuegos del Risco y la Atalaya iluminan la tierra y el océano de la Villa y Puerto.

El espectáculo tiene lugar a la llegada al muelle del Santísimo Cristo de la Misericordia seguido de sus fieles y la corporación municipal. Después del recordatorio espectacular y, quizás, lúgubre para algunos de aquel 5 de mayo de 1706, comienza la exhibición de fuegos artificiales que de forma alegre y colorida imitan el volcán Negro y su furia contra Garachico. Durante casi una hora los asistentes quedan capturados por la luz y el color que inundan la noche garachiquense. Para ello se invierte un elevado presupuesto y mucho tiempo en la organización. El muelle y sus alrededores se llenan de personas llegadas de varios puntos de la Isla. La fama de la fiesta y su periodicidad hacen que sea esperada con ansia.


Bol
as de fuego
Los espectadores observan, ansiosos, la caída de las bolas de fuego, esperando algún imprevisto; aplauden y se emocionan. Los más intrépidos se acercan al lugar donde caen para intentar revivir emociones y miedos pasados. Esos monstruos de fuego son probablemente lo más sencillo del espectáculo pero lo que más gusta: piñas de madera empapadas con combustible, metidas en sacos de papas y acompañadas por el peso de unas piedras para que rueden. En lo alto de la montaña son incendiadas: el domingo pasado fueron Gaspar y Domingo los encargados de lanzarlas, los que se volvieron volcán por un día. Muchas otras son las manos que están detrás de todos los focos que iluminan la bahía de Garachico.

Sin duda, lo más complejo es la exhibición coordinada de música y fuegos artificiales que sigue a las bolas. Fuegos que provienen de la tierra y del mar, de todos los rincones sorprendiendo al público. Del cielo al mar y de la tierra al cielo, rojo, verde, azul, y chispas doradas. Primero en tono dramático rememorando el año 1706, fuegos violentos y música de luto. Luego en tono festivo, fuegos de colores y alegres melodías que celebran el presente. Y un final in crescendo.

El público y el Santísimo Cristo de la Misericordia vuelven a casa al finalizar los fuegos del Risco y la Atalaya. La bahía se apaga. La explosión ha sido ficción en el 2005, una deliciosa mentira que se repetirá dentro de cinco años y seguramente volverá a sorprender.

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