Noches enteras escribiendo sonidos en el pentagrama que, muchas veces, confiesa Corujo, iban a la papelera. No daba con lo que buscaba. En ese estado de febril creatividad fue cuando se produjo el encuentro con las luces mágicas que crecían, se achicaban o desaparecían ante un asombrado compositor e intérprete de música, embuido en un empeño titánico.
La visión del pintor de Fyffes
Domingo Corujo reconoce que hablar de luces y apariciones sobrenaturales o paranormales suele ser objeto de chanza y risa. También tiene la certeza de que cuando alguien avista algo extraño, se convierte en otra persona. Ya no es el mismo. Es algo que escapa a lo común. Es llegar a la convicción de que no somos tan exclusivos, ni los amos del mundo. Simple y llanamente, no estamos solos en el universo. Por otra parte, la vida, la propia, deja de tener grandilocuencia para convertirse en algo más sencillo, más humilde. El ser humano es como una planta, nace, crece, da frutos y desaparece. Nada se crea, nada se pierde, todo se transforma.
Foto de Antonio Torres, de 1936. |
Luces en San Juan
El regreso a las islas se había consolidado. El proyecto de su guitarra de cola se había hecho una realidad y había montado su propia escuela de música en la ciudad tinerfeña de La Laguna, donde actualmente reside. En uno de los viajes con motivo de concierto a Lanzarote tuvo el tercer encuentro con las luces misteriosas.
“Fuimos a dar un concierto en el Rubicón, cerca de Femés. , también en el municipio de Yaiza. Era víspera de San Juan. Después del concierto nos quedamos a cenar y cuando nos íbamos a Playa Blanca, donde teníamos el hospedaje, al lado del Papagayo. A los chicos que iban conmigo les había contado lo que me había pasado la vez anterior y al ver una luz me dijeron en plan de basilón: “Domingo, aquella luz se parece a la que viste”. La luz que yo había visto era naranja, pero aquella era azul fuerte. No les hice caso hasta que otro de los chico comentó seriamente: “La luz sigue ahí.” Efectivamente, aquella luz estaba quieta sobre el mar, en dirección hacia Fuerteventura, hacia la islita de Lobos. Sin darnos cuenta la luz se acercó y en un instante cambió de color. De azul pasó a naranja. Se metió entre unas piedras de la costa. Pensé que podía ser alguien cangrejeando. Pero como las piedras eran grandes, a veces los saltos de la luz eran mucho más altos que los que podía dar una persona y menos en la noche. Decidimos acercarnos a aquellas piedras. Cuando nos íbamos aproximando, la luz cambió de color y se puso otra vez de azul y se metió detrás del risco. Mi sobrino dijo que la carretera no llegaba hasta la ensenada que estaba detrás de aquel risco sino hasta el castillo de las Coloradas, las torres de Juan de Bethencourt. Fuimos hasta el castillo. Ya no vimos la luz. Les dijo que había que tener la paciencia de un pescador de caña y esperar a ver que pasaba...”
Señales en Papagayo
“Corría un cierto airito frío, como las noches del desierto y nos protegíamos del frío pegados a las paredes del castillo. De repente surgen del mar dos luces, como si fueran dos bailarinas, como los panales de foco de un estadio. Empiezan a destellar. Los chicos me empiezan a preguntar pero no sabía qué responderles porque yo tampoco había visto aquello.
–Parece que están avisando a alguien con esos destellos…
Miramos para tierra y vimos sobre aquel inmenso llano del Papagayo, cerca de la montaña de los Ajaches, otras dos luces. Se estaban haciendo señales. Volvimos la vista a otro lado de la montaña y allí estaban otras dos luces parpadeantes. Las luces habían formado un triángulo. Siempre luces a pares, pero, a veces, se transformaba en una sola. Decidimos subirnos al Panda de mi sobrino y pusimos rumbo el llano, brincando llegamos a una de las luces de tierra. Cuando nos dimos cuenta, teníamos una luz detrás del coche y paramos. Quedamos en medio de las dos luces.
–Parece que vienen a saludarnos –dijo mi sobrino.
–O a jodernos, le respondí.
Era un espectáculo bellísimo. De la montaña empezaron a salir luces volando a baja altura, haciendo el mismo recorrido, rumbo al pueblito de Playa Blanca y cuando llegaban a la orilla del mar, se apagaban. Llegamos a contar unas catorce luces. Un paso de luces como si fuera un campo de aterrizaje. La luz que estaba en la montaña se dio vuelta hacia arriba y comienza a destellar hacia el cielo y esta vez se vieron los fogonazos reflejados en las laderas de las montañas. Eso ocurrió desde las cuatro de la madrugada hasta el amanecer. La radio dijo al día siguiente que sobre el llano del Papagayo habían aparecido unas luces y que seguirían informando. De siempre se ha dicho que en aquella zona había brujas y fantasmas...”