Había visto pasear en cubierta a algunos desalmados con cara de fanfarrones y bien pertrechados de armas, y eso le ponía muy nervioso. Pasaba los días angustiosamente, casi aferrado a su camarote sin apenas subir a cubierta por miedo a que durante su ausencia sus onzas de oro le desaparecieran como por arte de magia.
Había nacido D. Fulgencio en Garafía, en el tranquilo barrio de Franceses, pero desde muy temprana edad sus padres se trasladaron a vivir a Las Tricias, donde habían adquirido algunos terrenos y una vieja casita en Buracas.
Apenas tendría dieciocho años cuando emigró a Cuba. Trabajó muchos años allá en Pinar del Río, en el cultivo del tabaco, pero más tarde con sus ahorros adquirió un negocio situado en el Malecón, una calle en pleno centro de La Habana, y se dedicó, por completo, al comercio del azúcar.
Fueron muy buenos años los que por esa época se vivieron en Cuba y la exportación de azúcar a Estados Unidos fue tan floreciente que amasó una considerable fortuna.
Casó con doña Elvira, mujer de noble familia cubana que, cuarenta y cinco años antes, había nacido del Cienfuegos. A los seis años de casado, Doña Elvira enfermó gravemente y a los pocos meses murió sin tener hijos.
Tendría setenta años cuando pensó que lo mejor sería pasar el resto de sus días en Las Tricias. Desde La Habana soñaba con adquirir allí una vieja casona que, por aquellos tiempos, su propietario, residente por aquel entonces en La Habana, había puesto en venta. En el pequeño puerto de Santa Cruz de La Palma lo esperaban sus dos sobrinos, Miguel y Ernesto.
Ese día, debido al mal tiempo reinante del Sur, el Roca del Mar tardó más de una hora en poder fondear en la bahía. Por fin, como de costumbre, algunas lanchas de pescadores se acercaron a la borda del velero para recoger a los pocos pasajeros que desembarcan en el puerto, pues el resto de ellos tenía como destino Tenerife y Las Palmas.
Un hombre elegante, aunque ya entrado en años, pelo semicano, sombrero pajizo en mano y blanca guayabera se destacaba entre el resto de los pasajeros de la lancha que a tierra lentamente se acercaba. "¿Debe ser el tío Fulgencio?", comentó Miguel a Ernesto. Ya en tierra vio que dos muchachos se acercaban a él con intención de saludarlo.
- ¿Ustedes deben ser mis sobrinos?
- Sí, tío -contestaron-. Este es Miguel y yo soy Ernesto.
Un fuerte abrazo selló el primer encuentro de Fulgencio con sus sobrinos. La obligada pregunta por la salud de los otros familiares amenizó el diálogo. El resto de la conversación giró en torno a informarse mutuamente de los últimos acontecimientos acaecidos tanto en Las Tricias como en La Habana.
Una carro tirado por dos hermosos caballos negros había sido alquilado, por sus sobrinos, para trasladar al tío Fulgencio hasta Las Tricias.
Después de hacer noche en la pensión, conocida en aquella época como la pensión del tío Grelo, en Los Llanos, y tras cambiar el carro por caballos y mulos diestros en camino de herradura, al día siguiente, tras una breve parada en El Time para contemplar el hermoso paisaje y revivir recuerdos de juventud, los caballos y mulos en los que viajaban tío y sobrinos arribaron al barrio de Las Tricias, donde el vecindario, casi al completo. agasajaron con un cálido recibimiento donde la carne asada del recién matado cerdo, preparada a tal fin, y el vino de tea dio luz y colorido a tan emotiva celebración.
Instalado D. Fulgencio en la vieja casita, herencia de sus padres, después de un buen rato de distendida conversación con sus familiares, se despidió amablemente de ellos con un "hasta luego, familia".
No más el último de ellos se había alejado del su hogar cuando ya D. Fulgencio sacaba de dentro de uno de los baúles que de Cuba había traído, una bolsa llena de monedas de oro que escondió en un recóndito lugar bajo el piso de su casa.
Muchas y muchas noches, allá en La Habana, había pensado en este especial escondrijo para su oro, y muchas y muchas noches desde Cuba pensaba en qué y cómo iba a gastar el oro que había adquirido con arduo esfuerzo.
Transcurrieron varios años desde que D. Fulgencio regresó de Cuba. Había comprado la vieja casona con la que soñaba allá, y en ella se instaló después de amueblarla con los mejores enseres de la época. Adquirió más de veinte fanegas de terreno de almendros más otras tantas que tenía sembradas de higueras y viñedos. Poseía varios caballos y las mejores vacas y toros de la comarca.
