Revista n.º 1065 / ISSN 1885-6039

Cuentos contextualizados I: Los Pasitos.

Jueves, 14 de agosto de 2008
Manuel García Rodríguez
Publicado en el n.º 222

Todos nosotros, de niños, oímos contar a nuestros padres y abuelos o leímos una serie de cuentos que ocurrían en lugares lejanos, en países desconocidos y en los que intervenían personajes fantásticos, o no fantásticos, pero sí desconocidos para nosotros.

Foto Noticia Cuentos contextualizados I: 'Los Pasitos'.

El cuento de Caperucita Roja, por nombrar uno de los más universales, ocurrió en un bosque indeterminado de un país desconocido y con un lobo a quien nadie había visto con anterioridad. Por supuesto que también leímos u oímos contar leyendas a nuestros mayores en las que se narraban apariciones de almas de muertos en pena, de brujas, y de fantasmas en castillos encantados del país del más allá. Ejemplo de ello lo encontramos en la obra de Rimas y Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer. “Maese Pérez el Organista” es un ejemplo.

Durante el proceso de narración del cuento o de la leyenda, uno permanecía con el alma en vilo y tu mente se trasladaba al lugar de los hechos. Revivías los acontecimientos como si tú mismo participaras en ellos. Mas terminada la narración del cuento o la leyenda, volvías a la pura realidad, y aquel suceso que ocurrió en aquella determinada calle, de aquel país, no lo veías contextualizado o representado en tu entorno próximo o cercano, y por ello lo olvidabas con relativa facilidad.

Corren los años treinta y, adentrados ya en los cuarenta, Santa Cruz de la Palma es una ciudad que en poco o en nada se parece a la ciudad que, por suerte, tenemos hoy. Comienza la Guerra Civil Española. Por entonces soy un niño de tres años que no entiendo ni de rojos ni de azules. Poco a poco mi vida se va desarrollando en un contexto que a mí me parece maravilloso porque tenía los elementos básicos para poder desarrollarme como persona. Mis padres, mis familiares, mis amigos, mi casa, mis paisajes. En fin, todo aquel entorno era mío, y en él vivía día a día, con la ilusión puesta en la llegada de un nuevo día para disfrutar de las maravillas, que en determinados momentos la vida nos concede.

Hoy, pasados muchísimos años, traigo a mi mente recuerdos de aquella época y vuelvo a recorrer a pie aquellos mismos lugares que recorrí en mi niñez y juventud. Cuando desde Miraflores o desde Las Nieves emprendo andando el camino hacia Santa Cruz de la Palma, pasan por mi mente secuencias de lo que fueron las cosas que voy viendo y las voy comparando con lo que hoy, gracias a Dios, no ha traído el progreso.

Entre la Dehesa y la ciudad todo era un paisaje salpicado por alguna que otra casa a medio pintar y desvencijada alguna. Caminos de piedra, que desde Miraflores conducen a Santa Cruz de la Palma, donde antaño bajaban carrozas portadoras de verduras o engalanadas cuando a sus dueños transportaban. Lecheras con sus cántaros a la cabeza, hombres soportando sobre sus hombros el típico cesto de carga como contenedor de alguna que otra fruta o verduras y, en su mente, la ilusión puesta en que se las compraran en la Recova.

Desde Las Breñas, llegaba algún que otro mulo, precedido de su dueño y cargando unas barricas de vino para suministro de las pocas ventas que en el barrio había.  Alegres campesinos que con su azada a hombros caminan rumbo a sus huertas para arrancar a la tierra el codiciado pan de cada día. Mujeres que, sereca o cesto en mano, van haciendo cálculos mentales para adecuar el poco dinero que en el bolsillo llevan a los alimentos que en casa necesitan para atajar el hambre de las muchas bocas que en las familias había.

Y en las frías mañanas de invierno, hombres que, correas o sogas en mano, acuden a los montes en busca de alguna hierba con que mitigar el hambre de unas vacas que en el pajero llaman con berridos a sus dueños. En las plácidas tardes del estío, mujeres que cantando alegremente, las canciones de la época, colaboran con sus maridos en las tareas del campo.

Se oyen a lo lejos el canto de los pájaros que se enamoran entre trinos de alegría, libres de todo veneno o contaminación. Olor a tierra mojada preludio de buenas cosechas.

