- No, ¿qué pasó? -le contestó Evelia con aire de sorpresa, dejando de lavar al mismo tiempo que prestaba mucha atención a la nueva noticia local que iba a recibir-.
-Pues... ¡ah tú! ¿No sabes que Ramón dejó a su novia para enredarse con esa marrana? Que ni cómo se llama sé.
- Pero, ¿con quién, mujer? -preguntó Evelia sorprendida-.
- Sí, con la hija de la vieja bruja, esa que no hace mucho vino a vivir allá abajo, cerca de la costa, donde dicen Las Viñas.
- No me digas, yo me quedo boba; pero si ella es más fea que una noche de truenos y encima me dijeron que tiene un chico de otro y que ahora está preñada.
- Pa mí que esa bruja de la madre le ha dado algún “beberaje” al pobre de Ramón.
- ¡Calla ahora! ¡Calla!, no alegues más que veo a Silveria, y ya tú sabes cómo es ella de cuentista y alegadora, que todo lo que oye lo va contando por ahí.
- Sí, mujer, disimula y habla de otra cosa pa que ésta no se entere.
Esta era la conversación que sostenían Maruca y Evelia en la Fuente de los Bueyes mientras lavaban sus ropas. Estaba la Fuente de Los Bueyes situada en el Barranquito del Lomo de Los Castros, en Franceses (Garafía, La Palma), junto al camino o vereda que, desde el lomo de Los Castros propiamente dicho, a través mil retorcidos vericuetos, nos conduce hasta el barrio de Los Machines, centro neurálgico de barrio por aquel entonces. Era, la Fuente de los Bueyes, una de las pocas fuentes públicas que tenía el barrio, por no decir la única, al menos que yo sepa.
La cristalina agua, que de la fuente brotaba, estaba repartida en tres tubos o canales. En uno de ellos solo se recogía la escasa agua que a diario la gente del barrio gastaba en sus hogares. El otro estaba derivado a una gran pileta pública rudimentaria donde las vecinas acudían a lavar sus ropas y un tercero suministraba agua a un dornajo o abrevadero al que los ganaderos acudían a diario con sus animales a abrevar. De aquí que el nombre de Fuente de los Bueyes le viene por ser los bueyes los animales que más acudían a la fuente.
Nadie en el barrio se explicaba la rotura de Ramón con Coralia, su novia, ya que en tiempos no lejanos él estaba locamente enamorado de ella, a la que había conocido muchos años atrás.
- ¿Te enfadaste con Coralia? -le preguntaban insistentemente las curiosas vecinas de barrio-.
- Pero hombre, ¿cómo fue eso?
Eran las preguntas de las mujeres que con él se encontraban cuando, casi a diario, se cruzaban por los caminos y veredas de Franceses. Incluso el cura de Garafía, en su acostumbrada visita al barrio para celebrar la misa mensual, se interesó por Ramón y Coralia, y a instancias de las feligresas le llamó aparte, no para que se confesara, pero sí para pedirle explicación de su rotura amorosa con Coralia y darle sabios consejos al respecto.
Era Ramón un joven alto, delgado, de tez blanca, a pesar de soportar el ardiente sol del verano, pelo negro y ojos color castaño. Hijo de Juan y de Tomasa, no ha mucho que había regresado al barrio después de haber pasado más de dos años haciendo la mili, allá, lejos, en África. Vivía en el lugar conocido como Lomo de Los Castros, donde sus padres poseían unos terrenos que él cultivaba con esmero para lograr buenas cosechas al año. Los terrenos que cultivaban sus padres, aunque todos estaban ubicados en el Lomo de los Castros, sin embargo se encontraban muy repartidos. Tenía unas huertas o betas en La Fajana, a la misma orilla del mar, otras en Los Pinos Altos y alguna que otra en el mismo monte.
Rara era la semana en que Ramón no acudía a Los Machines, que por aquella época, como antes decía, era el centro comercial y social de todo Franceses. Unas veces iba a llevar el gofio al molino, otras a comprar algo del racionamiento para la familia en la venta de Don Antonio Herrera, y por los menos, una vez al mes, acudía a oír misa en la pequeña casa habilitada en el barrio para que el cura del pueblo de Garafía pudiera celebrar la misa dominical.
