Revista n.º 1065 / ISSN 1885-6039

La Laguna.

Jueves, 19 de julio de 2007
Richard F. Burton
Publicado en el n.º 166

Aunque la ciudad de los cocineros (como los ciudadanos de La Laguna son llamados por los hijos de Santa Cruz), tenía sus calles anchas y regulares, y la amplia ciudad estaba bien aireada mediante cuatro plazas, su aspecto completo era muy sugestivo. Ellos (los laguneros) llamaban, como reproche, a sus hermanos rivales chicharreros, o pescadores del chicharro (caballa, Caranx cuvieri).

Imagen de finales del siglo XIX de la Catedral de La Laguna.

Una buena mañana mi señora y yo salimos en carruaje hacia San Cristóbal de La Laguna. El camino de los coches, una buena carretera moderna, en forma de sacacorchos, comunicaba Santa Cruz con La Orotava (…). El trayecto era de 8 kilómetros de largo y se tardaba una hora y media en su recorrido. Era una empinada cuesta en forma de zigzag hasta los 2.000 pies de altitud. Su primer tramo era en línea recta. A cierta altura se encontraba la villa de Meter Pindar (el doctor Walcott), nuestro compatriota que convirtió en himno las pulgas de Tenerife. Yo hubiera apoyado a las de Tiberias. El terreno era árido. Estaba expuesto a los vientos violentos del tórrido nordeste. Su producción principal era el cactus, un monstruo fantástico con gruesas hojas ovales y aparentemente desnudas, pero con espinas y picos. Aquí y allá se veían columnas de pequeños camellos sarnosos. Cada uno llevaba unas 500 libras de carga. Caminaban por montes y valles. Todo en conjunto le daba un aspecto beduino a la escena. Los camellos habían sido introducidos desde África por Jean de Bethencourt, apodado el Grande. Comentábamos la desnudez del paisaje del lado sur de la isla, cuya riqueza era la cochinilla y las destiladeras, o filtros de lava porosa. Salvo las plantas más duras, en este lado de la isla pocas podían vivir: los espinosos y lechosos cactus, los cardos, los alóes y las higueras. La tabaiba (Euphorbia canariensis), localmente llamada cardón, comparadas por algunos con el candelabro de El Cabo. Los guanches la utilizaban para drogar (dormir) a los peces. Esta lechosa planta con su jugo cáustico, viscoso y virulento, tenía de compañera un pequeño arbusto cuyo efecto corregía, y que seguramente ha dado pie a la formación de la fábula isleña de la fuente gemela. La primera mataba al viajero por una especie de risus Sardonicus, salvo que usara la otra como cura. Una serie de cruces colocadas en cada pared y sobre promontorios, un castillo destartalado, un largo camino en zigzag para carruajes, contruido en forma de macadam de una manera deficitaria, con atajos más antiguos para los caballos y el puente Zurita sobre el barranco de Santos -un viejo puente reconstruido- conducía a La Cuesta, desde donde se divisaba hacia abajo la Vega de La Laguna, la nativa Aguere.

Panorámica de La Laguna. 1888. FEDAC.

“La noble y antigua ciudad San Cristóbal de La Laguna” fundada el 26 de julio de 1495, el día de San Cristóbal por Alonso Fernández de Lugo, quien yace enterrado en la capilla de San Miguel de las Victorias, en la iglesia de la Concepción. El lugar era una antigua corriente de lava, procedente de un cráter mucho más antiguo, en un principio bajo tierra. La corriente de lava más reciente -una amplia lengua que fluye de norte a sur, adornada por pequeños cráteres- la habíamos remontado por el camino de los coches. Después de la lluvia, el lago de La Laguna reaparece con barro y lodo, y los vientos del nordeste y del suroeste confluyen sobre el borde donde nace la ciudad provocando abundantes lluvias. (…) La temperatura media anual es 17º C y la sensación es de frío. La altitud es de 530 metros sobre el nivel del mar. Este lugar y La Orotava escaparon de la fiebre amarilla de octubre de 1862 que causó 616 víctimas.

