Revista n.º 1044 / ISSN 1885-6039

Cuentos contextualizados XXX: José: entre lo humano y lo divino.

Miércoles, 20 de septiembre de 2023
Manuel García Rodríguez
Publicado en el n.º 1010

José contemplaba todas estas habituales vivencias campesinas y meditaba sobre ellas, mientras que él, ahora sentado sobre una piedra, reflexionaba sobre la vida y la muerte... Y así, pensando y meditando, llegaba a la conclusión: para que unos lo pasen bien, a veces tienen otros que pasarlo mal o muy mal...

Cuello de cura.

 

 

Preámbulo. Para entender bien la vida de José y el contexto en el que él vivió por aquellos años, debemos retroceder en el tiempo y hacer una parada en los años en los que José era un joven.

 

Por aquel entonces en mundo agrícola en la isla de La Palma se centraba casi todo en el cultivo de secano. Excepto una zona de regadío en Los Llanos de Aridane y otra en Los Sauces, todo la demás eran tierras de  secano y muchas de ellas a veces improductivas. Como medios de labranza estaban las yuntas de bueyes y otra con la azada. Brillaban por su ausencia las motocultivadoras, las desbrozadoras, los tractores, las cegadoras, etc. La industria prácticamente se reducía a fabricar el mojo y el gofio. Los cultivos preferentemente eran las papas, que junto con el trigo y el maíz para obtener gofio, constituían la base de la alimentación de la época. La exportación de productos agrícolas era también prácticamente nula. Solamente se enviaban varas para Las Palmas y poco más. Con cierta preciosidad, un barco inglés venia a buscar los pocos plátanos que se cultivaban en las zonas de regadío antedichas. En cuanto a la cultura, la mayoría de los habitantes de la isla solo recibía la Enseñanza Primaria. El acceso a las Enseñanzas Medias no estaba generalizado y menos aún lo estaba el acceso a la universidad.

 

Aparte de algún barco de mayor tonelaje, la comunicación marítima era entre islas utilizando para tal fin los famosos correíllos. Hay que recordar que la carretera de circunvalación de la isla no existía. Solo se podía acceder a Tijarafe por el sur y a Los Sauces por el Norte. El transporte público se reducía a una vieja guagua que tenía dos o tres recorridos diarios y a algunos viejos taxis en la parada de algunos pueblos. La vida en el campo era dura. A veces triste y sometida a las inclemencias del tiempo.

 

José: entre lo humano y lo divino. Aquel día, una fina, húmeda y fría brisa aparecía por el norte, y se filtraba a través de las rendijas de las ventanas de tea de aquella vieja casona, debido a que estas, con el paso de los años, se habían ya como encogido, de tal forma que tanto el viento como el sol y no menos el agua, para saciar su curiosidad, veían la oportunidad de rendijar el cuarto dormitorio del joven José.

-José, José -llamó con insistencia su madre una y otra y otra vez.

 

No obtuvo respuesta alguna. José continuaba durmiendo plácidamente en su cama a pierna suelta.

-¡José! -volvió a repetir su madre, pero esta vez ella levantando el tono de voz y ahora ya con cierto aire de enfado. Algo se movió bajo las sábanas de aquella cama, cambió de posición, y al cabo de unos minutos se oyó una voz casi gutural procedente de debajo de las sábanas que contestaba con un ¡qué! imperativo, malhumorado, muy enfadado y nervioso.

-Tu padre te está esperando en el pajero pa ir al monte -le dijo su madre cariñosamente.

-Pero... pero si ya fui ayer...

-Sí, hijo, ya sé que fuiste ayer, pero las vacas comen todos los días -replicó su madre con intención de apaciguar el repentino enfado de José.

 

Una taza de fresca leche recién ordeñada, y a su lado la cuchara y un poco más allá la lata del gofio... esperaban con impaciencia la llegada de José a la vieja cocina. Se  lavó la cara, aún todavía casi dormido, y con una  toalla muy limpia se la secó sin darse cuenta de lo que hacía, porque sus ojos adormilados aún no querían abrirse del todo. El mugido de la vacas y de los otros animales que pernotaban en el viejo pajero situado junto a la casa paterna, le recordó que ellas necesitaban también su desayuno. Colgadas en la pared, la podona, la correa y más allá el machete y otros artilugios agrícolas esperaban a José. Ahora, podona al cinto, correa al hombro y machete dentro de un saco, se acomodó José como pudo e intentó iniciar la marcha.

