Revista n.º 1072 / ISSN 1885-6039

El arte de fabricar fincas de platanera.

Miércoles, 2 de septiembre de 2009
Manuel J. Lorenzo Perera y Fernando Hernández Álvarez
Publicado en el n.º 277

Llegamos a pensar que las cosas son simple producción, con característicos altibajos. Y muchas veces los libros, cualquier medio de información, no suelen ir más allá de lo anotado. Lo expuesto es fácilmente aplicable al mundo del plátano, uno de los negocios destacados de Canarias desde los inicios del siglo XX a la actualidad. No todo se ciñe a la productividad.

Una foto en blanco y negro de plataneras.

 

 

Esquema aproximativo de finca de platanera. a) Paseo general. b) Entrada. c) Atarjea. d) Trastón. Pared exterior y cabezas de plantón de platanera

 

 

Es asombroso -un auténtico arte- el modo con que se trazan las fincas de platanera. Llama la atención la rica y propia terminología empleada, la variedad de labores, herramientas... Y vamos a narrarlo muy brevemente, motivado por razones de espacio.

 

Nos situamos en el noroeste de la Isla de Tenerife, concretamente en la comarca de Daute. Allí, el cultivo de la platanera empezó a prodigarse en la primera mitad del sigo XX. Y pueden diferenciarse dos etapas: la más antigua, caracterizada por su desarrollo manual; y la segunda, iniciada en la década de los años sesenta, evidenciada por el uso de maquinaria pesada (camiones, tractores, palas...) sobremanera al alcance de los grandes terratenientes, muchos de ellos de vieja alcurnia.

 

Siempre ha sido necesario preparar, acondicionar el terreno, distinguiéndose las siguientes fases en lo concerniente a la consecución de la nueva finca destinada a la producción de plátanos, cultivo de moda que desde finales del siglo XIX propulsaron los ingleses en el ámbito del Valle de La Orotava.

 

 

La roturación del terreno: En los inicios "el único tractor que había era el brazo del hombre". Es decir, la roturación se hacía a mano, con la ayuda de herramientas características (pico, pala, barra) procurando siempre que el cascajo quedara en el fondo del terreno para ir haciendo el piso. Se trabajaba a partir de un sorribo o solar baluto que se iba a optimizar con el propósito de plantarlo. Lo primero que se hacía era la pared (casi siempre la de poniente) para ir arrimando tierra. Los sorribos se minaban con surcos de agua llevada por “cequias”, dejándola de un día para otro (“a eso le decían minar el terreno”) y luego, con barras de hierro, se palanqueaba para que se desprendiera el banco de tierra. Cuando aparecía una piedra de gran tamaño, dos hombres la trasladaban dándole vueltas y, a continuación, sobre una parihuela, la cargaban hasta la pared o la echaban en la escombrera. En el sorribo, debajo, se ponía cascajo (“le decían el recebe de la huerta”), con lo cual se evitaba el encharcamiento. El sobrante lo sacaban -primero en cestas de varas de castaño hechas en La Orotava y, más tarde, en cubos de hierro provistos de asas- y lo depositaban detrás de las paredes.

 

Con la reja del tractor -en tiempos más recientes- se «araba el terreno». Si era flojo, le añadan cascajo para que las tierras filtraran -por el motivo de que se regaba con atarjea...-. Ya está el terreno preparado para proseguir.

 

 

 

La medición para levantar la otra pared: Considerando que de mata a mata, dirección norte-sur, debe haber una distancia de 2,80 metros, y de 2,33 de este a oeste: “siempre buscando la claridad del sol por lo más ancho de la poceta, hoy son calles; la platanera quiere claridad pa vivir mejor”. Las paredes -cada finca suele disponer de las cuatro correspondientes- son de piedra seca, adaptadas al terreno y al cultivo, las más antiguas se “arrasaban” o remataban con piedras enteras: “lo cual hoy se hacen con rajas, de cualquier manera (…) se podían caminar sobre el arrase y no se movían las paredes...” Se recuerda a quienes destacaron como grandes paraderos: “Los Sarguitos de la Caleta, Maestro Víctor Palenzuela y el hermano (“los llamaban la Guardia Civil, porque siempre andaban juntos”). Lucio Hernández (“Lucio el Majorero”), Maestro Felipe de El Carrizal, quien se encargó de levantar las paredes de la finca La Velazca: “no entra un lagarto por la unión de las piedras; no usaban rajas, piedra con piedra”.

