Te he llevado durante veinte años como un “objeto” perteneciente a otra edad. He gastado parte de mi vida en olvidarte, porque el olvido es un sanalotodo. En recordarte, en huirte y perseguirte han pasado mis años lejos de ti.
Siempre que iba a verte iba con temblor. No de miedo, sino de expectativa. Porque estaba segura de que incurría en un riesgo: el de darme de bruces con quien fui. Y en ningún lugar he sido tantas veces feliz o desdichada.
He sido desarraigada por la fuerza, pero mis raíces han cruzado en sueños el fondo del mar hacia ti, para encarnarse en tu tierra, en mis semillas.
Había olvidado que seguías ahí, pueblo mío, sin el calor de mi risa, sin que mis ojos contemplaran los laureles de tu plaza y mis oídos se recrearan con tu arrorró de madre, con el sonido de tus adoquines de platino.
Pero de pronto, Él dijo: ¡Hay ciudad, hay pueblo, hay espacio! Vívelo, siéntelo, mímalo, recuérdalo y tráemelo. Entonces todo mi ser se pobló de colores, olores y sabores.
Te echo de menos, aunque echar de menos siempre no es sensato. Es una tentación muy grande de volver la cara, el corazón, aún sin querer, aunque me haya prohibido mirar atrás para no convertirme en estatua de sal.
El presente tiñe con su dicha el pasado. Porque, en el fondo, no existe el tiempo. Sólo lo mide el latido del corazón. Ese instante lo es todo.
¡Cómo revives en mi memoria! Te desperté en mi ensueño, despertamos juntos al placer de recordarnos.
Te comunicaste conmigo para contarme cuánto me extrañabas. Me recordaste que fue el lugar donde escribí mi primer cuento, donde leí con adoración a Cervantes, y donde admiré mi primer libro de Neruda que compré por trescientas pesetas con una emoción que recuerdo aún; donde oía por las noches a “El loco de la colina” y soñaba; donde entre las mieses oí un “te adoro”; que fuiste el grano de mi vida. ¡Tantos libros! ¡Tantas cosas!
Ahora recuerdo mis amores, mis risas, mis amistades. Lo recuerdo todo, lo veo todo, veo a todos. Con melancolía, pero sin nostalgia.
¿Recuerdas cuándo hacía trapecismo por tus canales de agua? ¿Y cuando hurtaba las moras en junio o las naranjas y los culantrillos de pozo en Navidad? ¡Cómo me divertía amenazando a calabazas y bubangos de muerte! Jugueteando con las amapolas o saboreando los higos tintos rojos como el amor que te tengo y los recuerdos que me provocas.
Hoy vuelvo a ti, pueblo mío, para atraparte definitivamente, para sentir eternamente tu olor, tu palpitar, tu amor, e instalarte definitivamente en mi pecho. Sabes que soy tuya, aunque sea el testimonio más desgarrador que conoces.
Con el agua bienhechora que surge de tus manantiales nacidos del Monte del Agua y Pasos, saludas a los que en invierno te visitan con espléndido, incomparable escenario. Tus calles se entrecruzan con callejones que nos recuerdan a Casanova buscando entre la noche su próxima conquista..., tus caminos, tus veredas, tus senderos llenos de laurisilva y fayal-brezal, cascadas, montañas amputadas por la extracción de áridos, charcas y caseríos brindan reposo y calma al caminante e invitan a descifrarte, a admirarte y a sentirte.
Pueblo sin sol y sin humos, con olor a laurel, a naranjas, a infancia, a licor de ruda y a rosquetes recién hechos. Pueblo de artesanos, bordadoras, maestros, marinos, filólogos célebres, curas, médicos, costureras, actores de teatro, cuentacuentos, atletas, soñadores y enamorados legendarios.
Quiero recordar, con el peso de todo el tiempo ido, tu sobrenombre de ingenioso, tu mar, tus frondosos platanales y tu origen de menceyato.
Te poblaste por la dulzura, Daute mío, que atrajo a nuestros hermanos canarios pero también a portugueses y genoveses, catalanes, extremeños, gallegos y asturianos que dejaron una cinta de suspiros, amén de castellanos ante quien Rosmén -como último mencey de Daute- se sometió sin haber disparado un banot, deshonrando el cetro en su cobardía.
Encierras en tu nombre al trigo, a la tazmía y a los viejos alhondigueros, pero también encierras mi corazón, mi infancia, mi primer amor, mis primeros tanteos de poeta...
Ya sé, también te duele mi ida, pero conoces que emigré, como siempre lo han hecho tus hijos, para hacer realidad mis sueños, sueños de vida y de libros, de viajes, de la bondad y la crueldad, de la amistad y la amenaza, de padecer y amar... que han hecho cambiar infinitas veces mi rostro, mi alma.
Ahora tengo nuevos códigos en mi alma.
