Recuerdo la primera vez que, siendo niño de corta edad, oí y sentí el recogimiento preceptivo de la Semana Santa, en aquel entonces. Sería un Viernes Santo por la mañana, cuando tiendas y almacenes de empaquetado abrían hasta el mediodía sus puertas en plena zafra tomatera de 1954, creo. Y en la puerta de mi tienda, establecimiento tan transitado en aquella época por gentes de todo tipo y condición, yo silbada alegre, cuando entró Chano Valencia,
El Indio -apodo de su familia por su padre, Vicente el de Las Cuevas, quien, por estar muchos años en América, tomó este sobrenombre-. Precisamente, según contaba en La Marciega, había ido a Cuba en el último viaje del
Valbanera, en septiembre de 1919, escapando milagrosamente de aquel célebre naufragio.
“Paquito, no se silba, ni se canta, ni se salta, ni se brinca, ni se juega a la pelota… el Señor… Dios, está muerto”, me advirtió Chano, en el elevado y jovial tono con que él se expresaba. Esto me dejó muy sorprendido y de inmediato le fui a consultar el asunto a mi madre, la que todas las noches, aún siendo muy pequeño, me instruía pacientemente en los largos rezos de la doctrina cristiana. Pero lo de la muerte del Señor con otros misterios más debían de ser conceptos difíciles de asimilar, a pesar de que ya me sabía de cabo a rabo y muy de carretilla el Credo.
Pues sí… el Señor había muerto en una cruz y eran momentos de recogimiento, me confirmó mi madre, detallándome además todo el proceso y figuras de la Pasión, incluida la traición de Judas y la resurrección gloriosa, que atentamente capté.
Quizás no estuve conforme con sus respuestas y detalles, porque lo de morir Dios, el creador de todo, que yo asociaba en su morada de la montaña de Los Cedros, no me parecía lógico, aunque la gloriosa resurrección encajaba con la historia de una divinidad. Salí de la tienda y tomé acera arriba a investigar el asunto por la vecindad, porque yo siempre me recorría casa por casa. Pasé de largo por la primera casa, la de Juan Guerra y Francisquita Viera, porque pensaba que a lo mejor no me iban a responder a tal dilema, más aún con un maestro Juan, tan gago él, y una Francisquita no muy dada a la conversación. Así que fui a parar ante la que yo llamaba abuelita, Pepita Casas, la abuela de Fefo Navarro. Allí estaba como siempre su anciano esposo José Navarro, sentado, liando su cigarro de picadura morena y fuerte, como su faz de cientos de arrugas, curtida con el salitre en sus largos años de mar, porque había sido marino de los veleros y vapores de cabotaje, prueba que daba su viejo arcón que estaba en un rincón de la casa y que para mí era como una caja de sorpresas, cuando lo abrían sus nietos. Navarro tampoco me inspiraba confianza para hacer tal pregunta sobre la muerte del Señor. Sí su esposa Pepita, la que tanto afecto me daba y a la que yo le respondía como si fuera un nieto más: “Abuelita, dicen que mataron al Señor”. Su respuesta de “sí, mi niño… mataron al Señor”, vino a confirmar lo que me había dicho Chano El Indio y me había sido detallado por mi madre. “Pero… ¿quién mató al Señor?”. Pepita, con su amable tono, acusó a “los judíos, mi niño, los judíos…” Después del quién, mi interrogatorio continuó con el cuándo, el cómo y el porqué, que lógicamente no pude entender; aunque probablemente debió coincidir con los detalles y las figuras de la Pasión que mi madre me había narrado. Aún hoy, su hija, querida Luisa Casas, cuenta que salí acera abajo enfadado, diciendo entre dientes “estos jubíos que mataron al Señor”.
A mi deseo, por la tarde, mi madre me empaquetó -con las mejores ropas- con Fefo Casas y mi primo Pepe Luis Moreno, camino de la iglesia, al sermón de las Siete Palabras, a los cultos que acababan con aquella larga procesión del Santo Entierro. En pago a mi custodia les dio un par de pesetas para que compraran unas golosinas en el carrillo de los dulces o en el puesto ambulante de Sionita en La Alameda, que vendía todo tipo de productos azucarados (pirulines, tirajalas, caramelos…); o en la horchatería de Miguelito León, detrás de la iglesia, que ofrecía sabrosos mantecados de vainilla y coco o polos de fresa y limón elaborados por su familia con productos naturales, que quienes los probamos aún seguimos diciendo que nunca más otros sorbos de helados han sido igual. Ante tanta oferta yo lo tenía muy claro: sólo quería un chicle, producto novedoso que aún no había llegado a mi tienda.
