Revista nº 1036
ISSN 1885-6039

Cuentos contextualizados IX: Don Natalio.

Viernes, 14 de Agosto de 2009
Manuel García Rodríguez
Publicado en el número 274

Allá, por los años de la post guerra, la hambruna se dejaba sentir como telón de fondo del cotidiano vivir. A los que hoy, gracias a Dios llegamos a viejos, no se nos olvidan algunas situaciones o hechos ocurridos en el pasado. Lo que actualmente son acontecimientos normales tales como comidas en merenderos, viajes de recreo, vacaciones pagadas etc, eran prohibitivos para la mayoría de aquella la época. En este contexto se desarrolla la vida de Don Natalio que constituye un excepción de aquellos tiempos. Ni que decir tiene que todos los personajes que intervienen en este relato son imaginarios. Sólo se presentan como protagonistas de hechos y situaciones que sí constituyen una realidad en el cotidiano vivir de ayer y de hoy.


Vivía Don Natalio en un barrio periférico del casco urbano de Santa Cruz de la Palma. Alto, brazos largos, terminados en unas manos blancas como la nieve, signo evidente de no dar golpe. Dedos que recordaban a personajes de los cuadros de El Greco que finalizaban en puntiagudas uñas no muy limpias, por cierto. Cara de malas moscas. Frente arrugada, más que por los años trascurridos por las malas ideas que su cabeza albergaban. Casi calvo, dejaba al descubierto su media bola de billar que parecía sostenida en un pedestal de densa semicana cabellera a la que continuaba un cuello muy irregular, cejas cargadas con algunos pelos tan desatendidos que casi le impedían la visión, orejas abanicadas, terminadas en punta, ojos de un azul apagado a causa de las cataratas.


Aunque usaba gafas metálicas, normalmente miraba por encima de ellas. Vestía siempre de traje oscuro, que en otro tiempo pudo haber sido de buena calidad, más el paso de los años había dejado su huella, de tal manera que alguna que otra hebra de su tejido flotaba por los aires.
Corbata. que en sus orígenes fue negra y lo continuaba siendo, pero ahora de un “negro desteñido”. Zapatos también negros, sin, brillo con punta mirando al cielo, posición ésta adquirida por más de un tropezón recibidos en los mal colocados adoquines de las calles de su barrio.


Se tenía él por hombre culto, estudiado e inteligente. En su juventud había leído muchas fábulas de Samaniego, amén de cantidades ingentes de novelas del Coyote. No conocía muy bien su tierra natal, La Palma, pero eso sí, al dedillo, todo el Oeste Americano.


Durante la Dictadura fue funcionario del Estado y era él de aquellos empleados de ventanilla a los que hasta le tenias que pedir perdón por dejarte vivir en este mundo.
Yo mismo, siendo joven, en cierta ocasión, tuve necesidad de solicitar un documento y, ya antes de que me tocara el turno, acertaba a ver en la ventanilla a Don Natalio. Era como si viera al propio demonio en persona esperándome para comerme vivo en el acto. Consecuentemente al instante, el miedo comenzaba a hacer presencia en mí con manifiestos signos: temblores de pies y manos. Experiencia tenía de que como este hombre tuviese un mal día, tú las pagabas todas, allí mismo, junto a aquella anticuada ventanilla.


- No sabe usted que ese documento ya no se extiende – contestaba arrogantemente ante mi solicitud
- No, no lo sabía – comentaba yo a media voz.
- ¿Dónde vive usted? – me respondía, poniendo aire de superioridad mientras que me dirigía una agresiva mirada por debajo de sus espejuelos.
- Perdone señor – decía yo, bajando la cabeza.
- Vamos, vamos, deje libre la ventanilla que tengo prisa, el siguiente - casi a grito abierto pronunciaba estas palabras.

La impotencia, la vergüenza y al mismo tiempo la rabia contenida que en aquellos tristes momento yo sentía, era tal, que abandonaba aquella odiosa oficina mirando al suelo, sin levantar la cabeza para no ver la risa, que presentía salía de los labios de aquellos otros parroquianos, que me precedían en la cola de ventanilla.

No era así de agresivo y maleducado Don Natalio con los pocos amigos que tenía. Con ellos era amable, simpático chistoso y hasta cariñoso.


Cuando, por aquellos tiempos, eso de salir a comer los domingos fuera del hogar nos era prohibidos por razones económicas, o de bolsillo, Don Natalio y sus amigotes, funcionarios del régimen todos, celebraban las grandes cuchipandas en el “Turri – Club”, mientras que nosotros, los no agraciados de la fortuna, nos conformábamos con percibir el agradable olor del cerdo asado cuando, camino de El Planto hacia La Dehesa, pasábamos junto a tal importante merendero, el ya desaparecido “Turri-Club”.

