Así como una hora antes del albita, cuando aún se emperraba el oscuro sobre las requemadas piconeras de las Isletas, cuando todavía roncaban, como bardinos de mal tabefe. Los tempraneros y crudos habitantes de la Manigua, ya tenía todas sus velas envergadas y puestas al viento zaragatero de la madrugada el Mariquita Candelaria, pailebot costero de sorroballada trapajería y soliviantado caminar de alpispa. Su patrón, el mestre Rosendo, casado, mayor de edad -cayendo en vejestorio trancado de taramela-, pero un manojo de voladores para las ocasiones. Embarazado de viento, de redes y de esperanzas, el Mariquita Candelaria repasó una vez más la bocana y se tiró a la alta mar. Navegó feliz, arrimó al Moro, hizo su zafra y puso de nuevo proa a la tierra.
En vistas de la isla, con la costa a barlovento y tan a mano que se podían divisar burros y cristianos de la parte del Sur, se metió un marejón. El Mariquita Candelaria se puso a bailar seguidillas, tajarastes y saltonas, sin concertar los sones, a salga lo que saliere.
¡A buen viento va la parva! -rezongó el mestre Rosendo, al que de pronto, como a la mar, se le encendió la jiriguilla.
Pegó a dar gritos de "¡arria!" por allá, "¡trinca! por aquí", sin que nadie, cogido de remplón por el ventanero y la hirviente marea, atinara ni a desenvergar ni a trabar un mal nudo de cochino... Navegaba de bolina la Mariquita entre Barco Quebrado y Punta Tenefe, cuando el mestre Rosendo se arrestó a "hacer la machanga", como después diría el timonel, Pepe el Claca, comentando la audaz rebelina del viejo patrón. Por sobre sus sesenta años, bien minados de la brega, los relentes y la marecía, el marino trepó a un palo alto, dispuesto a un endengue por sus propias manos. En esto que la Mariquita Candelaria va y tiene un reparo de potranca viciosa... El mestre Rosendo cayó de lo alto y se quedó como un sarimpenque sobre los recomidos tableros de la cubierta, boca abajo y despatarrado. El talegazo fue mortal de necesidad, pero el enteado costero luchaba como un quíquere hasta con la misma muerte.
Su gente le dio agüita y unas friegas de vinagre y sal. Los roncotes se pusieron después a esperar lo que Dios quisiera, lo mismo respecto a la brava y repentina marca que al leñazo del patrón. Cuando el Señor quiso ganaron puerto, con Rosendo metido en los últimos resopliditos.
Vivo, pues, pero entregando, se lo metieron por las puertas adentro a Isabel, su escuchada consorte, una de las mujeres más almanaquientas que haya alumbrado el alto Risco. En su viejo catre matrimonial, y durante muchas y tensas horas, todavía opuso el mestre Rosendo su tea de veterano de la mar y sus preces a la Señora de las Plataneras, que acurrucada en el borde del cabezal, enlutada y malona, esperaba...
¡Qué duelo aquel, caballeros! ¡Qué dolorosos esperridos los de Isabel la de Rosenda! ¡Qué gallillo! Como por radio supieron pronto de aquella desdicha en el Refugio y en los Poyos del Obispo.
- ¡Esús, usté...! -comentó en el pilar de Fleitas, insultada, la mujer de Dominguito Santana-. ¿Que se habrá dío otra vuerta la presa de los Betancores? (Luego dio que hablar aquel desborrifado aspaviento, porque Isabel estaba criticada desde nuevita).
- ¡Ay, Rosendo, Rosendiyo -gritaba, delirante-, que te fites como una mansana pa abajo pa la Costa y te me metes por las puertas adrento como un casón jariao! ¡Ay, castigo con éste! ¡Ay, virgen der Pino, tar desgrasia, que se me ha dío el sostén de mi casa, la sombra de mi patio, el calor de mis teniques...!
Acudían a ella con un pañuelo tirando a sábana. Aliviaba allí aquella marea de mocos y babas, tornando sobre la marcha al planto.
- ¡Un hombre tan güeno, quería, de tan güena maera, que los haberá habío iguales. Pero de la maera de mi Rosendo, no!
Lloraban las mujeres como si fueran de pago; japiaba de puertas afuera una insana de perros chimbos, bullendo desatentados entre un manterío de chiquillos atraídos por el imán del drama y las atacadas y altas quejumbres de Isabel... Los hombres se fueron enterrando hasta el cogote los espesos sombreros de pelucha, afilándose bajo ellos de puro serios, y los parientes cercanos del difunto subiéronse solemnemente las solapas para recibir más a tono los pésames. Seguía en la viva y canturreada llorona Isabel, inconsolable.
