En la segunda mitad de 1913 aparecía su libro titulado Al Largo. Cuentos, publicado en Barcelona por Unión Editorial Hispano-Americana (UEHA. Excelsior). Apunto lo de “a mitad de 1913”, porque por ahí se afirma que el libro vio la luz en 1915. Algunos estudiosos del autor, al carecer el libro de fecha de publicación, se han visto engañados por los anuncios de prensa y de revistas que, en 1915, presentaban la publicación entre los “Libros recibidos”, “Libros recientemente publicados”, o “Publicaciones recientes”. Ya la popular revista bonaerense Caras y Caretas, a comienzos de octubre de 1913, presenta en “Comentarios” el haber recibido “Al largo, cuentos de Miguel Sarmiento. Biblioteca Excelsior.” De ese mes de octubre de 1913, son las dos reseñas que he alcanzado a ver del libro, una de Juan Escofet publicada en La Vanguardia de Barcelona (transcrita por Diario de Las Palmas en el mes de diciembre, sin indicar su origen); y otra de J. Castro Martín, publicada en El Tribuno de Las Palmas de Gran Canaria en el mismo mes de octubre de 1913, indicando su origen barcelonés, pero no el periódico donde se publicó.
El libro consta de 24 cuentos, seleccionados, y con cambios, entre los que habían visto la luz en la prensa barcelonesa, mallorquina y grancanaria, y prologados nada menos que por el inquieto Gabriel Alomar, que con tanto tino reseñaría años más tarde los dos últimos libros de Tomás Morales.
El cuento que hoy presento no se encuentra en el libro de que hablo. En el periódico de Las Palmas, donde Sarmiento colaboraba asiduamente, no tiene firma y está dentro de una sección casi diaria titulada “Crónica”, de diversa autoría. Como tantas otras narraciones de Miguel Sarmiento, en las que se mezclaban la realidad y la ficción, ésta no fue elegida para formar Al Largo.
El tema del cuento, que parece tomado de la realidad (y de seguro lo sería), tiene que ver con el de la mayor parte de los 24 textos del libro, o sea, el de situaciones ocurridas en el mar o cercanas a él. Posiblemente, para no reiterar el motivo del suicidio en alta mar, arrojándose al agua (que ya aparece, como efectivo, en el cuento “El pasado”, y, como frustrado, en “El sentido de la vida”), no entraría “Al largo” en la recopilación. El estilo de nuestro cuento también está muy próximo al de la escritura de Miguel Sarmiento. Y no digamos el título, “Al Largo”, que será el elegido para encabezar el libro.
Como decía su cuñado, Baltasar Champsaur, otro escritor canario para rescatar, podemos encontrar aquí aquella imaginación siempre encantada de la imagen nueva, de lo inesperado, que da como chispazos repentinos, y deslumbra al feliz lector. Al salir al público el libro, el arriba citado Juan Escofet destacaba sus referencias al mundo del mar, un amigo inseparable de este cuentista evocador de los cálidos paisajes canarios, de los barcos de guerra y de las costas bravías.
Como casi todos los cuentos de Navidad, “Al largo” es un cuento triste, dramático. El título viene tomado de una frase del texto (“navegando al largo de las costas del Sahara”). No he sabido encontrar en los diccionarios la definición exacta de la expresión, quizás uno de los portuguesismos que el mundo marinero haya dejado en nuestra habla. Si algún lector halla alguna definición, le ruego me lo indique.