La Laguna nos ofrecía un amplio estudios de casas señoriales medievales, de iglesias coloniales, de ermitas o capillas, de altares, y de conventos ahora abandonados, pero una vez repletos de franciscanos, agustinos, dominicos y jesuitas. Estos establecimientos tuvieron que ser muy ricos (…).

San Agustín, con su pequeño campanario negro, nos mostraba un Christus Vinctus de la escuela sevillana y el instituto o colegio del antiguo monasterio contenía una biblioteca de libros antiguos y valiosos. La Concepción guardaba un cuadro de San Juan que en 1648 sudó durante cuarenta días. La blanca y negra catedral, erizada con gárgolas en forma de cañón, detalle arquitectónico común de estas regiones, aún poseía el fino púlpito de mármol de Carrara enviado desde Génova en 1767 (…). En la sacristía estaban las ricas vestimentas usuales y otras curiosidades clericales. La ermita de San Cristóbal, construida sobre un lugar histórico, estaba adornada como era usual por un gigante portando un pequeño infante. Había una amplia explanada o Corso, casi desierta: la plaza del Adelantado o del conquistador Lugo. Las armas de este último, con su lanza y estandarte, se mostraban en el Ayuntamiento. No me pareció admirable su divisa o lema de caballero:

                                        Quien lanza sabe tener,
                                        Ella le da de comer.


Conquistar y ganarse el pan no deberían aparecer unidos en el mismo lema. Allí también estaba el escudo de armas de Tenerife, concedido en 1510; el Arcángel San Miguel, que había favorecido al invasor, permanecía sin asarse sobre el “vómito de fuego del pico Nivariense”. Esta gran visión de la montaña vigilada era la que había dado pie a los satíricos versos de Viera:

                                        Miguel, Ángel Miguel, sobre esta altura
                                        Te puso en Rey Fernando y Tenerife;
                                        Para hacer del azufre y nieve fría
                                        Guardia, administrador y almoxarife.


Palacio de Nava. Finales del XIX. FEDAC.
Las desiertas calles eran rectas, largas y con cunetas centrales sucias. Algunas de las casas de piedras eran altas, grandes, sólidas y solariegas, como la del Conde de Salazar, la enorme y pesada vivienda de los marqueses de Nava, y las mansiones de los Villanueva del Prado. Pero la fiebre amarilla había ahuyentado a la mitad de la población -10,000 almas, que podrían fácilmente haber sido unas 20,000- la cual había tapiado sus casas al extraño curioso. La mayoría de ellas, revestidas y con pórticos adornados de floridos pilares, eran meros artilugios que se abrían sobre la nada, y solamente los enormes blasones heráldicos indicaban que alguna vez habían tenido propietarios. Mezclados con estos “palacios” había casas terreras y viviendas pobres y enmohecidas, cuyos herrajes oxidados, tablones astillados y ventanas rotas le daban una apariencia auténticamente triste y tétrica. El único movimiento evidente era una tendencia a gravitar en los tejados. El crecimiento vegetal más importante, favorecido por el aire cargado de vapor, estaba integrado por las hierbas en la vía pública, el musgo en las paredes, y las gruesas malas hierbas sobre las tejas. El verode (Sempervivum urbium), traído de Madeira, había sido descrito por primera vez por el “talentoso sueco” profesor Smith, fallecido en el río Congo. Finalmente, aunque la ciudad de los cocineros (como los ciudadanos de La Laguna son llamados por los hijos de Santa Cruz), tenía sus calles anchas y regulares, y la amplia ciudad estaba bien aireada mediante cuatro plazas, su aspecto completo era muy sugestivo. Ellos (los laguneros) llamaban, como reproche, a sus hermanos rivales chicharreros, o pescadores del chicharro (caballa, Caranx cuvieri).



Fragmento tomado de To the Gold Coast  for Gold, de 1883, de Richard F. Burton. Está sacado de Mis Viajes a las Canarias, del mismo autor, editado por Nivaria Ediciones en 2004.


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