Los años transcurrieron para todos nosotros. También para Don Natalio. Mas sin embargo su mal humor y su fama de viejo gruñón y cascarrabias iba siendo directamente proporcional a los años que iba dejando atrás. Así que a más años, en más cascarrabias se convertía. Poco a poco, la ley de la vida, le fue dejando sin amigos íntimos y sin cuchipandas. Pero, eso sí, con más colesterol y con más azúcar en sangre como inseparable acompañamiento.


De aquellos atracones que de carne de cochino engullida en los años cuarenta y mediados los cincuenta, ahora pasó a tener como almuerzo una pobre y triste ensalada con más tomates y cebollas que lechugas, que no las añadía a la ensalada por razón de gusto sino por razón de coste. De postre una humilde manzana, preferida ésta por su escaso valor en azúcares.


La cena, cuatro fideos, boca arriba, nadando en el plato y acompañados de dos gotas de aceite que parecían dos ojos pidiendo clemencia y todo ello, con cierto sabor a pollo congelado donde ya de antemano se adivinaba la ausencia de la sal.

A todas estas, Natalio recordaba sus tiempos y a su mente acudían imágenes de sabrosos manjares que, en antaño, dieron color a su ahora desteñido rostro y redondez a su actual esmirriada y consumida barriga. Ante sus continuas insistencias en cambiar de manjares, su mujer, unas veces le recordaba la presión arterial, otras el azúcar o el colesterol, y cuando no la próstata, que también en tiempos lejanos constituyó parte de un potente conjunto, que ahora había caído en crisis permanente.

Respetaba él las prohibiciones que en cuanto a comida tenía, no sólo por prescripción facultativa, sino más bien por experiencias vividas en en el pasado, ya que, en cierta ocasión, aprovechando que Doña María, su mujer, tuvo que irse varios días de viaje  él, al quedarse sólo en la casa, fueron tantos los atracones de carne de cerdo, panceta, chorizos y tocino que se mandó, que como consecuencia de ello, el acido úrico se apoderó de él, hasta el extremo de que el dedo gordo del pie se hinchó de tal forma que, a juzgar por su tamaño y color, casi más parecía una morcilla que un dedo. Como música de fondo le acompañó en todo este proceso inflamatorio unos fuertes e insoportables dolores a los que respondía con horribles gritos y malsonantes maldiciones contra todo el santoral eclesiastico.

Sintiéndose muy sólo, un día, como quien mendiga un poco de amistad, se fue acercando al grupo de mayores que a diario se reunían y se reúnen en el puerto, junto a la parada de taxis, bajo las frondosas palmeras que allí existen. En principio fue bien admitido y acogido en el grupo aunque con recelo por alguno de los mayores, habida cuenta de que alguna referencia de su mal humor y de su poca educación tenían. Según fueron pasados los meses, por razones obvias, los miembros del grupo fueron tomando asiento cada vez más lejos de él, por no oír de su boca frases como estas: Que sabes tú de eso, tú eres un analfabeto hombre. Vete a la escuela. Estas y otras fueron las expresiones que, como digo, propiciaron un distanciamiento, cada vez mayor, entre Don Natalio y el resto del grupo.

A partir de este momento cada vez que Don Natalio se acercaba al grupo, se producía en éste un prologado silencio de los contertulios que él aprovechaba para exponer sus experiencias como manda más o perdonavidas y congratularse de haber mandado a más de uno a freír espárragos por no repetir yo ahora otras palabras que por altisonantes, o por evocar olores desagradables, más vale no recordar.

Sintiéndose poco o nada aceptado dentro del grupo, un buen día se despidió de ellos, no sin antes soltarles un sermón en el que se repetía con frecuencia frases ejemplares extraídas del vocabulario de la soberbia: Ignorantes, magos, brutos, zopencos, zurullos fueron algunas de ellas.

Se cuenta, que después de esta agradable despedida del grupo, Don Natalio permaneció varios días encerrado en su domicilio, y dicen, lo que por allí a diario pasaban, que los gritos que profería a Doña María, su esposa, se oían desde la calle, sin necesidad de hacer muchos esfuerzos auditivos para enterarse de lo que a su mujer decía, que a decir de algunos, la llamaba de todo, menos bonita.

Cansado de su encerrona, en el domicilio conyugal, que había soportado a voluntad propia y después de haber descargado su reprimido mal humor con su familia, un buen día probó suerte e intentó hacerse querer por un nuevo grupo de amigos de su propia generación.

Sabía que contiguo a la antigua plaza de mercado o recova de Santa Cruz de la Palma se reúnen, a diario, un grupo de jubilados, y otros ya cansados, a la sombra del frondoso laurel de indias situado junto a nuestro entrañable Teatro Chico. Como manso cordero, que a su madre se acerca en busca de cariño, Don Natalio dio los buenos días al grupo y tomó asiento en el único lugar libre que a esa hora del mediodía aún quedaba bajo el laurel.

Varios días estuvo observando al grupo, durante las largas conversaciones que allí se desarrollaban. En más de una ocasión, el diablo le tentaba, y a punto estuvo de intervenir directamente en los acalorados diálogos que allí se desarrollaban y aún hoy se desarrollan. Mas aún permanecía grabada en su mente la festiva despedida con que él abandonó el grupo de amigos que le agasajaron en las reuniones del muelle.


