La isla majorera, agria y seca, distinta en el Atlántico, fragmento olvidado y muchas veces irónicamente despreciado, arrancada del centro de gravedad metropolitano e insular, abandonada a su propia deriva o al capricho de sus Señores y Regidores, conserva arcanamente la cultura del empalme y tal vez los elementos aborígenes que a la hora del despertar, indiquen las ansiadas sendas de la propia identidad.
En los negros albores del siglo XV, el majorero aborigen, recluido en los reductos del hoy Ayuntamiento de Pájara, habitaba una tierra de angustia, de temor y de eterna vigilancia. Sobrevivía a las incursiones de los depredadores humanos, accionado por los mecanismos de una efímera supervivencia. Su espacio se había convertido en un espacio vacío, deshumanizado. Gozaba únicamente de animación animal. La visión psicológica del espacio majorero para el aborigen en 1.402, era una visión invertida.
La Oliva, a finales del s.XIX (Fotosantiguascanarias.org) |
Llegaron los conquistadores, la soldadesca y el clero; y en sucesivas singladuras, arribaron repobladores normandos, andaluces y extremeños. Los conquistadores aportaban una nueva visión de la Isla: la del colonizador. Comenzaron a instalarse en el espacio majorero según la categoría de las armas y la preponderancia social. Como el aborígen no cultivaba la tierra, el conflicto del reparto, no surgió entre el conquistador y el aborigen, sino que nació y se resolvió en el seno categorial de los hispano-galos. Precisamente este momento inicial constituye el eje transcendental, para explicar las coordenadas espacio-temporales majoreras y el alumbramiento de una nueva figura humana, mezcla de aborigen y europeo que se perpetuará socialmente con el nombre de majorero.
La misma voz “majorero” conserva el ensamblaje de una precisa identidad. Mientras que en las otras Islas, el habitante de ellas conlleva un apodo tangencial (canarión, palmero, conejero, etc.) o un nombre “apegado” a la tierra, el habitante de Fuerteventura conservó, en un estrato más profundo y significativo, la continuidad de la denominación aborigen, castellanizando el fonema.
Los nuevos inquilinos de la Isla formaban dos clases sociales, claramente diferenciadas: conquistadores y repobladores. La primera de estas clases corresponde a militares, clérigos y funcionarios, mientras la segunda la componían labradores, ganaderos, soldadesca y hombres sin oficio determinado. Para los primeros, Fuerteventura supuso la plataforma de lanzamiento para conquistas ulteriores en las restantes islas y en Berbería. Conservaron y potenciaron su modo de ser, su vocación aventurera, guerrera y evangelizadora. La isla pobre y seca, agotó muy pronto las posibilidades de nuevas dimensiones. Su estar en la Isla, con alguna excepción en el reparto del botín isleño, que convirtió al conquistador en terrateniente, fue fugaz y pasajero. El segundo estrato social que eran los labradores, ganaderos, soldados estacionarios y hombres sin oficio, llegó vacío de cultura. Su forma de ser, indefinida y amorfa, con el único aliciente de la aventura supervivencial, era una forma acomodaticia a cualquier situación geográfica y social. En la nueva organización del espacio isleño, apenas superaron los esquemas naturales, de tal manera que paulatinamente fueron perdiendo su modo de ser, apoyándose unicamente en el modo de estar majorero. Los patrones económicos importados, al carecer de fuerza creadora, perecieron ante la nueva geografia. Solamente las técnicas de la siembra y de la recolección, modeladas sin animación a la nueva tierra, que no han variado hasta el día de hoy, significarían el único cambio resaltante.