En este ir y venir Ramón se fijaba en las jóvenes del barrio, las contemplaba y valoraba concienzudamente.
Entre ellas había una que a Ramón le daba un vuelco el corazón cada vez que a ella dirigía su vista y su mirada era correspondida. Era Coralia, la que a Ramón sacaba de quicio, y razón para ello tenía porque la hermosura de Coralia destacaba a los ojos de cualquier extraño que al barrio llegaba. Elegante, ni alta ni baja, de ojos azules, hermosa cabellera color de oro, de dulce mirada, más que una mujer parecía un ángel bajado del mismo cielo. Se conjugaba en ella hermosura y bondad.
Como antes contaba Maruca mientras lavaba su ropa, nadie se explicaba lo que pudo haber ocurrido. Mas en lo que siítodos estaban de acuerdo era en que, después de que arribó a Franceses aquella mujer con su hija, las cosas comenzaron a ir de mal a peor en el barrio.
Según se rumoreaba, Doña Hortensia, que así se llamaba la nueva vecina, era una extraña mujer de cuya procedencia nadie sabía. Unos decían que era de Tazacorte, otros que de Tijarafe, incluso hay quien decía que era cubana, pero a ciencia cierta todo eran suposiciones o conjeturas que engendraban en el barrio un aire de inquietud, misterio y recelo.
La tal Hortensia era una vieja alta y delgada, fea como ella sola, siempre vestida de negro, con pelos en el bigote , uñas negras ansiosas de limpieza, larga cabellara, en la cual se apreciaba la falta de agua y jabón. Ojos hundidos y nariz que más que nariz parecía el hocico de un pez espada. Desprendía un olor no muy agradable mezcla de humo, sahumerios y brebajes derramados. Se decía que era viuda, pero otros sospechaban que de marido muerto; nada, que su hija era fruto de un extraño romance vivido en el pasado. Quién era el padre de su hija nunca se supo, pero debió ser algún halconero, allende los mares, a juzgar por la extraña belleza de su hija, a la cual a la fealdad de su madre se le había unido la malos modales de su supuesto padre, a decir de los pocos vecinos que a ella se acercaban.
El caso es que Ramón tenía que pasar, casi a diario, junto a la puerta de Doña Hortensia, la cual, como decía, vivía en la costa, en la última casa del barrio y justamente al lado de los terrenos propiedad del padre de Ramón, atendidos con esmero por su hijo.
Un hermoso día primaveral en que Ramón, azada al hombro, cantando alegremente, caminaba tras su mulo blanco, sucedió que al pasar junto a la casa de la vieja Hortensia, por extrañas causas que aún hoy se desconocen, resbaló y cayó algunos metros más abajo con una pierna gravemente fracturada.
Al oír los lamentos de Ramón, acudió a socorrerle Leocadia, la joven hija de la vieja Hortensia. Con esmerado cuidado le ayudó a levantarse y cariñosamente le dijo que se apoyara sobre su hombro, de tal manera que Ramón, loco de dolor, aceptó tan amable invitación, y casi abrazado de Leocadia penetraron en la vivienda de ésta. Allí, dentro de la casa, le esperaba la vieja Hortensia que, conocedora o más bien provocadora de lo sucedido, no más entrar, le invitó a permanecer largo tiempo acostado en un viejo catre que de antemano ya ella había preparado para que Ramón mitigase el fuerte dolor. Mientras que la madre acomodaba a Ramón en el catre, su hija Leocadia le suministraba un extraño brebaje que él gustosamente aceptó y bebió casi sin darse cuenta de lo que hacía.
Después de la caída, en su convalecencia, Coralia, su novia, acudía casi a diario a la casa de Ramón para acompañarle y consolarle. Así lo hizo, como novia enamorada, día tras día, hasta que Ramón mejoró y pudo abandonar el hogar de sus padres para acudir al trabajo. A partir de este accidente, una vez restablecido del mismo, Ramón cada día que transcurría buscaba algún que otro pretexto para no visitar a Coralia. Así que cada día se iba alejando más y más de ella.
