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Miércoles, 24 de Diciembre de 2008
Cirilo Leal Mújica
Publicado en el número 241
Transcurren apacibles los días de la existencia del icolaltero Alejandro Llanos Domínguez. En familia y entre los amigos del pueblo realejero. El recuento de los días, el balance de lo vivido, los disfrutes y las amarguras. La compleja y enigmática amalgama de la existencia. Es un hombre de poderosa fe en la patrona de su pueblo, la Virgen del Buen Viaje, la que le tiende el puente mágico del presente a la orilla del misterio. Sabe que en los años vividos se ha impregnado de grandes sentimientos, emociones y reflexiones sobre su papel en el tiempo que el azar le destinó. Los rojos estaban cerca de nosotros. Nos hablábamos y nos pasábamos cigarros unos a los otros. Ellos decían: ¡Canario, échame un cigarro! Nosotros sabemos que vosotros están igual que nosotros, aquí por fuerza.
La Virgen del Buen Viaje. “Venía mucha más gente que la que viene ahora. De ese sur venían muchos. De San Miguel, de Granadilla, del Valle, de todos esos sitios venía gente. Más gente que ahora. Venían por la cumbre y el que tenía coche llegaba hasta el Realejo porque hasta aquí no llegaba la carretera. Tenía mucha devoción porque todo el mundo le hacía promesas y venían a pagársela. Muchos también venían a la fiesta, a los ventorrillos y a los bailes. Mucha gente. Montones de ventorrillos, más que hoy. Las ventas eran contadas. Las turroneras venían de Tacoronte, por donde quiera que había una fiesta ahí estaban las turroneras. Parrandas de guitarras y violines tampoco faltaban. Donde quiera se hacía un baile. La bandera siempre se ha entregado a la comisión de fiesta nueva, con banda de música. Era bonita la entrega de la bandera, mucha gente acompañando a la bandera. Esta fiesta nunca se acabará. Mientras yo viva no quisiera que se acabe. A la Virgen la quiero, hay quien crea y hay quien no crea, pero yo a la Virgen si la quiero, si señor, y siempre le doy, siempre. Yo la quiero… y hay quien no. Pero cada cual le da su cuenta a Dios”. |
“La guerra de España me la gocé de lo primero a lo último. Estuve siete años. Me llamaron de diecisiete años. Estaba trabajando de peón en la carretera que venía del Realejo al Lance. Me trajeron la papeleta. A los quince días, al cuartel. No tenía ni instrucción ni sabía tirar un tiro y me llevaron a la guerra. En la guerra me estuve tres años y después otro cuatro años más en Santa Cruz y en Las Galletas. Caminé muchos pueblos de España y vi muchos muertos. Me acuerdo de estar en una trinchera, una zanja rodeada de vergas con picos. Los rojos estaban cerca de nosotros. Nos hablábamos y nos pasábamos cigarros unos a los otros. Ellos decían: ¡Canario, échame un cigarro! Nosotros sabemos que vosotros están igual que nosotros, aquí por fuerza. Yo les decía que vinieran por los cigarros que no los íbamos a matar y venían por los cigarros. Nos hablábamos y nos cambiábamos las cosas no habiendo combate. Lo malo es que hubiera algún traicionero y disparara. De allá o de nosotros. Había gente buena y gente mala que le gustaba tirar y matar. Gracias a Dios yo no alcancé nada. Vi muchas calamidades. Muchas. Pero hambre no se pasó en el frente. Nos daban potaje, carne, de todo. El hambre se pasó atrás, en los pueblos. Metidos en esas trincheras el agua llegaba hasta las rodillas y amanecer metidos dentro del agua. En el invierno eso llovía que daba miedo. No pocos aviones pasaron por encima de la cabeza de uno tirando bombas. Esconderme debajo de una piedra o en media de unas guías para ver si escapaba. Muchos compañeros míos murieron y a muchos se los llevaron a las clínicas, si podían, allí no los dejaban morir”.