Y hoy también regreso a ti como a la madre que eres para chupar tu savia, tu olor, tu paz. Siempre supe que tenía dos obligaciones sagradas como los poetas: partir y regresar.
Recuerdo cuando, en verano, contemplaba el mar para traer al mundo infinito, para soñar. La espuma blanca y sagrada me traducía la belleza que veía en otros mares, belleza que yo quería pintar, y he pintado, con sus acantilados y aves marinas refugiadas en ellos.
Hoy ese mar pertenece a innumerables ojos nuevos... pero encierra en sus rocas los objetos preciosos que me enseñó.
Quería reconocerte para contar a los demás tu belleza, para legar mi gran patrimonio de sensaciones. Son, en último término, fragmentos íntimos y universales atrapados en mi retina. Aquí están. Es poco lo que doy, lo que te devuelvo, sólo mil gracias por haberme nacido.
Pienso con alegría que cuanto he vivido y ahora escribo sobre ti ha servido para acercarnos.
Hace dos días he vuelto a recorrerte, a admirarte, a sentirte. Todo tiene voz y es silencio, todo está detenido en un instante, todo parece esperar. Tu saludo está envuelto de árboles que reverencian. Tu entrada invita a conservar en la retina cada milímetro de tu espacio.
Vuelvo a calles de mi infancia, calles adornadas de alfombras florales en Corpus. Entro en la parroquia del siglo XVI y contemplo -es ya un ritual- las sencillas pinturas de la escuela canaria y los objetos de orfebrería enviados por los emigrados a América.
Al salir, de espaldas a la fachada, el Convento de las Bernardas, la biblioteca pública y las escaleras de mi escuela, ahora iglesia en funciones. Saludo a mi plaza, en otra época cubierta sólo de tierra y alegría de ajijides, arcos de fruta y lega. Admiro su tabladillo, intento reconocer a los jubilados sentados bajo la sombra de los árboles, la casa del cura, el bar de la esquina, el casino, la gasolinera, el auditorio municipal, el nuevo instituto. Subo a la montaña Aregume y ¡mi casa!
La casa, para cada uno, es el sitio donde se le espera o donde cada cual se encuentra consigo mismo, en una intimidad que fuera había perdido: el rincón preferido, el tenedor o el tazón de leche favoritos...
Nunca recuerdo la casa donde pasé mi niñez. No fui feliz en ella ¿O sí lo fui? No tengo constancia de mi felicidad allí. Pero aquellos momentos me resultan ahora tan dulces y bellos, que me parece mentira.
Vuelvo la cara y veo a una niña leyendo un cómic; a una adolescente sentada en el suelo con la espalda apoyada en la pared y enfrascada en un libro; a una joven absorta, enigmática, en un sillón del salón y ante un libro.
Me consolé y disfruté con la lectura. Me refugié de la envidia y escapé de la soledad: Quedéme y olvidéme...
Mi casa se convierte en una película. Se entrecruzan imágenes infantiles ocurridas en mi estación favorita, el verano.
La ventana de mi cuarto daba al infinito, a los sueños de emigrante. Yo escribía pésimos poemas en aquel cuarto luminoso. Evoco el patio pequeño y cuadrado lleno de plantas, claveles y geranios de todos los colores; desde la azotea yo miraba las montañas, el mar, las plataneras, el paraíso. Recuerdo andar descalza sobre las baldosas; comer fruta; escuchar el mar... y esperar la vuelta del otoño con mis libros sin estrenar, forrados con papel de revista y plástico transparente.
Para ver los pueblos y las ciudades no hay que llevar luz propia. Hay que dejar que la suya nos invada. Que nos envuelva y nos perdone.
Los Silos, pueblo de certezas y contradicciones. ¡Sorprende tanto mi pueblo! No hay una sola mirada, un solo pueblo; hay muchos al mismo tiempo, aunque todos coincidan en el mismo lugar: Los Silos turístico, de la fiesta, del cuento, de las serenatas... pero también Los Silos del desamor, de la soledad, de la lluvia y el viento, es al fin, de los que pasean su montaña o su orilla marina para trasladarse en el tiempo.
Hay un pueblo para mí, otro para él, otro para nosotros, otro para todos los demás.
Los Silos no es grande, es mucho más que eso, es grandioso porque allí un minuto no tiene sesenta segundos.
Pero lo que amo más de mi pueblo es su descanso en lo que ha sido, y poner mi pie en el pasado para tomar impulso hacia el futuro.
Te he escrito hoy, repito, para que los que se hallen viviendo momentos semejantes beban estos recuerdos hasta el último sorbo. Ha sido, quizá, una vacilación entre el recuerdo y la esperanza, pero lo que venga después no se nos mostrará, como la vida, dos veces en la misma postura. Por eso yo siempre voy temblando a verte.
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Rosa E. González Rosario es Lda. en Filología Hispánica y en CC. de la Información.