Tres o cuatro cosas recuerdo de aquella mi primera experiencia en los cultos de Semana Santa de principios de los años cincuenta: la gran cantidad de gente que estaba dentro y fuera de la iglesia por la Rambla y La Alameda, el deseado chicle americano marca Bazooka y la penosa imagen del Señor muerto en el sepulcro de madera y cristal entre el estruendo de la matraca, accionada por el monaguillo Juanito el de las Manolas dentro de la ermita, que desprendía un intenso olor a incienso y a madera vieja de tea.
Del chicle que me compraron en el carrillo de los dulces les diré que mi impaciencia por saborearlo en un principio me desconcertó pues lo encontré tan dulce que pensé que me engañaban con un caramelo raro de goma, amenazándoles con que tal engaño se lo contaría a mi madre, que para eso les había dado el dinero. “Paquito, masca, masca… que es un chicle nuevo, no usado”, me decían apurados. En efecto, así fue, pues desconocía su sabor original ya que aquella novedosa golosina, hasta aquel momento, sólo la había saboreado de segunda boca, con lo que podemos dar una idea de aquellos años de escasez de tantos productos comunes y la consecuente higiene. Aún estaban implantadas las cartillas de racionamiento. La gente deseaba la llegada del “reparto” en aquel viejo y agonizante camión de gasolina, el Stuart de los Rodríguez Quintana. No obstante ya empezaban, poquito a poco, a llegar a las tiendas nuevos productos alimentarios como la mantequilla, la conserva… desconocidos en la década anterior, cuando para conseguir el café había que hacerlo en el mercado negro conocido como estraperlo; y cuando aún la moneda de cambio, a modo del trueque medieval o de las economías autárquicas, a veces eran productos de primera necesidad, como el millo o los huevos. Desde 1939 hasta 1951 el modelo de desarrollo económico del Estado español, empobrecido y aislado, era una autarquía económica, es decir, que pretendía producir dentro de sus fronteras todo lo necesario para su desarrollo, protegiendo su producción e importando lo mínimo. Y en el orden social se daban unas estrechas relaciones del aquel Estado dictatorial con la Iglesia denominado como nacionalcatolicismo.
La procesión del entierro del cincuenta y tres, recuerdo, fue muy larga, con muchos santos, unos detrás de otros, y apenas mi vista podía apreciar entre tanta gente de traje y corbata, faldas largas y velos… Apenaba la expresiva imagen de la Dolorosa con el puñal clavado en su corazón. Impresionaba la del Cristo Yaciente, coronado de espinas y todo lisiado en su sepulcro de madera y cristal, que para poderlo apreciar bien me tuvieron que elevar con los brazos. Tal como me aconsejó Pepita Casas, comprobé la figura lastimosa del Señor muerto, en su ataúd torneado, custodiado por guardias civiles, para una mayor solemnidad. Y qué guardias civiles aquellos de los largos bigotes, tricornios, con la boca del fusil hacia el suelo de aquellas calles de tierra, en paso marcial al son fúnebre de la banda municipal de música dirigida por el enérgico maestro don Buenaventura, el recordado Venturita Araújo, creador de una escuela de músicos locales. Conformaba este singular músico la quinta generación de una saga familiar de mucha historia en el pueblo, cuyo patriarca había sido aquel célebre sacristán e ilustrado gallego de capa y espada, que se estableció en La Aldea hacia 1740 y su padre, don Salvador Araújo, el alcalde y romántico gestor de los últimos años del Pleito de La Aldea.
Vinieron otras semanas santas, según fui creciendo, en las que se mantuvieron los mismos clichés. Eran los años de la expansión del tomate en La Aldea y los cultos atraían a mucha gente, a pesar de que se solía trabajar en los almacenes de empaquetado, incluso en horas del Jueves Santo. Recuerdo el recorrido de la procesión por La Palmilla, dar la vuelta por La Plazoleta e ir asomándose las mujeres para verla pasar, porque a lo largo de este trayecto había más de diez almacenes. De todas formas, La Alameda y la pequeña ermita se abarrotaban de gente, sobre todo mujeres procedentes de todos los lados de la isla, atraídas por la oferta laboral del sector.