Crónica. Al largo No pudimos saltar a tierra. Soplaba viento sur huracanado y las grandes marejadas hacían cabecear terriblemente al pailebot. Hacía más de un mes que permanecíamos fondeados allí, en el último rincón de la bahía de Algeciras, en espera de vientos favorables. Aquellos días de diciembre transcurridos a bordo, nos parecían eternos. Pasábamos las mañanas dormidos en el sol sobre los grandes fardos que llenaban la cubierta. Los días de lluvia nos encerrábamos en el fondo del rancho, corríamos la tapa del tambucho y allí dejábamos volar las horas, refiriéndonos cuentos de brujas y cuentos obscenos. Fuera, sobre la amura, rompían las mares, que pasaban rodando hacia la playa; gemían las cadenas en los escobones; y silbaba el viento entre las rendijas del tambucho. En su litera el cocinero se descoyuntaba en grandes risotadas que le hacían temblar el vientre voluminoso y blando. Vivíamos aburridos y, sin embargo, no vivíamos tristes. Aquel encierro forzoso había despertado en nosotros esa jovialidad verdaderamente infantil que agita a las tripulaciones en los largos viajes sin escala. El hecho más insignificante era para nosotros una distracción. Pero alguien no participaba a bordo de nuestra jovialidad. Pedro el Tapón, uno de los timoneles, no reía nunca. En aquellos días apenas hablaba. Encendía la pipa, se recostaba en la litera, y dejaba correr el tiempo inmóvil, parpadeando de tarde en tarde en el humo azul. Nadie a bordo ignoraba la causa de su silencio. Allí mismo, en La Línea, había ocurrido años antes un drama que le había divorciado de la tierra y de la gente. Al retorno de un viaje a América había sorprendido unos amoríos de su mujer. Pedro abandonó su casa sin poderse llevar consigo a su única hija, una chiquilla de un año escaso. La niña murió al poco tiempo y la madre se amancebó definitivamente con su querido, un carbonero de los pontones de Gibraltar. El Tapón [no tornó más] a La Línea. Muerta la pequeña, ¿qué iba a hacer allí? Y se encerró a bordo. No saltaba en La Línea por no ver a su mujer; no bajaba a los otros puertos, porque el espectáculo de la ventura ajena le hacía sentir más hondamente su propia desgracia. La víspera de Navidad, después de comer, nos quedamos charlando en cubierta. Charlando nosotros cerró la noche. Una noche clara, estrellada, con Júpiter rutilante sobre el Estrecho. El Peñón se adornaba en la luz que subía desde el fondo de las calles de Gibraltar. Al otro lado, en la costa de África, parpadeaba lánguidamente el faro de Ceuta. Hablábamos de nuestras familias, de nuestras casas, de otras Nochebuenas más alegres que lo que tendríamos, de seguro, aquel año. – Esta noche en Málaga... –decía uno. – Hoy en Canarias... –añadía otro... Y cada uno hablaba de su tierra, de sus alegrías de otros tiempos, de sus dichas de ayer. Hablábamos tranquilamente cuando al lado nuestro sentimos un sollozo. Pedro se había echado en los fardos y lloraba amargamente, conteniendo los gemidos, que le agitaban todo el cuerpo. Todos respetamos su pena. Nadie habló más. Aquella noche entre sueños, oí voces de alguien que hablaba desde a bordo a los tripulantes de un bote o de un barco que pasaba cerca al pailebot. Aquellas voces dejaron en mí una impresión borrosa, pronto olvidada. Al día siguiente, día de Navidad, al amanecer, sopló viento levante y salimos con rumbo a Lanzarote. Dos días después, navegando al largo de las costas del Sahara, Pedro se arrojó al mar. No nos dimos cuenta hasta el día siguiente. Durante toda la mañana le buscamos, nuestras pesquisas fueron inútiles. El mar sabe guardar los secretos. Seguimos. Días después, ya en Canarias, leí la noticia de un crimen cometido la Nochebuena en La Línea. Habían sido asesinados un obrero y una mujer que vivía maritalmente con él. El asesino los había sorprendido mientras cenaban tranquilamente. Pensé en el crimen, pensé en el suicidio de Pedro, recordé las voces que escuchara yo medio dormido y todos estos recuerdos juntos dejaron en mí un remordimiento. ¿Para qué hablaríamos aquel día de nuestras venturas? |