A partir de La Matanza, la carretera comienza a descender rápidamente. Las montañas vecinas se elevan y forman un abrigo contra los vientos. Por eso se ven reaparecer las palmeras, que forman graciosos y pequeños bosques. En Santa Úrsula, los árboles frutales abundan hasta la pendiente que bordea, al Norte, el Valle de La Orotava.
Es difícil imaginar el panorama que presenta a la vista repentinamente cuando se llega a esta pendiente. A sus pies se despliega el magnífico valle que Humboldt consideraba el más bello de la tierra. Arriba se escalonan, en graderías, las casas de la villa, y hasta el mar, sobre una extensión de cuatro kilómetros, se extienden cultivos de tuneras, tabaco, millo y vegetales de las clases más diversas. En medio de todo se elevan palmeras, naranjos, eucaliptos, durazneros, damasqueros, almendros. Aquí se ven alamedas de cafetos; allá, plantaciones de plataneras; más lejos, se entrevén árboles de Las Antillas, de América del Sur e incluso de Oceanía. Pero lo que es más bello e imponente que el mismo valle es el marco que conforman las montañas que lo rodean.
Al Norte, una colina de 300 metros de altura se une a las altas montañas que describen, al Este, un inmenso circo que sobrepasa los 2000 metros de altura. Al Sur se destaca el Pico del Teide, cuya cima, con frecuencia oculta por las nubes a modo de corona, se eleva a 3711 metros. En el Sudoeste, enormes estribaciones parten de la base del pico para terminar, bruscamente, en el mar. Finalmente, al Oeste, a través de unos conos volcánicos cuyo color negro resalta aún más la belleza del valle, se vislumbra el océano, que parece pararse, en la lejanía, en la barrera sombría que forma la isla de La Palma.
Las montañas que limitan al Este el valle de La Orotava están cubiertas, entre los 800 y los 1500 metros de altitud, por un bosque espeso por el que recibe el nombre de Montaña Verde. A la misma altitud, las montañas del Norte muestran una vegetación más frondosa todavía, comparable a la de Agua García [Tacoronte]. En este nuevo bosque también brota, en medio de imponentes columnas basálticas, una fuente abundante que alimenta a toda la red de agua del valle y que bautiza el bosque como Agua Mansa.
Entiendo el entusiasmo de los viajeros frente a un espectáculo tan grandioso. En otros puntos de Canarias puede encontrarse una vegetación tan frondosa y tan variada, pero lo que no se encuentra en ningún sitio es un conjunto tan majestuoso.
Cuando se llega a la ciudad de La Orotava uno se queda estupefacto por semejante contraste: en un valle tan lleno de vida, una ciudad tan completamente muerta. En todas las calles, trazadas al azar, silencio y soledad. Las casas monumentales, algunas de ellas verdaderas mansiones, con puertas coronadas con escudos de armas, parecen totalmente desiertas. Muy rara vez se eleva la mirilla de las persianas. Todo duerme en esta villa singular, incluso la curiosidad femenina. Incluso por la tarde, cuando el Sol va a acostarse en el océano, a esa hora en la que reconforta tanto respirar el aire embalsamado por el perfume de las flores, los habitantes no salen de su sueño. Algunos contados paseantes recorren solitariamente la terraza plantada de árboles que domina todo el valle. El pensador que tiene necesidad de silencio puede ir a vivir a La Orotava, pues no lo molestarán.
En esta ciudad existía un hotel, la Fonda del Teyde, dirigido por un italiano, don Luis Fumagallo, hermano del hotelero de Arrecife. ¿Cómo es que este vino a Canarias a buscar fortuna? ¿Y ha tenido éxito? Me permito dudarlo, dado el poco tránsito de viajeros por La Orotava. Hoy le hace la competencia un hotel inglés. En todas las ciudades de las Islas se encuentran ahora los hijos de Albión, que tratan de acaparar el comercio y los visitantes. En todas partes construyen hoteles donde se encuentra, quizás, un poco más de lujo que en las fondas españolas, pero donde el menú no es mucho más variado. Bien pensado, todavía prefiero la cocina canaria.
En La Orotava, lo que el extranjero debe visitar, sobre todo, son los jardines. Los de las familias Machado y Monteverde son verdaderas maravillas. No enumeraré las especies que allí se cultivan, pues tendría que citar todas las plantas que ya he nombrado. Sin embargo, no puedo dejar de mencionar los helechos arborescentes (Alsophila australis) de don Luis Monteverde; los canelos, los alcanforeros, las magnolias, las camelias, las palmeras y los dragos de don Pedro Machado. Uno se queda estupefacto en presencia de las dimensiones que alcanzan los vegetales bajo este clima afortunado. Se descubren camelias de 12 y 15 metros de altura, magnolias de 20, una palmera de 400 años que mide 40, pero lo que más asombra son los restos de un famoso drago que una tempestad abatió hace algunos años. Sus ramas, según dicen testigos visuales, formaban un verdadero bosque aéreo y se está dispuesto a creer estas afirmaciones cuando se mira el tronco. Lo que queda del mismo mide cerca de ¡veinte metros de circunferencia! Sin duda, este gigante era el decano de los vegetales. Humboldt le asignaba diez mil años de existencia.
La fincas de La Orotava son, en su mayoría, verdaderos jardines. Los cafetos, los limoneros, que dan fruta de varios kilos, las hortensias, rosas y árboles, daturas arborescentes, inmensos heliotropos, hibiscos, etcétera, se encuentran a cada paso, en medio de plantaciones de nopales, millo o tabaco. En ninguna parte se ha sabido reunir mejor lo útil y lo agradable.
De la villa al Puerto de La Orotava, la carretera alcanza una belleza incomparable. Eucaliptos de dimensiones prodigiosas la bordean a cada lado; para impedirles que se desmochen, se les tala la copa a una quincena de metros de altura. Entre los árboles, geranios, rosales trepadores, jazmines y plumbagas, forman setos que embalsaman el camino. Algunas casitas desaparecen literalmente bajo las flores y hasta los pájaros anidan por encima de sus ventanas.
Fragmento tomado de La isla hermosa y triste, de René Verneau, Ediciones Idea [colección “Escala en Tenerife”], Islas Canarias, 2004. Esta publicación es una parte de Cinco años de estancia en las Islas Canarias (1891), del mismo autor, que tiene como centro de atención la isla de Tenerife.