-¿Te vas ya? -preguntó su padre.

-Cuando tú quieras -fue su respuesta.

 

Camino arriba va José cabizbajo y pensativo, y otra vez se enfila por la misma vereda y contempla las mismas piedras, aunque algunas ahora, ya desprendidas de las paredes y caídas al centro del camino, pacientemente esperaban a que José pasara y diera un tropezón para destrozarle el dedo gordo del pie derecho. Al principio la marcha camino arriba se hacía lenta, pesada, monótona. José va como contando las mismas piedras. De tantas veces verlas, ya casi se las sabía de memoria. Las reconocía, una a una. Las largas, las redondas, las grandes y las chicas, pero especialmente reconocía a aquella con la cual, ese día, dio un tropezón, de tal envergadura y con tal fuerza que casi se lleva en flor, como decía el dedo gordo del pie derecho.

 

El camino recorrido va quedando detrás. Ahora hay que cruzar la carretera. Pasada esta, vuelve un silencio absoluto, solo interrumpido por algún alborotado gallo mañanero que quiere pregonar a los suyos lo macho que él es defendiendo su territorio, especialmente ahora que está encabronado porque sospecha que el gallo vecino está enamorado de una de sus más guapas gallinas. De pronto, se oye allá, a lo lejos, el ruido del motor de un coche. José espera impaciente, quiere verlo. Ya hace días que no ve un coche. ¡Ah, si es un taxi...! El taxi de Juan. "¡Qué bonito es con su blanca capota de lona!", se dijo interiormente asimismo y esperó a que el taxi pasara junto a él. "¡Qué suerte tienen los que se ganan la vida sentados!", y yo -se dijo para sí- de  pie, caminando y caminando y ya,  muy pronto, con el maldito fleje en las costillas, camino debajo, rumbo a la casa.

 

Panorámica de Mazo.

Panorámica de Mazo (fuente: https://villademazo.com/)

 

Ya, lejos de su casa y, por supuesto, lejos de los últimos vecinos del pueblo, José camina cuesta arriba cansado. Atrás quedaron las últimas casas y otros entrañables lugares de su querido pueblo de Mazo. Ahora, ya inmerso en el misterioso silencio de aquellos montes, solo se ve interrumpido unas veces por el ladrido de un flaco y hambriento perro que en la boca de la madriguera espera pacientemente a que el conejo salga a comer para él comérselo. Sin darse cuenta, el ignorante animal, que la madriguera tenía dos puertas y que el conejo ya hace rato que salió por la otra, por la de atrás, y ahora subido en lo alto de una loma se reía a carcajadas de él. En su interior se preguntaba: "¿Cuándo aprenderá este ignorante perro que casa con dos puertas, mala es de guardar?

 

Otra vez camino arriba, el persistente ladrido del perro se perdía ya a lo lejos. Vuelve el silencio. Pero un silencio poco duradero, efímero, porque el sol ya había comenzado a calentar a aquel paraje y el soñoliento lagarto, ávido de calor, salía de su casita situada debajo de una gran piedra, y para desperezarse estiraba cada una de sus patas y se escarrapuchaba sobre un gran piedra, en forma de laja, que más allá había, con la intención de que el sol le diera de lleno en su escamoso lomo y así pasar un día para él pleno el felicidad. Pero, ¡ay Dios!, lo que no sabía el pobre lagarto era que arriba, muy arriba, en lo alto, cerca del cielo, un joven cernícalo, con malas intenciones, silenciosamente vigilaba todos sus movimientos, y cuando lo creyó oportuno bajó en picado y a tanta velocidad que el pobre lagarto, cuando se dio cuenta, ya estaba en las garras del cernícalo a muchos metros de distancia del suelo. Al lagarto ni tiempo de confesarse le dio, y menos de despedirse de los suyos.

 

José contemplaba todas estas habituales vivencias campesinas y meditaba sobre ellas, mientras que él, ahora sentado sobre una piedra, ya cerca del fayal, reflexionaba sobre lo que es la vida y la muerte... Y así, pensando y meditando, llegaba a la conclusión: para que unos lo pasen bien, a veces tienen otros que pasarlo mal o muy mal. "Algunas veces ¡qué triste es la vida!" -pensó.

