Revista n.º 1044 / ISSN 1885-6039

Cuentos contextualizados XXIV: Es más esperado que el barco de arroz.

Viernes, 5 de febrero de 2021
Manuel García Rodríguez
Publicado en el n.º 873

También oyó hablar de barcos que de forma clandestina y por unos pocos dineros te llevaban hasta esa lejana y añorada tierra. No se lo pensó dos veces, indagó por aquí y por allá y al final logró ponerse de acuerdo con quienes clandestinamente, entregando todos sus ahorros, y algo más que pidió prestado, le llevarían al soñado paraíso.

Barco con emigrantes.

 

 

Terminada la guerra civil española, allá por los años cuarenta y tantos, una temida señora llamada Hambre, o Hambruna, se paseaba tranquilamente por nuestra isla de La Palma, y por supuesto, me imagino, que por toda Canarias. Una diaria manifestación de esta hambruna era el hecho o la necesidad que tenían algunos de pedir limosna para poder comer algo y así sobrevivir, lo cual ya, esto último, era un éxito, en aquellos horrorosos tiempos. Escenas cotidianas de hombres, mujeres, ancianos y niños pidiendo limosnas a las puertas de las casas, son estampas que yo mismo contemplé y de la cuales, ahora, después de tantos y tantos años, recuerdo y reproduzco, con toda la cruda realidad que me sea posible, porque las llevo muy grabadas en mi mente.

 

Para saciar, en parte, la horrorosa hambruna, el agricultor palmero se preocupó de sembrar en sus campos, no solo los productos básicos de toda alimentación, sino también consiguió que la tierra -a cambio de su esfuerzo- le diera  productos no habituales tales como café, azúcar extraída de la caña y otra infinidad de alimentos cuyos nombres, ahora mismo, no me vienen a la mente.

 

A decir verdad, en nuestra isla, en mayor o menor cantidad y calidad, se cultivaba de todo, al menos de todo lo necesario para poder sobrevivir. Sin embargo, había y hay hoy en día un producto básico en nuestra dieta que nunca se cosechó, ni ahora se cosecha, en La Palma. Y este producto es el arroz. Vengo a decir esto porque tuve en mi vida de niño no hambre, gracias a Dios, pero sí ansiedad por comer arroz. Pienso que esa ansiedad o ese deseo de degustar el arroz estaba generalizado en toda la isla por aquello de desear lo que no se tiene.

- ¿Qué vino de esta vez? -preguntaba una vecina a la otra.

- Pues, mi hija, vino de todo un poco… menos arroz.

- ¡Ah, Dios mío! ¿Cuándo volveremos a ver el arroz otra vez?

- Dicen algunos que por Navidad -era una respuesta de dudosa verdad.

 

Aun no sabe cómo, ni por qué, pero el caso fue que por toda la isla cundió la noticia de que aquí, a La Palma , pronto llegaría un barco que traería arroz para todos. Sin embargo los días pasaban uno tras otro, y ni el barco, ni el arroz, aparecían por la isla. Aún no se sabe si fue verdad o mentira, al menos no lo sé yo, pero la noticia que corrió por toda la isla y que nos dejò a todos entristecidos, cuando no enfurecidos, fue que el ansiado barco sí tocó puerto en Tenerife. Allí descargó todo lo consignado y regresó de nuevo a la Península sin tan siquiera acercarse a La Palma.

 

Esta noticia enfureció a muchos palmeros y angustió a otros tantos de tal manera que aún hoy, en esta fecha, no se sabe qué fue lo que realmente sucedió. Por eso al final se decía: está más perdido que el barco del arroz.

 

Por aquella época era, como digo, tanta la hambruna y la carencia de alimentos básicos, que los gobernantes de entonces -o  pienso yo- se vieron obligados establecer el famoso racionamiento. Pero, ¿qué era el racionamiento? Digo esto por si algunos jóvenes de hoy pudieran pensar que era algo así como unas raciones “gratis” de comida que se suministraban al pueblo para que este no muriera de hambre... Pues no “había que pagarlo todo”, es decir, todo lo poco que te tocaba o te daban de comida cada mes. La Libreta del Racionamiento esencialmente consistía en una libreta, nunca mejor dicho, que contenía en su interior unos cupones. Cada cupón, como así se llamaban, tenia escrito el nombre de un alimento, tales como azúcar, café. lentejas, etc. y la cantidad que te correspondía ese mes, según los miembros de la familia que contigo convivieron. Así que cuando retirabas un alimento te arrancaban un cupón de la famosa cartilla. A veces, algunas veces, en gente muy humilde, hubo familias que retiraron lo que le correspondía en su cupón para luego vender ese alimento a otros más pudientes, y con el producto de la venta comprar algo más barato y necesario para ellos o, en algunos casos, pagar deudas contraídas por culpa de la miseria. 