Betancuria, a finales del s.XIX (Fotosantiguascanarias.org) |
Este segundo estrato, descolgado de la minúscula clase dominante, incrementada en el tiempo por el paso a esta esfera de “algunos avispados” agricultores, asumía la mezcla singular y de él nacería el majorero secular. Al no gozar de las técnicas superadoras del estancamiento, este segundo estrato asimiló una forma de supervivencia que es copia más o menos perfecta del aborigen y que conllevaría, a su vez, formas inequívocas de cultura y organización indígenas. La solución al dilema: sobrevivir o emigrar era clara. Pero la supervivencia necesariamente tuvo que desarrollarse perdiendo el modo de ser europeo para adquirir la nueva forma de ser y estar en la isla. El nuevo majorero quedó aprisionado y encajado en la estrechez isleña, obligado por la fuerza de la resignación o contagiado del vecino “qadar” musulmán. Y organizó la vida imitando los esquemas aborigenes y creando unos modelos arcaicos, sobre la estructura de la nueva tierras. Construyó sus primeras casas, como remedos de las casas “hondas”, con única ventilación ostiaria al espacio; edificó sus rediles con formas y piedras ancestrales; construyó un espacio defensivo, cerrado y hermético en el Valle de Betancuria, cabe los riscos de Pájara, que le sepultó y aisló durante siglos del mundo exterior; organizó las técnicas de ganadería sobre la concepción “guanil” y sobre las “gambuesas” la mayoría de las veces; los alfareros de Santa Inés elaboraron como malos copiadores, y sin superar al aborigen, los “tofios”, “tabajostes”, “gánigos”, etc.; asumieron la toponimia aborigen con una precisión perfecta, porque los indígenas, reducidos en número, incorporados y engullidos sin sangre y apenas esclavitud, se la enseñaron: manejaron las hierbas de la Isla según las recetas aborígenes, que hoy en día persisten, en la era de las enfermedades; surgió un sincretismo de “rezaos”, “recitaos” y “santiguaos” en el conjuro de las dolencias: se perpetuó una brujería y hechicería en el “otro Valle” y en Tindaya, donde los aquelarres parecen sobrevivir en las noches majoreras y que nos recuerdan a las pitonisas Tibiabin y Tamamonte. En una palabra: se impuso la elemental existencia isleña y con ella nació el secular majorero, con su propia idiosincrasia, con su propia identidad.
Una identidad que no ha variado en este mundo enclaustrado y hermético, donde el espacio continúa estando, homogéneo e imperturbado; donde el sentido de la inmortalidad, el sentido necrófilo y el culto a los muertos permanece como en los enterramientos aborígenes; donde se conserva la carencia de vocación urbanística; donde tadavía existe el misterio y lo exótico y la “Luz Mafasca” que, como fuego fatuo, borla la montaña de Tindaya; donde el mal de ojo, el pomo, etc... se exorcistan clandestinamente. El tiempo, con idéntico sabor de eternidad perpetuado se ha parado sobre los valles, sobre los montes, sobre las casas y están vivos los señores, los caciques, los regidores, los repobladores y los aborígenes. La historia de siempre, transmitida oralmente, también está viva en este mundo singular, que se configuró a espaldas de lo existente y en el círculo del aislamiento.
Pájara, a finales del siglo XIX (Fotosantiguascanarias.org) |
Al majorero le dicen que existen otros mundos, una vieja Europa y una gran Metrópoli. Será verdad. Pero aquí cuando subimos a nuestras montañas, junto a nuestros “efequenes”, los alisios rezuman solamente el perfume amarillo de nuestras aulagas; y cuando bajamos nuestros valles, pobres y agrietados, nuestros niños majoreros siguen, desde hace siglos, mascando la leche de tabaiba, empedrada de gotas de sereno. Y en las noches atlánticas, gritamos al viento nuestra identidad majorera:
Tengo un pedazo de “gavia”
con la que el “gofio” aseguro;
cuatro “jairas” me dan “baifos”
a mí ¡qué me importa el mundo!
Este artículo ha sido previamente publicado en el número 97 de la revista Aguayro, editada por la Caja de Ahorros de Gran Canaria, en marzo de 1978.