 

El sol había despertado, pero pronto dejó de calentar el ambiente porque unas frías y oscuras nubes cargadas de agua aparecían por allá, por el este. Y así, mientras que el sol desaparecía por un lado, la fría llovizna se acercaba, a toda prisa, por el otro. Había que coger las falla y el brezo, hacer el fleje y retornar a la casa, pero ahora el retorno era cargado con un considerable peso sobre sus maltratadas costillas. Casi completamente mojado, sudoroso, cansado y triste, José permaneció varios minutos sentado sobre una gran piedra. Allí, rodeado de salvaje naturaleza, recordó y meditó sobre aquella propuesta que en su día le hizo el cura de su pueblo y reflexionó sobre ella profundamente valorando sus pros y sus contras. Por un momento, cerró sus ojos y se vio tranquilamente sentado dentro de su iglesia parroquial, sin flejes sobre sus hombros, sin lluvia que le empapara, sin piedras que le hirieran sus pies y sin podonas en la cintura. Allí, en aquella iglesia de su pueblo, podría estar tranquilamente ahora si se hubiese decidido a seguir la descansada vida de quien solo se acuerda de Dios y abandona por completo éste mundanal ruido.

 

Pronto tuvo que abandonar estos filosóficos y profundos pensamientos porque la lluvia se acercaba más y más hasta tal punto que, en ese momento, casi sin darse cuenta, tenía mojadas las alpargatas y otras partes internas de su maltratado cuerpo de cuyo nombre ahora, en estos momentos, no me acuerdo. Fleje al hombro, camino abajo, va agotado, le temblaban sus piernas y el frio, el sudor y la sed se van apoderando lentamente, muy lentamente, de él. El mugido de las vacas le avisaba para que se diera prisa, mucha prisa, en llegar porque de lo que él portaba sobre sus hombros dependía el bienestar del mundo animal.

 

Después de llegar, a veces, hay que picar el monte, para hacer el estiércol. Ahora, a cavar las papas o a buscar esto o aquello. Otras veces, a atender órdenes familiares: "José, vete allí", "José, ven para aquí…". La noche se viene encima y José ya no puede más. Está derrotado. Hoy es sábado, sigue muy cansado, muy cansado, y mañana hay que ir a misa. Llega la noche y desde la cocina sale un agradable olor a gofio escaldado, el cual lentamente se esparce por toda la casa. Es la hora de la cena. Impaciente, espera que esta esté servida. No llega. Tiene hambre, mucha hambre, y vuelve a impacientarse. Ahora pregunta a la madre por la cena. "¿Ya está la cena?" -vuelve a preguntar machaconamente otra vez-. No ve la hora de comer algo. Su cuerpo agotado por el ajetreo del día, se ha rendido, ya no puede más. Un poco más allá, en su habitación, le espera una cama con un mullido colchón que su madre, con esmero, le ha preparado para él. Es tanto el cansancio y el agotamiento que José solo se acuerda de dormir, dormir y dormir. Ahora, por fin, duerme plácidamente. La noche transcurre rápidamente para él.

 

Dan las ocho, las nueve y, a eso de las diez de la mañana, su madre le llama. "José, la misa es a las once...".  Ropa nueva, camisa recién planchada, oliendo a limpia y unos pantalones de esmerada fabricación casera están preparados sobre la cama de la habitación contigua. Todo es obra de su madre. El lejano sonido de las campanas de la parroquia del pueblo se deja llegar hasta sus atentos oídos. Necesita llegar a tiempo, un rato antes de que comience la misa. Le ilusiona ver llegar a los parroquianos y a las chicas antes de la misa, y lo logra. Contempla a la féminas, las admira, pero nada les dice… No se atreve. Sentado al pie de la Cruz de los Caídos, ahora ve llegar al cura. Este le saluda, pero no le dice nada, tiene prisa, la misa va a empezar enseguida y no quiere hacer esperar a los parroquianos. El cura, con la mirada, escudriña todo el entorno y localiza a José, que casi en esos momentos quiere esconderse de él mismo para que el cura no pueda verlo.