 

Visto desde hoy, la verdad sea dicha, no se concibe una Libreta de Racionamiento dentro de esta nuestra sociedad de consumo, donde hay de todo… y para todos… y Dios quiera que así sea siempre. Tenemos que reconocer, mejor dicho, que recordar, que  aquellos fueron tiempos en los que existían profesiones hoy desaparecidas: por ejemplo, el latonero que fabricaba tus cantaras para la leche, tu regador, tu azufrador y un sinfín de etcéteras. El otro vecino era el zapatero, que te hacia manualmente con cuero e hilo tus zapatos a la medida. Luego, más tarde, cuando esos zapatos habían caminado por carreteras y caminos de arena y tierra, polvorienta y mal empedrados, el mismo zapatero te los remendaba por aquí o por allí, poniéndoles medias suelas cuando se te desgastaban, o quizás unos tacones de goma. Esos eran los mismo zapatos que luego, cuando querías estar más elegante, el limpiabotas, humildemente sentado en su viejo y desgastado taburete, por unos reales de miseria te los limpiaba con esmero.

 

Así podría nombrar y renombrar veinte y más humildes profesiones y profesionales que hoy, por suerte, en estos tiempos de abundancia de todo, las nuevas tecnologías han logrado que estas profesiones muy mal pagadas hayan desaparecido.

 

Sin  embargo, quería yo, si pudiera, rendir un homenaje póstumo a una profesión que si no fue la más importante, sí sería una de las más necesarias de aquella negra época de generalizada hambruna y miseria. Recuerda que en aquellos tiempos era el carbonero quien nos traía a casa aquel saco que contenía el negro carbón con el que tu madre calentaba al fuego tu diaria comida, cuando no calentaba las planchas de tu abuela para planchar la poca ropa que en armarios medios vacíos, pero con mucho esmero, guardábamos. Ahora simplemente con apretar un botón o una placa, conseguimos lo que en otrora, para obtener los mismos resultados, era necesario que un hombre estuviese, en aquellos fríos inviernos, cortando leña en esos tupidos montes de las cumbres palmeras, quizás dos o tres días, quizás más, apilándola después y pasando noches y noches en vela en aquellos montes, vigilando para que su horna no ardiera y el fuego se llevara todo sus esfuerzos.

 

Traigo a colación estos casos referidos a miserias y calamidades sufridas y ahora olvidadas, por sabidas, porque para huir de todos esos problemas solamente había una solución y esta era emigrar a otras lejanas tierras, donde al menos pudieran disfrutar de una vida mejor a título personal y, desde allí, o sea, desde esa soñada y ansiada tierra, enviar algún dinero a la familia, y acaso llevar hasta esa tierra a su propia familia y, así, con su propio esfuerzo, sacarla de la pobreza y de la miseria por la que, sin comerlo ni beberlo, estaban atravesando. Por estas y otras muchas razones, Pedro, mi vecino, un día pensó en salir de La Palma con rumbo a otras tierras.

- Pero… ¿Cómo?

 

No tenía ni medios económicos, ni tampoco sabía a dónde ir. Aun así, Pedro soñaba y soñaba una noche y otra también. Un día oyó hablar de Venezuela, de lo bien que se pasaba por allá y sobre todo de la fácil manera con la cual se podía obtener un pequeño capital. También oyó hablar de barcos que de forma clandestina y por unos pocos dineros te llevaban hasta esa lejana y añorada tierra. No se lo pensó dos veces, indagó por aquí y por allá y al final logró ponerse de acuerdo con quienes clandestinamente, entregando todos sus ahorros, y algo más que pidió prestado, le llevarían al soñado paraíso.

 

Una noche de luna clara, Pedro esperó impaciente en la solitaria playa palmera a que llegara una pequeña lancha que hasta él se acercaba. La lancha, en medio de la oscuridad de la noche, con dificultad le localizó y condujo hasta un barco velero que ya, lejos de la costa y de la vista de los guardias civiles, con las luces apagadas, le esperaba. Embarcó en aquel viejo velero que en el silencio de la noche se acercó cautelosamente a la costa para recogerlo y llevarlo hasta allá, a la desconocida para él Venezuela. Después, vendrían días y noches de mareo, de frío a bordo y de sed implacable y de hambre no saciada. Noches enteras en vela, sin poder dormir. Sueños de grandeza y de miseria, de riqueza y de pobreza. Ansiedad por conocer lo desconocido.

 

Poco a poco  van disminuyendo sus fuerzas, languidecía... El tiempo pasaba inexorablemente, y ahora apenas podía sostenerse en pie. Ya  casi no podía agarrarse a la barandilla del viejo velero. Para colmo de males, una tarde, de repente, una enorme y oscura nube apareció allá, por el horizonte, y propició que un fuerte y huracanado viento al viejo velero zarandeara con inusitada fuerza. Olas como gigantes, el barco subía y subía, parecía que volaba por los aires para luego bajar. Lo mismo subía a superficie que se hundía de nuevo.