Con el paso de los años su capital fue creciendo y creciendo. Los viñedos, almendros e higüeros, cuidados con esmero por sus honrados medianeros, rentaban lo suficiente como para que D. Fulgencio no tuviese que gastar el oro. Con el paso de los años, la riqueza de D. Fulgencio despertó la avaricia de sus dos sobrinos cuando supieron, por boca de D. Leoncio, otro vecino del barrio de Las Tricias que no hacía mucho había llegado de Cuba, que D. Fulgencio era muy rico por allá y que, según se comentaba en La Habana, su fortuna en oro la había traído a Canarias en monedas onzas y centenes.
- ¿Dónde tendrá ese oro escondido? -era la pregunta que a diario se hacían lo mismo Ernesto como Miguel-.
Tanto uno como el otro vigilaban constantemente los pasos de su tío por ver si este se descuidaba y dejaba al descubierto su tesoro.
Una tarde, cuando D. Fulgencio regresó a su casa, después de haber realizado un paseo a caballo por los hermosos caminos de Las Tricias, encontró toda su mansión revuelta, como si alguien estuviese buscando algo. En principio creyó que habían sido sus criados, pero después comprobó que no, al darse cuenta de que en el suelo de una de las habitaciones estaba el reloj de bolsillo, que él mismo había regalado a Ernesto.
En otra ocasión también observó que en las caballerizas se habían movido algunas piezas del dornajo de los caballos. Asimismo comprobó, cierta tarde, que en el lagar habían levantado la piedra.
Lo que no sabían ellos era que Chicho, un joven del barrio de Las Tricias, los estaba espiando constantemente a raíz de haber observado que buscaban y rebuscaban día a día, tanto en los aposentos de su tío Fulgencio como en los viejos pajares y bodegas de su propiedad.
Era Chicho un joven del Tablado, aunque hacía años que vivía en Las Tricias, de buena familia, honrado, alegre y divertido. Tenía como profesión la de guardia jurado, razón por la que conocía minuciosamente cada rincón de la comarca. Dicharachero, pero no alcahuete. Sabía de la vida pública y oculta de las gentes del barrio de Las Tricias, pero no comentaba nada con nadie.
Llegó un día en que D. Fulgencio, ya muy mayor, enfermó. Una noche su estado de salud empeoró. Acudieron sus sobrinos a Puntagorda en busca del médico del pueblo. De regresó, cuando cruzaban el barranco de Las Tricias, el galeno contó a sus sobrinos de la gravedad de la enfermedad de su tío.
A partir de ese día, tanto Miguel como Ernesto no se apartaban de la cama de su tío. Cuando Miguel se quedaba al cuidado del tío, acercándose al oído de D. Fulgencio, preguntaba:
- ¿Dónde está el oro, tío?
Mas D. Fulgencio por respuesta daba un profundo suspiro; pronunciaba concientemente, para que su sobrino no se enterada, unas incomprensibles palabras y se hacía profundamente dormido con el fin de que no le preguntaran más. De igual forma vigilaba Ernesto la ausencia de Miguel para hacerle a D. Fulgencio la misma pregunta. Mas la contestación era idéntica.
Murió D. Fulgencio sin que sus sobrinos supiesen donde tenía su tesoro.
Cuentan, algunos vecinos de las Tricias, que cuando una persona muere sin decir donde tiene el oro, por las noches una luz de ultratumba se posa sobre el escondrijo en señal de aviso a sus familiares, para que vayan a sacar el tesoro de ese lugar. Incluso se comentaba, entre los clientes del bar de la plaza, que un tal Julián, del Roque del Faro, todas la noches veía una luz dentro de una cueva y que esa luz le condujo al lugar en donde su abuelo, muerto ochenta años antes, dejó escondido el oro.
Sabedores tanto Miguel como Ernesto de esta y otras historias, ambos creyeron a pie juntillas que la misteriosa luz ya andaba por el barrio. Noche tras noche, sin faltar una, salían de sus casas, con la ilusión de que la esperada luz les indicase el lugar en donde su tío había dejado enterrado el tesoro.
No quería Ernesto que Miguel supiese de sus nocturnos pasos en busca del tesoro. De igual forma procuraba Ernesto que Miguel no se enterase de sus nocturnas andanzas. Lo que no sabían ambos era que Chicho los vigilaba y conocía cada uno de sus pasos. Observaba Chicho que tanto Miguel como Ernesto levantan piedra a piedra el suelo de las casas y propiedades de su tío.