 

Esconderse, ¿por qué? Es una larga historia que José automáticamente reproduce en su calenturiento cerebro y recuerda ese día en el que el cura le aconsejó que entrara en el seminario, y que allí se dedicara al estudio, a la contemplación y a la meditación trascendental, acercándose cada vez más y más a Dios. Le dice que Dios le llama insistentemente y le invita a pensar el porqué de esta vida. Todos estos buenos consejos sacerdotales pasan instantáneamente uno a uno por la mente de José. Comparar la vida de penurias, de trabajos, de días de frío y lluvia atendiendo a las vacas, al mulo, al cochino y a las cabras. Esa vida tranquila y sosegada, de la cual le había hablado este cura del pueblo, da pie para pensárselo muy bien... "Me entregaré a Dios -se dice asimismo José-. Diré adiós a esos días de frío y lluvia, y a las mil calamidades que estoy pasando con la agitada y triste vida del campo. Quiero ser como el cura de este pueblo", se promete a sí mismo.

 

Las campanas dan la última llamada a misa. José entra a la iglesia y, muy respetuosamente, se santigua. Con la vista recorre toda la iglesia y allá, un poco más allá, descubre un banco vacio. Disimuladamente mira a su alrededor. Casi no conoce ni a los suyos; la iglesia está muy, pero muy oscura. De repente, alguien enciende las luces. José se da cuenta de que todos están bien vestidos, guapos, los unos con sus mejores atuendos, y guapas las féminas con su velo traslucido. Con el velo en la cabeza las chicas se hacen irreconocibles. Los hombres del pueblo ahora, sin sombrero en la cabeza, al descubierto, parecen auténticos catedráticos de universidad. Las campanas tocan y a los pocos minutos el cura abandona la sacristía y, revestido con las vestiduras propias del tiempo ordinario, hace presencia en el altar. La gente se levanta y disimuladamente ahora, ya con más luz iluminando por completo la iglesia, aprovechan los unos, con todo disimulo, y de reojo miran a los otros.

-¡Qué vieja está Luisa! -se dice para sí la vecina, pero al momento se reprocha y en su interior dice "no, no quiero despistarme; no, eso es pecado", y rápidamente fija de nuevo su vista en el altar.

 

Foto de la travesía del Telémaco lleno de emigrantes.

 

El otro, al ver a Luis, se pregunta: "¿cuándo me pagará este las papas que le vendí?". De repente, el viejo órgano parroquial, desde el coro deja escapar unas melancólicas notas musicales. La voz del sochantre resuena como un trueno en toda la iglesia. Comienza la misa. José quiere ver ahora, en el presente, lo que hará en el futuro... cuando ya termine la carrera y sea cura. La misa, en latín, parece que nunca termina. Algunos tienen prisa, otros cansancio y otros simplemente ganas de salir para respirar aire puro o para encender la cachimba. Ete misa est, dice el cura en latín y contesta el sochantre: Abenus at Domine, y se da por finalizada aquella misa. Termina la misa y ahora, después de ver y oír lo que sucedió en ella, ahora por fin, ya José sale muy convencido de que será cura, no lo duda más. Después de oírla ya lo ha decidido firmemente. No hay retroceso. No hay marcha atrás: “Seré cura”, se repite una y otra vez.

 

En la plaza, los unos se despiden de los otros y emprenden el camino de regreso a sus casas. Unos cuesta arriba y otros cuesta abajo. José mira a su alrededor, ahora ve a Pepita con sus hermosos ojos azules… y a Luisa con su brillante pelo castaño... y a Inés… con su esbelta figura... y siente un tremendo impulso de acercarse a alguna de ellas, pero tiene miedo... Está muy nervioso, le tiemblan las piernas. "Lo dejaré para el próximo domingo".

 

Al final, se dice, pero en baja voz: “Si me meto de cura, pierdo de vista a todas estas bellas féminas”, y allí mismo, sin pensárselo dos veces, renuncia irrevocablemente a la vida monacal... y repite una y ora vez: “Yo no sirvo para cura...”. Prefiere ir al monte, trabajar la tierra, soportar la lluvia, el viento y el frio. Atender a las vacas, a los bueyes, al cerdo y a los que hayan de venir. Sí, seguro prefiere pasar todas estas calamidades antes que entregarse completamente a la tranquila y contemplativa vida espiritual, y toda esta renuncia la hace “por no  perder de vista a las hermosas féminas de su pueblo natal”.

 

Epílogo. Logró José abandonar su querida isla de La Palma y emigrar a Venezuela. Allí la vida le brindó más amplias oportunidades, que aprovechó tanto como pudo, y ahora vive tranquilamente como un palmero más. Ni pobre ni rico, pero -como decimos por aquí- desahogado.

 

 

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