 

Perdida ya la esperanza de vida, Pedro se enrolló en un vieja y sucia manta, cerró los ojos y se abandonó al destino. Voces de gente que, más que dialoga, gritan para dialogar, ruido de motores, algarabía... todo esto hizo que, instintivamente, Pedro se levantara y, sacando fuerzas de donde no las tenía, se acercara a la barandilla de aquel viejo velero. Se quedó atónito, paralizado, petrificado, intentó gritar, correr, saltar, pero no pudo. A paso lento llegó hasta su oscuro camarote y recogió lo poco que le quedaba allí. Por la angosta escala y agarrándose fuertemente a la barandilla, bajó a tierra. Intentó escabullirse entre el inmenso gentío, pero apenas puso pie en aquella nueva tierra le detuvieron. Era la guardia aduanera que, con desfachatez soberbia y desprecio a gritos, le interrogó, y entre las muchas preguntas que le hicieron esta era la primordial:

- ¿Tiene usted familiares o amigos aquí en este país?

 

Pedro titubeó. Un frío y húmedo sudor recorrió todo su cuerpo. Sabía que de negarlo lo enviarían a quién sabe dónde... Allá, en La Palma, había escuchado narraciones de aquellos palmeros que ya habían pasado por la misma situación en la que él ahora estaba, y precisamente esta información no era muy buena. De repente, se acordó del compadre Luciano, recordaba su nombre, apellidos y el lugar de Venezuela en que vivía. Pero no recordaba el nombre de la calle, y menos el número de su vivienda. El prepotente policía aduanero volvió a interrogarlo nuevamente, pero esta vez en tono más amenazante. Ahora tomó nota escrita de la información que Pedro, con voz temblorosa, declaraba.

 

Por fin, tras muchos interrogatorios más, le dejaron libre, no sin antes amenazarle con la ley pero añadiendo a la misma otras más amenazas de las habituales... Como en otras ocasiones, terminarían pidiendo dinero al declarante, pero esta vez si no lo hicieron fue porque, con una simple mirada, se adivinaba que Pedro no tenía encima ni un solo bolívar, ni tampoco donde caerse muerto.

 

Deambuló por las calles, se ofreció aquí como friegaplatos en un bar, allí como barrendero. En otra ocasión, en una plantación de maíz. Más tarde, en una fábrica de harinas. Así, trabajando mucho y gastando poco, Pedro logró ir acumulando bolívar tras bolívar, de tal manera que con el tiempo logró una gran fortuna, y por ende una gran admiración y estima entre los suyos y los no tan cercanos. Era Pedro honrado trabajador y familiar.

 

Pasaron los días, los meses, los años y toda aquella aventura que supuso su viaje a Venezuela casi quedó olvidada. La suerte le acompañó y su empeño en ser rico fue logrado. Ahondó en riquezas y en abundancia. El dinero le abrió muchas puertas. Empresarios, abogados, comerciantes... ahora, todos quisieron ser sus amigos. No rechazó a nadie, pero en esta vida, dentro de las rosas, hay alguna espina. Así que a Pedro también se le acercaron preciosas jóvenes. Mujeres que buscaron en él algo más que la amistad. Y por aquello que dice: Tantas veces va el ratón al molino…, pasó lo que era previsible.

 

Pedro, aunque en principio se resistió, al final flaqueó y cayó en los brazos de una de aquellas peligrosas mujeres. Al comienzo de esa relación todo parecía normal pero ella, a sabiendas de que Pedro estaba casado y tenía su esposa allá en una isla canaria llamada La Palma, no vaciló en sacar a Pedro todo el dinero que pudo.

 

… Allá muy lejos, en nuestra isla de La Palma, Luisa, la vecina de Julia y mujer de Pedro, hasta ahora nunca había preguntado por su marido. Sabía ella, con toda certeza, que en Venezuela a Pedro le iba muy bien y quizás, por ello, o a lo mejor por envidia, nunca preguntó a su mujer por este.

 

Ahora sí. Ahora sí. Ahora enterada de los cuernos que ella recibía por culpa de su marido, se alegraba y buscaba la ocasión de encontrarse con Julia para preguntarle por su esposo.

- Y... ¿cuándo viene Pedro?

- La verdad es que no sé... -contestaba Julia.

 

A lo que respondía Luisa con sorna y sonrisa:

- … Pues es más esperado que el barco del arroz...

 

No desperdiciaba  Luisa ninguna ocasión para preguntar a Julia por Pedro, su marido, y a la pregunta la respuesta de esta siempre decía lo mismo: "Pues… es más esperado que el barco del arroz”.

 

Pasaron los meses y quizás los años y Antonio seguía con las suyas , y como era de suponer, hasta La Palma llegó la noticia de que Antonio también estaba enredado con una "pelambrusca" allá en Venezuela.  Ahora, enterada Julia de las andanzas de Antonio, vio la ocasión de venganza. Quiso confirmarlo y para ello preguntó a este y a aquel por tal noticia. Pero todos ellos confirmaron lo mismo. Así que un atardecer de esos días de verano, tuvo Julia la ocasión de encontrarse con Luisa en la plaza del pueblo. La pregunta era de obligado cumplimiento:

- Y… ¿cuándo viene Antonio de Venezuela?

 

Y la respuesta de esta fue muy rápida:

- Ya llegó el barco del arroz.

 

 

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