Comenzaba con el atractivo Domingo de Ramos, del que hasta los años sesenta mantuvieron la tradición de los palmitos trenzados y las ramitas de olivo, luego se perdió hasta que hace unos pocos años se recuperó. La mayor parte de los que asistían a la misa mayor y la procesión llevaban hojas de palmitos sin apenas los complicados trenzados que hoy suelen hacer. Solíamos extraerlos del cogollo de palmas jóvenes. No recuerdo que la mayoría llevara palmitos tan decorados y con tantas filigranas. Yo los iba a buscar a La Hoyilla, a la finca de Pancho Marta, persona mayor que con tanta voluntad me los extraía con su hacha entre las mejores hojas del interior de su palmito. Siempre le tuve un gran afecto y le correspondía muy bien detrás del mostrador de mi tienda con generosas copas de ron a cambio de mil cuentos del paisaje y gentes de finales del siglo XIX.
La Semana Santa se ubica en el comienzo de la temporada del alisio. Al respecto les cuento cómo irrumpían en aquel entonces estas masas de aire tan necesarias en nuestra latitud geográfica. Hoy, como siempre vamos en coche o hay tantas casas, no las notamos tanto. Yo recuerdo que sus fuertes rachas y remolinos despeinaban nuestros cabellos de brillantina y agua florida que no conocían los sedosos champús y fragantes cremas acondicionadoras de hoy. El viento racheado arrastraba a su paso todo tipo de marullos, a la vez que formaba polvaredas en las calles entonces sin asfaltar. Sorprendía sobre todo a las mujeres, cuando salían en tromba de los almacenes a almorzar, muy apuradas y desprevenidas, con lo que el aire juguetón les levantaba por unos pocos segundos sus faldas, el tiempo suficiente para descubrir sus muslos tras unas rodillas donde las ligas mantenían unas medias oscuras de cordoncillo; visión instantánea para el género masculino, porque rápidamente las afectadas daban media vuelta y con las manos colocaban el traje en su sitio con más o menos efectividad, aunque siempre la vista masculina, poco o mucho, percibía la estampa erótica, lo que generaba el deseo tan prevenido desde el púlpito como pecado contra el noveno mandamiento. Y era así como el fresco y juguetón alisio, como la serpiente bíblica, por Semana Santa, llevaba una y otra vez a jóvenes y adultos al preceptivo confesionario para el pecado que menos arrepentimiento ha tenido desde los tiempos míticos del Paraíso Terrenal. Además, en el plano de las buenas sensaciones, cada Semana Santa, en su tiempo de silencio desde la Cuaresma, nos aportaba el primer dulzor de la tierra con el sabroso manjar del “míspero” del país, cultivado preferentemente en Los Cascajos y El Parral.
En las horas de los principales cultos de Semana Santa se producía una gran atracción humana en el centro del pueblo. Eran el pretexto o se aprovechaban para las relaciones sociales de la juventud en aquel marco social del nacionalcatolicismo. La estrategia más significativa era el paseo alrededor del quiosco de La Alameda -con la que salías el Viernes Santo te casarías, contaba la tradición oral-. Aquel paisaje humano podría dibujarse así: las muchachas cubiertas con el preceptivo velo y la ropa adecuada a la normativa eclesiástica (falda debajo de la rodilla, mangas sobrepasando el codo, cuello sin escote, medias en los pies…) y con el rosario y libro de misa en mano, paseaban en grupos por La Alameda con la vista disimulada pero precisa en el punto donde podría estar el pretendiente o el amor deseado; frente a los jóvenes que, bien paseando en sentido contrario o en punto estratégico de La Alameda, también planificaban sus deseos de relación.
Estas aglomeraciones y paseos coincidían primero con las horas de las confesiones previas a los días principales, con los días y las horas de los cultos y sermones del enérgico cura don Juan Quintero Suárez. Y se repetía con mayor o menor profusión en los “domingos y demás fiestas de guardar”.
La Semana Santa del pasado también era el tiempo de los ayunos y abstinencias de carne a excepción de los privilegios de las incomprensibles bulas. En fin, todas unas relaciones, creencias y actividades muy distintas, lógicamente, a las de hoy y que terminaban el Domingo de Resurrección con la misa y la Quema de Judas, que no tuvo el arraigo popular de otros lugares y que nunca llegué a presenciarlo, por lo que calculo que ya en los años cincuenta estaba en decadencia.
Nada más tengo que dibujar de este paisaje del ayer. Todo ello y más cosas que se escapan de nuestros recuerdos han quedado en esa etérea dimensión del pasado que nuestra generación evoca, la cuenta y la pinta según le fue. No sé si la mía, con el respeto a las creencias y formas de pensar de cada cual, habrá sido del agradado del lector.