Muchos, por no decir todos, los que en El Corredor de la Muerte (nombre que por similitud daban al lugar de tertulia del Teatro Chico, aunque en este caso los condenados no eran por malhechores sino por puros viejos ya caducos), se reunían sabían la historia de Don Natalio y, visto lo visto, llegaron a pensar que todo eran alegatos de las famosas lenguas palmeras ya que era imposible que aquel tranquilo señor, que llevaba ya varias semanas acompañándoles, sin ni siquiera interrumpir el diálogo para intervenir, que permanecía silenciosamente y atentamente escuchando y que respetuosamente trataba a todos por igual, era capaz de cometer las barbaridades verbales de que se le acusaba.

Sorprendidos todos los viejos del Corredor de la Muerte del silencio de don Natalio, el más veterano de los allí a diario reunidos, ideó una ocurrente estrategia. Consistía ésta en inventarse una resumida historia de algunos de los transeúntes que constantemente están pasando ante el corredor. El objetivo de esta estrategia era hablar bien, o sea, dar incienso al personaje en cuestión y al mismo tiempo observar la reacción de Don Natalio.

El primero que acertó a pasar por allí fue Pepe, de sobrenombre El Gallo Cojo conocido en la ciudad por sus fanfarronadas y por sus heroicas borracheras.
- Por allí va Pepe, el “Gallo Cojo” – comentaba uno de los viejos.
- Buena persona esta,
respondía el otro con aparente tranquilidad.
- Es de los que tratan bien a su mujer y no se gasta los euros en beber como otros que yo sé – comentaba otro viejo.

Mientras esta conversación se desarrollaba, todos los miembros del grupo observaban disimuladamente a Don Natalio. Este hablaba muy bajito, casi no se entendía lo que decía pero entre “carraspera” y “carraspera” susurraba Vaya unos coños.


Fracasado la estrategia para hacer hablar a Don Natalio , alguien del grupo de viejos se le ocurrió otra idea. Así que cuando por allí pasó Pepa, de apodo la Gata Negra conocida en el barrio por sus irregulares amoríos, Don Tiburcio, uno de los contertulios, preguntó a Don Natalio:
- ¿Quién es esa mujer? - Es que me parece haberla visto antes.
- Hombre, no conoces a Pepa la Gata Negra – y soltaba toda una ilustrada historia con muchas barbaridades inventadas por él.


Fue tal el éxito alcanzado en el uso de esta nueva estrategia que a partir de entonces cuando el grupo de viejos del Corredor de la Muerte querían saber algo de alguien preguntaban a Don Natalio sobre el particular. Éste, sintiéndose alagado ante tales consultas, se autoproclamó el más sabio de los sabios del grupo.

Fue tal el protagonismo que alcanzó, que él mismo se consideró insustituible, y apoyado en éstas y otras teorías personales convenció a sus hijos para vender la casa que poseía en el barrio y comprar una, muy pequeñita, situada junto al Corredor de la Muerte lo que desde ese momento, le permitió acceder fácilmente a tal loable lugar.


Aunque yo no frecuento El corredor sin embargo tengo varios amigos afiliados al lugar que me cuentan, con toda naturalidad, los sucesos allí acaecidos, en especial las célebres hazañas de Don Natalio. Esto fue lo último que “textualmente” me contó el amigo y que yo reproduzco aquí:

Un día, por casualidad, pasó junto al corredor Don Leovigildo Viruta Hernández y Doña Lorenza Pérez de la Rosa y Clavel. Me contó este amigo, que cuando le formularon a Don Natalio la pregunta de rigor, la cual esta vez rezaba así: ¿Quién es ese matrimonio? Esta fue la respuesta: Él un godo de pa allá. Es un jodido que vino a La Palma a servir de militar. Que dicen que Franco lo mandó aquí desterrado por “cabroncete”, y pa que se jodiera lo pusieron a hacer guardia en el “Polvorín de las Nieves” pa si aquello de la pólvora estallaba lo mandara a él “pa el carajo”. Pero tuvo suerte, el muy jodido, porque se casó con la hija de Pancracio, el más rico de La Palma, que ese sí era de los pocos buenos de aquella época. Era de los míos, de mi equipo en el “Turri-Club”.
Ahora creo que este godo vive en Madrid y viene pa acá de vez en cuando como los puñeteros ricos, con su gran “Mercedes”…
y continúo diciendo y hablando y así, aún a esta hora estaría hablando de ello, de no haber sido porque en aquellos momentos, estando la luz roja para peatones cruzó una vieja turulata, a la cual un taxi casi se la lleva en flor, y consecuentemente ello le desvió la atención, que de no haber sido así, como digo, todavía estaría hablando y hablando, perdida la chaveta, es decir, deschavetado como por aquí decimos al que está loco o majareta.

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