Mis padres procedían de los altos de Guía y era habitual verlos preparar y tomar su escudilla de leche espesa con gofio. La preparaban a partir de leche cruda o fresca, que distribuían en varios recipientes y la dejaban reposar durante cuatro o cinco días sin más aditivo que la paciencia. Era importante, esencial, imprescindible, que el recipiente no se moviese durante ese tiempo, porque de lo contrario se estropeaba el proceso de fermentación y no había ni leche espesa ni leche cruda.
Al cabo de ese tiempo la leche presentaba algunos grumos en superficie, signo inequívoco de que estaba lista; se le quitaba el agua que se había acumulado en la parte superior de la escudilla inclinándola ligeramente, quedando lista para ser degustada bien como desayuno o bien como postre casero. Era, por así decirlo, el yogur de aquellos tiempos.
Mi madre me enseñó que el tiempo de cuatro o cinco días podía reducirse si, además de la leche cruda, al comienzo del proceso se añadía en cada escudilla un poco de leche espesa preparada con anterioridad, acelerando así el proceso de fermentación.