Coralia, con esa intuición de mujer enamorada, se dio cuenta de que Ramón ya no la quería como antes, e incluso esquivaba su mirada haciéndose el desentendido cuando ella le preguntaba:
- ¿Por qué ya no me quieres?
-Yo sí te quiero. Eso que dices son suposiciones tuyas -contestaba Ramón con una voz en la que era patente su nerviosismo-.
- No, mientes, Ramón. ¡Tú ya no me quieres!
Ramón procuraba dirigir la conversación por otros derroteros, y más Coralia insistía e insistía. Sabía perfectamente que el amor por Leocadia estaba borrando de su corazón a Coralia y que, si de vez en cuando acudía a verla, era más bien para evitar el “qué dirán” y las murmuraciones de las gentes del pueblo.
Después del desgraciado accidente, junto a la casa de Leocadia, Ramón no hacía otra cosa que pensar en ella día y noche; su mente estaba constantemente obsesionada y por más que quería apartar a Leocadia de sus pensamientos, todo esfuerzo era en vano. Una diabólica fuerza le impulsaba a aprovechar cualquier oportunidad o cualquier pretexto para visitar a Leocadia y dejarse caer en sus brazos. Procuraba no ser visto por los vecinos ya que sabía, por boca de la alcahueta o celestina de Silveria, que el barrio estaba sobresaltado y disgustado por sus amores con Leocadia, ya que Coralia era muy querida en todo el barrio, y su desprecio hacia aquella buena muchacha no se lo perdonaban los vecinos.
En cada visita a Leocadia, la madre de esta le preparaba unas “extrañas meriendas” que él, embebecido en los brazos de su hija, tomaba sin apenas darse cuenta de lo que estaba haciendo.
Pasaban los meses y cada día Ramón estaba más y más enamorado de Leocadia, cuidaba al hijo de ésta como si fuera suyo y regalaba a ambos los mejores frutos de su cosecha.
- Ah tú, ¿no te has dado cuenta de lo flaco y esmirriado que se está quedando Ramón? -decía Maruca a Evelia mientras enjugaba la ropa que estaba lavando y la colocaba cuidadosamente dentro de la batea-.
- Sí, mi hija. Yo no sé qué diablos le están dando a este chico. Cada día está más flaco y ya apenas habla con uno.
- La semana pasada estuvo varios días en cama, dicen que le dolía el estómago.
- A ver si esa “jodida” vieja le está dando algo pa que se enamore todavía más de su hija.
- Pues mira -contestó Maruca-, me dijeron que la vieron matando una gallina negra para sacarle la enjundia.
- Pues, ahora que tú lo dices, yo me enteré, por Engracia, que anoche estuvo cogiendo ranas en el charco de barranco y que el otro día la vieron cazando lagartos con un malange y metiéndolos dentro de un viejo y tiznado caldero.
- Me está pareciendo que estas “jodidas brujas” están enfermando al pobre muchacho.
Los padres de Ramón aconsejaron cariñosamente una y mil veces a su hijo para que dejara de visitar a la vieja bruja y a su hija. En cierta ocasión Ramón tuvo una acalorada discusión con sus padres ya que ellos persistían en sacarle da la casa de la vieja bruja. A raíz de esta discusión Ramón abandonó la casa paterna para irse a vivir con Leocadia y su madre. Consecuencia de esta separación, los padres de Ramón entristecieron y cayeron en una grave depresión que a punto estuvo de terminar con sus vidas
Pasaron los meses de verano, entró el otoño y con él nacieron las primeras hierbas. Silveria, aunque tenía fama de celestina dentro del barrio, sin embargo no era mala mujer. Tranquila y trabajadora, poseía seis cabras que atendía a diario. Así que una tarde en que cuidaba sus cabras, en las laderas del Barranco de El Tablado, repentinamente tuvo una espantosa visión de ultratumba. Instantáneamente perdió el conocimiento y rodó por los suelos. Cuando despertó estaba horrorizada y muda. Así permaneció algún tiempo hasta que por fin pudo recuperar la voz. Lo que había visto casi era increíble.