Al final, una noche Ernesto descubrió a Miguel en sus andanzas y Miguel a Ernesto en las suyas, pero jamás hubo comunicación, sobre este asunto, entre ellos.
Esta ansiedad por encontrar el tesoro se veía incrementada por Julia, la mujer de Ernesto, que preguntaba a su marido por el oro. Soñaba ella con disfrutar del dinero que el viejo Fulgencio, con tanto sacrificio, había obtenido en Cuba y no consentiría jamás que Miguel se apoderase del tesoro que ya consideraba como suyo. Mientras tanto Chicho se concentraba pensando en qué forma divertirse a costa de estos dos avaros sobrinos.
Dándole mil vueltas a su cabeza, se le vino a Chicho una genial idea: frente a un viejo pajero situado en los terrenos que había sido propiedad de D. Fulgencio, existía, y existe, una alta pared de piedra seca. Entre la pared y el pajero hay una distancia considerable así que Chicho colocó un cristal de botella en lo alto de la pared, y después de hacer varias experiencias y pruebas logró que la luz de la luna proyectara un rayo de luz en el cristal de botella que a su vez se reflejaba en los cristales de la puerta del viejo pajero.
Después de haber preparado cuidadosamente este artilugio, esperó pacientemente a que Ernesto o Miguel, en sus nocturnas andanzas, se percataran de una luz en la puerta del pajero. Noche tras noche, con su acostumbrada paciencia, vigiló cuidadosamente a ambos.
Inesperadamente, una noche de luna llena, vio cómo Miguel acudía con acelerado paso al pajero provisto de pico y azada. Chico, tras unos matorrales, podía observar claramente cómo el rayo de luz desde la pared se proyectaba en los cristales de la puerta del viejo pajero. Esperó impaciente, vio a Miguel abrir con rapidez la puerta y comprobó que, al abrir la luz, dejó de reflejarse. Miguel cavó y cavó afanosamente durante toda la noche. Lo hizo de mil maneras. Le habían dicho que una moneda de oro atraía a la demás y por ello sacó la que a tal fin en el bolsillo llevaba, para que le sirviese de imán. Pero nada consiguió. Triste, aburrido y cabizbajo regresó casi al amanecer a su casa.
Pasados varios días, y cuando la luna alcanzó un punto en el firmamento, volvió a enviar su indirecta luz al pajero. Esta vez fue Ernesto el que vio la luz. Rápido como un galgo tras su presa corrió hacia su casa, jadeante apenas sin aliento, lo comunicó a Julia, su mujer; de inmediato corrió al cuarto de aperos y, cargado con azada, pico y pala salió en dirección al pajero. Apenas entró, se dio cuenta de que todo allí estaba revuelto. El piso había sido levantado y había huecos excavados en las paredes. Alguien había estado destrozándolo todo. Una rabia incontenida se apoderó de su alma. Después de proferir una y mil maldiciones ya se disponía a marcharse cuando vio, casi por casualidad, la moneda de oro que se le había extraviado a Miguel. Este hallazgo le confirmó que Miguel ya se había apropiado del tesoro y, con las prisas, había dejado olvidada una moneda. En ese mismo instante un sudor frío recorrió todo su cuerpo y un arrebato de soberbia se apoderó de él.
Llegó Ernesto a su casa a eso de las tres de la madrugada y no le fue necesario abrir la puerta de la casa porque ya Julia, su mujer, estaba esperándolo con la ilusión puesta en las muchas monedas de oro que su marido de seguro traería. Cuando Julia oyó el relato de Ernesto, su rostro quedó petrificado y una intensa palidez le recorrió todo el cuerpo. Marido y mujer pasaron el resto de la noche en vela preparando una estrategia que le permitiese robar a Miguel su tesoro. Entre las mil y una ideas que por sus cabezas pasaron, al final se decidieron por la que más efectiva les pareció.
- Tienes que utilizar tus armas de mujer, Julia - le dijo a su mujer-.
Era consciente Ernesto de que Julia poseía una escultural figura realzada por los veinticinco años de su juventud. De agraciado rostro y hermosa cabellera negra, era Julia la reina de la belleza de todo Garafía. Había observado Ernesto que Miguel se quedaba atónito ante la presencia de Julia, aunque él procuraba disimularlo en todo momento por respeto a su primo.
- ¿Qué quieres que haga? -contestó Julia-.
