Revista n.º 1065 / ISSN 1885-6039

El impúdico acto de improvisar

Martes, 22 de febrero de 2005
Yeray Rodríguez
Publicado en el n.º 41

Suenan un laúd y una guitarra y hay un público expectante. Sólo ante el peligro, el verseador no esconde la gestación de los versos que está obligado a compartir casi simultáneamente.

Foto Noticia El impúdico acto de improvisar


Me van a perdonar que en esta ocasión abandone las características generalmente descriptivas e informativas de esta sección, incluso con sus apartados habituales, para plantear un asunto que forma parte de mis últimas reflexiones acerca del fenómeno de la improvisación oral como acto creativo y que empecé a dejar por escrito con motivo de una charla que di en noviembre del pasado año en el espacio Matasombras del Cuasquías. Mi propósito no es otro que aprovechar las posibilidades de este medio para hacer acopio de diferentes pareceres acerca de un asunto que me llama poderosamente la atención. Allá vamos.

Muchas veces he pensado que la frontera entre la improvisación y aquello que entendemos que no lo es, es más frágil de lo que parece. El acto creativo en soledad y sosiego a menudo está atravesado por lo que se ha dado en llamar inspiración y son múltiples los testimonios de creadores que señalan momentos de especial acierto creativo que, aparentemente, no están lejos de la improvisación. Cierto es que, tanto el libro, como el disco, el cuadro o la representación teatral llegan al lector, al oyente, o al espectador con una demora tal que aleja, sin dudas, la escena meramente creativa. Ahí radica la gran diferencia. El improvisador es, ante todo, un creador impúdico, que muestra tanto el fruto de su trabajo artístico como el proceso que lo gesta. Los gestos del improvisador, su mirada perdida o apuntando al suelo, sus mutables facciones equivalen a los borrones del poeta o a los trazos de prueba en el lienzo, pero mientras éstos habitan el olvido o forman parte únicamente del trabajo de investigadores, aquéllos quedan a la vista de cualquiera que vea a un poeta improvisar. Imaginen que Ernest Hemingway nos hubiera invitado a verlo escribir de pie o que fuéramos testigos de la gestación de los poemas de Neruda desde el privilegio de Isla Negra.

Otro asunto es el de la comunicación. Ésta entiendo que es, o al menos debe ser, la voluntad del improvisador. Decía el genial repentista cubano Francisco Pereira: “Para mí la poesía / es una conversación”. Y así parece, puesto que poco se entiende una improvisación a solas. No tanto por la conveniencia de improvisar en parejas o en rondas sino por la necesidad que yo al menos siento de dirigir los ojos y con ellos los versos a algún rostro, a alguien que, con sus gestos, también converse con nosotros. Evidentemente, algo que proporciona esa curiosa magia que rodea el acto de improvisación oral en verso es el hecho de guardar fidelidad a un molde estrófico clásico, que puede ser la décima, la quintilla o la copla, por ejemplo.

El repentista improvisa pero dentro de una estructura ya establecida y establecida desde tiempos pretéritos. Generalmente el oyente que asiste a una sesión de improvisación conoce el metro y la estrofa utilizada y en cierto modo juzga al verseador desde este conocimiento, desde esta perspectiva. Ya son, por tanto, dos las obligaciones que tiene el repentista: la primera de ellas es gestar y comunicar casi simultáneamente su creación (sin que necesariamente esté “inspirado”) y en segundo lugar respetar una estrofa canónica (que en el caso de la décima adquiere una particular complicación barroca). Pero, curiosamente, esta imposición, lejos de convertirse en complicación o traba, revela infinitas posibilidades, puesto que una vez que se interioriza la respiración particular (en este caso de la décima) da la impresión, por exagerado que parezca, de que son más las posibilidades que ofrece que las de la propia prosa.

Y no nos quedemos con la vista en largo de la estrofa, sino con la mirada en corto sobre el verso octosílabo. El manejo del octosílabo, segmento de especial preponderancia en el español (basta ver la gran totalidad de las estrofas clásicas españolas, refranes, frases hechas, títulos de libros y películas, nombres y apellidos) es para el improvisador una complicación menos. Alexis Díaz Pimienta, genial repentista cubano y quizá el teórico que con más profundidad se ha adentrado en estos territorios, ha señalado con acierto que el pensamiento se acomoda en parejas de versos octosílabos, lo que hace que los encabalgamientos fluyan sin sobresaltos. Esas parejas de versos son capaces de contener pensamientos que, también por extraño que parezca, da la impresión de que en prosa gastarían más de dieciséis sílabas.

Lo que sí modifica ciertamente el acto de la improvisación es lo que más arriba señalo y que no es otra cosa que el hecho de tener que improvisar en condiciones diversas y hasta inesperadas. El poeta o el novelista, siempre que no lo hagan, como muchos, por intereses ajenos al honesto ejercicio literario, no tienen en principio otro administrador de sus tiempos de escritura que ellos mismos. Y no significa esto que sólo se sienten a escribir cuando “la inspiración los rapta” sino que tienen la posibilidad de deshacer su trabajo arrugando el papel y botándolo a la papelera o simplemente apretando una tecla de su ordenador.

El improvisador, que escribe en el viento, no tiene posibilidad de volver sobre lo dicho, siempre podrá regresar en su siguiente décima a la anterior, pero eso y teniendo en cuenta el acto generalmente competitivo de la improvisación, la controversia, acarrea quizá más perjuicios que bondades. Pero la aparente inexorabilidad de la improvisación reserva una magia que no se debe desatender. De la misma manera que en ocasiones se pare una décima como me gusta decir “por cesárea”, con mil dificultades y sin decir nada que valga la pena, cuando se logra algún o algunos versos buenos, los breves segundos que transcurren entre su gestación y su elocución son indescriptibles para el poeta que, sabedor del efecto que van a causar, se regocija plenamente con ellos. Improvisar es un acto naturalmente impúdico.

La misma impudicia quisiera que presidiera los comentarios que pudiera suscitar esta reflexión. Precisamente la comunicación es lo que persigue.
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