Balbuceando, contó en el pueblo que, mientras cuidaba sus cabras, vio a la vieja Hortensia acercarse a lo más alto de la ladera y llamar por Cipriana, otra fea vieja vecina de barrio del Tablado. Cuando de ladera a ladera ambas pudieron comunicarse, Hortensia gritó:
- ¡¡Allá voy…!! -y de inmediato desplegó un negro manto y a modo de murciélago, volando, volando, atravesó el barranco por los aires y se posó, cual águila que atrapa a su pieza, a los pies de Cipriana.
En el barrio no se hablaba de otra cosa, pero solo cuatro o cinco personas creyeron en su extraño relato. Las demás pensaron que Cipriana estaba loca y que era cuestión de encerrarla lo más pronto posible para evitar males mayores. Sin embargo, algunos de los “incrédulos” acudieron a escondidas a un lugar, en el monte de Garafía, conocido como el Bailadero de las Brujas, por ver si alguna de ellas estaba por allí.
Por fin llegó el crudo invierno y, con el frío, la salud de Ramón fue empeorando más y más día tras día. Un color amarillo pálido de trasfondo se iba extendiendo por todo su ya esquelético cuerpo. Al principio solo fueron leves mareos. Mas una falta total de apetito fue la causa de que se sintiese tan débil que ya no podía permanecer en pie, y por ello pasaba la mayor parte del tiempo postrado en aquel viejo catre acompañado de aquellas malévolas mujeres. Acudieron sus padres a socorrerle y, en contra la voluntad de Leocadia y Hortensia, lo trasladaron casi ya moribundo a su casa
Una noche, repentinamente, comenzó a devolver los alimentos. Dicen, los que a su lado estaban, que sus vómitos eran malolientes y que en ellos, a simple vista, se apreciaban claramente restos de animales muertos, entre los que se destacaban rabos de lagarto y ancas de rana. La noticia corrió por todo Franceses: “¡Ramón había muerto!”.
Era casi ya entrada la noche cuando Ramón abandonó este mundo para siempre. Un sentimiento de rabia e impotencia embargó a todos los vecinos de la comarca. Armados de palos y piedras pretendían ir en busca de Hortensia, la bruja culpable de la muerte de Ramón para sacrificarla o quemarla viva. A la voz de “¡a por ella!”, todos los vecinos, unos con faroles en mano, otros portando hachos de tea encendida, otros con palos, y la mayoría provistos de machetes y podonas, se reunieron en la pequeña plaza del barrio.
Ya se disponían a partir hacia la casa de Hortensia cuando alguien gritó:
- ¡Va subiendo lomo arriba con un farol en la mano y una vara en la otra! -era la potente voz de un joven que, desde lo alto de unas rocas, observaba la situación-.
“¡A por ella!”, “¡a por ella!”, gritaron todos a la vez. Corrieron tras ella, camino de la cumbre. Subieron por el camino que pasa por los Pinos Altos, pasaron el lugar conocido como Los Marucos y, ya en pleno monte, cruzaron La Traviesa. Cuando llegaron al Roque del Faro, en ese mismo momento, descubrieron un resplandor, como de un extraño fuego, arriba, lejos, donde dicen Bailadero de las Brujas. “¡A por ella!”, volvieron a gritar con más fuerza aún. Cuando se acercaron al lugar quedaron atónitos, mudos y escalofriados al contemplar que, sentadas junto al fuego de una hoguera, no solo estaba Hortensia, la bruja, sino que a ésta le acompañaban una vieja bruja del Mudo, otra de D. Pedro, otra de Juana da Liz, además de la ya conocida bruja del Tablado.
Sin decir palabra, como obedeciendo una orden procedente del mismo amo, cercaron el Bailadero de las Brujas al objeto de apresarlas a todas ellas, pero repentinamente sucedió algo inaudito...
Al darse cuenta de ello, las brujas, cubriendo su cuerpo con su sedoso y velo negro y por arte de magia, desaparecieron por los aires al igual que lo hace el humo que desde las chimeneas asciende hasta al mismo cielo.
Como dicen los gallegos, haberlas, jailas, pero no se saben dónde están.