Era todo una sinfonía de colores que iba reflejando en el cielo la trayectoria del nacer y del morir del día.

Mas era la noche la venganza del iluminado día. Toda aquella alegría y todo aquel colorido se truncaba por completo. Un prolongado silencio parecía el presagio del encuentro con algún oscuro misterio del más allá. A lo lejos, se oye algún que otro lastimero alarido de un perro hambriento y medio enfermo, y el búho, con sus lloros, quiere burlarse del asustado transeúnte nocturno.

Tengo doce años, más o menos. Es viernes, salgo de clase del Instituto. En casa me han dado permiso para ir al matinée, pero la película era más larga de lo previsto. Me pongo nervioso, miro el reloj, intento salir antes del final, espero ansioso… por fin la película termina y ahora…: ¡Válgame Dios! Una oscura noche me separa de mi casa. Miraflores está lejos, arriba, junto al monte. Hay que subir a toda prisa camino de la Encarnación. La última bombilla eléctrica está precisamente junto a la Parroquia de la Encarnación. Es ésta una luz mortecina, que parece delimitar la ciudad del campo. Ahora todo es oscuridad. Acelero el paso y mi propio caminar me asusta. Cruzo pegado, casi rozando a las pocas casas que junto al camino hay, y al pasar tan cerca de ellas percibo la tenue luz de la vela o del quinqué y oigo el murmullo de la familia, que sentados junto a la mesa comentan las incidencias de un día de fatigoso trabajo. Ahora viene lo peor. Pasar el tramo de camino conocido como Los Pasitos… Acude a mi mente la historia de aquel hombre que, en una oscura noche de invierno, en medio de una tormenta, se encontró con La Cochina Negra.

El autor del relato fue mi abuelo, Juan Tomás. Me lo contó en una de esas frías noches de invierno, en que el día pasa fugaz y la noche se hace interminable. Todos habíamos cenado el consabido gofio escaldado y el caliente caldo o potaje que ritualmente había que tener como cena todas y cada una de las noches del año.

Mi abuelo, Juan Tomás, tras la cena, permaneció sentado junto a la mesa. Hablando y hablando de su pasado vivido, y una y otra vez repetía insistentemente la misma frase: aquellos sí eran tiempos... aquellos sí eran tiempos. La luz del quinqué proyectaba en la pared las sombras de toda una familia reunida junto a la mesa, tras la cena. De cuando en cuado llegaba hasta nuestros oídos el dulce sonido del agua de lluvia golpeando las tejas del techo de la vieja casona, y al unísono la fría brisa de norte llama a la ventana con un dulce silbido.

Mi padre, cansado de la labor del día, abandona la cocina. Mis hermanos y yo permanecemos boquiabiertos oyendo al abuelo.

-Abuelo, cuenta algo. Un cuento -le dije-.


La respuesta fue rápida:

- Mira, hijo -dijo-, como me lo contaron se los cuento.


Y añadía con insistencia: que no quiero decir mentiras, que mi alma la quiero pa Dios.


Comenzaba así… Me contó Juan, mi compadre, que le contaron a él, que Antonio, su primo, en aquella época de juventud conoció a una bella joven que vivía junto a Los Pasitos, en El Planto. De nombre Elena, era ésta una mujer de extraordinaria hermosura, de esbelta figura, con unos ojos que te penetraban hasta el fondo del alma. Sus senos eran bien conformados y envidia de las otras jóvenes de El Planto. Mas era esta misteriosa mujer mezcla de soberbia y timidez y con un aire de brujería, en fin, una de esas mujeres a quienes nunca puedes llegar a conocer.

Antonio, su novio, vivía en la Velhoco y justamente, siguiendo la costumbre de la época, la visitaba en domingos y días festivos. En cierta ocasión, Antonio le fue infiel, y en una de esas noches, de frenética locura, realizó los más básicos instintos con otra atractiva mujer. Sucedió en la ciudad. Antonio permaneció hasta bien avanzada la noche en casa de su amante, víctima de la lujuria, dando rienda suelta a sus placenteros deseos carnales.