- ¡Quitarme un hombre ansina, de tan buena maera, cuando hay tanto berringallo salpiando en esas laeras y callejones! ¡Tal castigo, usté!
- ¡Cómo ha de ser, comá Sabelita! -consolábala, dengosa, una vecina, envuelta la cambada cabeza en un pañuelo rucio y bien trincado bajo el quejo-. Tómese este gatito de tila, quería, que la confolta... Y resinasión, comadre, talde que temprano, tóos diremos cayendo en la gueldera de tierrita.
- Er sino usté -comentó otra mujer, elevando los ojos al cielo hasta quedárseles en blanco.
- Pos ya. ¡Si no semos naíta, quería!
Con la tila y la mopa de aquellas palabras, Isabel se tupía un pizco, pero al modo para entrar con más ganas. Con razón mi compadre Monagas, que estaba a una banda "gozándose" el duelo, dijo, quedito, diblusándose sobre el de al lado: "Está preparando la reculáa del carnero". Luego del julo, Isabel volvía a los plañidos, que le salían, parte de la tripa gorda y parte del "dispositivo" de su nariz, la cual la había hecho, de siempre, fañosa.
- ¡Quite p"allá, señora, cosa con ésta! ¡Me tenía que caer a mí, cuando yo sé de tanto jediondo que ni un rayo lo tumbaría! ¡Tenla que jincar el pico este ombre tan güeno, de tan buena maera! ¡Que nunca me cansaré de desislo: los haberá igualitos, o que se le den un aire, pero de mejor maera que el mío no lo hablo en las siete islas de Canarias ni pa fuera! ¡Ay, Rosendo, Romendiyo, qué maera la tuya! ¡Ay, lo que pielde tu casa, tus hijos, tu mujer, y hasta la mar, que tamién pa eya eras de buena maera!
Así, a vueltas con la excelente madera del esposo, todo el día de las boqueadas, toda la noche del vivo velorio y toda la mañana, hasta que sacaron entre cuatro al mestre Rosendo.
Pepe Monagas había sido buen amigo del patrón. Bien pronto acudió al duelo. Allí empezó a sentir pena por la chuflita que a cuento de la "buena maera" pegó a formarse en el cuartillo de atrás y en el patio. Resolvió decírselo a la dolorida.
- Mana lsabé, favor, palabra -y la sacó de junto al muerto-. ¡Deje ya lo de la madera, cristiana, no sea que vaya y vire en choteo, y eso, que ya usté sabe lo malcriado que es el personal! Tránquese, que cuando las cosas no son de vuelta y vira, sino de vira solo, lo mejor es trancarse. ¡Digo yo!
- Ta bien, usté, Pepito.
Isabel se calló... hasta que llegó la hora grave de tapar el "huacal” para tirar con él. Entonces se lanzó como una ola encima del difunto, ahora, sobre llorona, sobajienta, e hizo aguantar al pobre Rosendo, ya bien afilado, tieso y amarillo, aquella última marea de su vida de marino.
- ¡Ay, Rosendo. Rosendiyo, que ya sí que te vas y ya sí que no vuerves, que paese cosa mentira: ayer derecho y calentito, hoy tumbao y más frío que el muro de la marea! ¡Ay, que me da, que me da, que me da...!
- ¿Cómo le va a dar, cristiana, tieso como está? -la atajó, desabrido Monagas, al tiempo que probaba a desatrancarla de la caja.
- ¡Que me da argo, usté, Pepito...! -y se abanaba con una mano nerviosa, liberada por el soponcio del aferrado y postrero abrazo.
- Usté es la que le va a dar a él, como no se esté quieta y se desaparte. ¡Mire que está el señor cura esperando, cristiana, y tiene mucho que jaser!
- ¡Ay, Rosendo, Rosendiyo, salea de mi catre, jorcón de mi casa, el hombre de mejor maera de las siete islas de Canarias, que los haberá como tú, pero de mejor maera que tú, no...!
No se quitaba, virada una lapa, del negro y llorado cajón. Compadre Pepe Monagas, estomagado ya con aquella tribulación de por demás, caliente hasta tener ganas de pegarle a Isabel un sonido, se alongó sobre la viuda, le suspendió un instante el desate y le dijo, dice:
- Mire, mana Isabelita, ¿sabe lo que le digo? Pues que en vista de que usté está tan emperrada y él es de tan buena madera, nosotros nos vamos, y usté lo deja aquí y se jase un ropero con él…