Pasamos ante las playas rojas, Los Colorados, donde acampó Bethencourt cuando conquistó las islas en 1402. Doblamos el cabo Papagayo y, después de haber rebasado el estéril islote de Lobos, anclamos en Arrecife, único puerto de la isla.
Aquí, como en Las Palmas, hay muy poco calado, y fondeamos a media legua de la villa. Salto a una lancha con dos compañeros de viaje para reconocer la ciudad. El mar está tan revuelto que luchamos, durante toda una hora, contra las olas que nos empapan las espaldas.
Desembarcamos, chorreando agua salada, al pie del viejo fuerte de San Gabriel, venerable ruina que se remonta a los tiempos en que los moros venían a piratear. Estos muros, medio derruidos, son tan tristes como la ciudad misma, si es que se puede llamar ciudad a un pobre villorrio de tres o cuatro mil almas, tendido en medio de un horrible desierto que parece un trozo desgajado del Sahara. Lo que completa el parecido son los camellos, que encontramos a cada paso cargando pesados sacos, y que transportan las barricas de agua para consumo de los habitantes. Condenada la isla a la sequedad más absoluta, cada casa tiene un aljibe en el que se almacena el agua llevada, a alto precio, desde las otras islas.
Propuse a mis compañeros un paseo en camello, y montamos los tres en un mismo animal. La montura está pensada para llevar tres viajeros: uno sobre la giba, y los otros dos en sendos asientos, pendientes a cada lado. También puede ir una cuarta persona montada en las ancas del animal. Familias enteras viajan así, a lomos de camellos, por el interior de la isla. Aquí se toma un camello como nosotros tomaríamos un tartana. No hay un solo coche en toda la isla, aunque tienen carreteras utilizables.
En camello no se monta como a caballo; para montar, es preciso que el animal se eche en el suelo; entonces, recibe su garga de bastante mala gana..., y brama con fuerza, en señal de protesta. El momento crítico es cuando se levanta bruscamente sobre sus patas: entonces se experimenta una fuerte sacudida, y hay que agarrarse fuertemente a la montura para no salir despedido desde lo alto. Si nuestro guía no nos hubiese advertido, habríamos caído como un castillo de naipes. Una vez a bordo del barco del desierto, ninguno de nosotros sintió el mareo de que hablan algunos viajeros, pero hay que confesar que el movimiento del camello es mucho más incómodo que el del caballo. Así, recorrimos, durante una hora, el campo de los alrededores, donde vegetan miserables nopales de cochinilla. Es el desierto africano en toda su aridez y tristeza. La operación de apearnos de nuestra alta montura se efectuó del siguiente modo: a una señal del camellero, el animal se echó de bruces doblando sus rodillas delanteras y exhalando un lamentoso bramido, mientras nosotros nos aferrábamos a nuestros asientos; después dobló las patas traseras y nosotros saltamos al suelo.
Los camellos son, sin duda, la única curiosidad de Arrecife, y mi paso por allí ha sido lo más triste que recuerdo desde que recorro el mundo, así es que lo abandoné sin pena. A los que se aburren, les aconsejo veinticuatro horas de estancia en Arrecife. Así, cada vez que sientan la tentación de aburrirse, podrán dar gracias al cielo por no estar allí.
Fragmento tomado de Viaje a las islas Afortunadas. Cartas desde las Canarias en 1879, de Jules Leclercq, Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, Islas Canarias, 1990.