Sobre las tres de la madrugada, Antonio, con el pensamiento puesto en aquel prohibido amor sexual, regresaba a su casa camino de La Dehesa. Al pasar por Los Pasitos, junto a la casa de su amada, repentinamente, una tormenta como procedente del mismo infierno se declaró con todo un aparato de rayos, agua, truenos y viento. Jamás en su vida, Antonio había visto tan sorprendente fenómeno. Ni tan siquiera lo había oído contar a la gente mayor del barrio de Velhoco.

En medio de esta tremebunda tormenta, una cochina negra se le cruzó en el camino. La cochina quería impedir, a toda costa, el paso a Antonio. Varias veces Antonio intentó separarla de él, sin éxito. La cochina gruñía y gruñía y, a la luz de los relámpagos de aquella horrible noche, Antonio alcanzó a ver dos largos colmillos que amenazaban con clavársele en su cuerpo.

Tan nervioso estaba, que en un acto de extrema soberbia, sacó su cuchillo de la cintura e intentó matar a aquella cochina negra. Mas cuando su cuchillo se iba a clavar en el vientre de la furiosa cochina, Antonio quedó como petrificado al comprobar que aquel animal solo tenia dos tetas. Tan espantoso descubrimiento hizo que el cuchillo de Antonio desviase su trayectoria y solo acertó a cortar el pezón de una de sus tetas.

La cochina, como clamando venganza, quedó al borde del camino, revolcándose en espantosos gruñidos de dolor. Prosiguió Antonio su camino, subió la cuesta de El Planto y, al llegar al Frontón, miró hacia Los Pasitos. Sus ojos parecían salírsele de las órbitas al observar extrañado que la tormenta había cesado repentinamente. Pensativo, cabizbajo y asustado llegó al Llano de la Cruz, giró hacia Las Nieves, cruzó la silenciosa plaza y, apresuradamente, tomó rumbo a Velhoco, subió camino del Remanente, deseoso de llegar a su casa antes de que el día amaneciera.

Al siguiente día, domingo, Antonio, después de realizar las labores agrícolas por su familia encomendada, como de costumbre, a las seis de la tarde, acudió a ver a su amada. Esta fingió recibirle cariñosamente y, haciendo un gesto de ingenua curiosidad, preguntó a Antonio dónde había pasado la noche anterior.

Antonio casi enmudeció, pensó por un momento en decirle la verdad, pero al final no quiso confesar su pecado, y mintió al decirle que la había pasado en casa, con su familia, arriba en Velhoco. En ese mismo momento aquella mujer, de insuperable belleza, cambió de cara repentinamente, se fue transformando, y de cara dulce ángel pasó a ser la cara de un horrible demonio. Antonio sintió un escalofrío que recorrió, por un segundo, todo su cuerpo. Repentinamente, le pareció ver reflejado en el rostro de aquella mujer el de la cochina negra de la noche anterior. No puede ser -pensó-; no puede ser -se repitió a sí mismo-. Mas ella le gritó furiosamente, sus gritos parecían los gruñidos de un animal salvaje:

- Mereces la muerte -le dijo-.


Y asiéndole de la mano, de un empujón le introdujo en su alcoba. Allí, rasgó sus vestiduras y, descubriendo sus pechos, le mostró el pezón de su mama cortado:

- Me lo hicistes tú, anoche, cuando pasabas junto a mi casa. Clamaré venganza.


Antonio no resistió aquel impacto y cayó al suelo desmayado. Dicen, los que le conocieron, que enfermó desde aquel mismo momento y murió meses más tarde después de haber perdido la razón.

Este cuento de mi abuelo lo revivía cada vez que, en la oscuridad de la noche, tenía que tomar el rumbo a mi casa en Miraflores vía Los Pasitos. Muchas noches, asustado, volví sobre mis pasos y subí por la carretera de La Encarnación.

Aún hoy, cada vez que voy a El Planto, al cruzar por Los Pasitos recuerdo a Antonio y a la cochina negra con su teta cortada.


Debes indicar un comentario.
Debes indicar un nombre o nick
La dirección de mail no es valida

Utilizamos cookies, tanto propias como de terceros, para garantizar el buen funcionamiento de nuestra página web.

Al pulsar en "ACEPTAR TODAS" consiente la instalación de estas cookies. Al pulsar "RECHAZAR TODAS" sólo se instalarán las cookies estrictamente necesarias. Para obtener más información puede leer nuestra Política de cookies.