- Simplemente quiero que le incites y le seduzcas, pero llegado el momento, le pides que te confiese en qué lugar tiene escondido el tesoro. En cuanto se confiese lo abandonas y huyes del lugar.
El primer día, Julia, fingiéndose encontrar mal, mandó a su criado a casa de Miguel en busca de auxilio con el pretexto de que su marido no lo podía hacer porque estaba vendimiando, arriba, en el Topo de Mago.
- Dice Doña Julia que si puede Vd. ir a su casa porque se siente muy mal -comentó el criado de Julia a Ernesto-.
- De inmediato voy -contestó-.
Mientras que Miguel acudía a auxiliar a su prima, Ernesto registró la casa de Miguel paso a paso, en busca del tesoro, pero por mucho que buscó el oro no apareció por ninguna parte.
Julia, acostada en su cama, fingía sentirse mal e insinuaba e incitaba para que se acostara con ella al objeto de ganar tiempo suficiente para que su marido registrase la casa de Miguel. A partir de este momento, Ernesto vigilaba noche y día a Miguel convencido de que éste acudiría al lugar donde tenía el oro escondido.
El fracaso de Ernesto no convenció a Julia que, utilizando ahora y definitivamente sus armas de mujer, trató de seducir a Miguel. A tal fin se acercó a su casa en inesperada visita y le habló de lo mal que se encontraba. Le dolía el vientre, según ella, y para que Miguel lo comprobara se fue sacando una a una sus prendas de vestir hasta quedarse completamente desnuda. Su esbelto cuerpo, a la luz de la vela, se reflejaba en la pared de la habitación. Miguel se sintió en ese momento irresistiblemente atraído por la mujer de su primo e intentó acercarse a ella con ademán de besarla, pero ella repentinamente le atajó diciéndole.
- Si me das tu oro, abandonaré a Ernesto y seré tuya para siempre.
- ¿Qué oro? -respondió Miguel-.
- El oro que te encontraste en el pajero.
- Te juro que no he encontrado oro alguno -repitió Miguel, al mismo tiempo que se daba cuenta de la estrategia-.
- Si lo sabes, acércate a mí, cariño, bésame, abrázame.
Miguel intentó acercarse aún más a ella, pero por segunda vez fue rechazado. En ese momento se dio cuenta de la estrategia de Julia y gritó con rabia:
- ¡Vístete y márchate de aquí!
Salió Julia enfurecida de la casa de Miguel y contó a su marido lo ocurrido. Éste, en el paroxismo de su soberbia, iluminó su mente con una macabra y espantosa idea. Provisto de su escopeta de caza, la cargó con dos cartuchos y, como alma que lleva el diablo, corrió a la casa de Miguel. Serían las dos de la madrugada cuando llamó a la puerta de éste con incontrolada insistencia. Miguel, casi a medio vestir, abrió sorprendido.
- El oro... o te doy dos tiros ahora mismo -le gritó Ernesto-.
- Te juro que yo no tengo el oro -dijo con voz de terror Miguel-.
- Te lo digo por segunda vez: dime el lugar donde lo has escondido o te vuelo la cabeza ahora mismo -le volvió a gritar con furia-.
Miguel cayó de rodillas a los pies de Ernesto e imploró. Dos disparos de escopeta retumbaron en la tranquila noche de Las Tricias. Miguel cayó por tierra muerto, justo a la puerta de su casa.
Su ensangrentado cuerpo fue hallado, por un vecino, a la siguiente mañana. Varios días tardó la guardia civil en localizar a Ernesto. Chico, conocedor del desmedido interés de Ernesto y Miguel por el oro de su tío Fulgencio, comunicó sus sospechas en el juzgado. Se creyó culpable de la broma gastada a Miguel y a Ernesto con la luz del pajero.
El día del juicio, en el que comparecieron Ernesto y Julia, el ministerio fiscal acusó a Ernesto de un delito de homicidio en primer grado y a Julia con diez años de cárcel por encubridora. La sentencia comenzó así:
Debo condenar y condeno A Ernesto Pérez Martín a cuarenta años de prisión por...
En esos momentos una voz irrumpió en la sala. Era la presencia del padre Justo, un anciano sacerdote del pueblo de Garafía quien, agitado y con voz de cansancio, gritó: “
- ¡¡¡El oro de D. Fulgencio lo tengo yo!!!, ¡¡me lo entregó horas antes de su muerte con la condición de que lo repartiese entre los pobres de Garafía!!