 

El propósito de todo ello es el de “escuadrar”, “cuadrar” o racionalizar el terreno: “desde que usted no cuadre el terreno, se pone loco; tienen que estar a escuadro para que queden bien alineados y no se quiten la luz ninguno”. Primigeniamente tiemblen se hacía, pero utilizando otras medidas. Toda vez drenado y hecho el escuadro, se pasa a la siguiente fase.

 

 

Poner la tierra. La que usaban los viejos la obtenían in situ o en los alrededores. Cuando hicieron acto de presencia los camiones y los tractores -años sesenta- se empezó a bajar tierra de Erjos y desde diferentes lugares del Valle de El Palmar, ligándola con la de la costa. Al parecer, el iniciador de tal avance (“a él se le ocurrió”) fue el propietario don Adriano Cordobés Pérez, vecino de Las Cruces (Garachico). La tierra de El Palmar la vendían por camiones (100 pesetas la carga de cada uno), y más tarde por metros cúbicos; en el lugar de extracción un hombre controlaba (“cubicando el camión”); y abajo, en la propiedad, otro trabajador anotaba la matrícula y la hora de llegada: “para evitar confusiones”. La tierra proveniente de las medianías se ponía en un sitio y la de la costa en otro, añadiendo en el momento de mezclarla una pala de cada una; ahora bien, cuando la tierra de El Palmar era fuerte, entonces se ponía una pala de ésta y dos de la costa, por ser tierras más flojas. Si la huerta era espaciosa se ligaba allí mismo, en el mezcladero. Cuando a la tierra se le agregaba estiércol de vaca, por cuatro paladas de la primera se añadía una del mencionado abono animal, comprado y trasladado en camiones desde El Palmar, Erjos, El Tanque... Desde el mezcladero hasta la huerta se llevaba en camiones, colocándolo en línea sobre el terrero con una pala mecánica. Uno o más peones, con azadas, emparejaban el material al que, según posibilidades o del que se dispusiera, le daban una altura de 80 ó 90 centímetros.

 

 

Caña con alambre en un extremo para el trabajo en las plataneras.Medir para plantar. Podía llevarse a cabo de naciente a poniente, del siguiente modo. A 1,15 metros con respecto a la pared este, se extendía un hilo que iba, desde la pared norte a la sur, atándose sus extremos a un hierro, de 1 metro aproximadamente de altura, cuyas partes inferiores se enterraban en el propio suelo; su recorrido, dejando espacios extremos de 1,40 metros, se distribuía en tramos de 2,80 metros, valiéndose de una caña de igual medida que llevaba un trozo de alambre sujeto en su extremo terminal (véase fotografía). Al concluir, con la ayuda de una caña similar aunque de 2,30 metros de largo, el hilo se rodaba hacia poniente, la señalada medida, volviendo a reproducir la misma operación, de modo que las plantas distarán 2,80 metros en dirección norte-sur y en dirección este-oeste, dejando entre las paredes y las primeras filas de plantas distancias de 1,40 metros (lado norte y sur) y de 1,15 metros (lado este y oeste), orientado todo ello a aprovechar el espacio de la mejor forma posible: “siempre buscando la entrada del sol, pa que el sol entrara por las calles y para que la planta quede derechita; si no, queda un caracol”.

 

Al tiempo de marcar con la caña de 2,30 metros, otro peón “clavaba” en el terreno una caña de unos 50 centímetros de longitud, haciéndolo con la propia mano, por la circunstancia de que la tierra se encontraba suelta.

 

 

Plantar. Tras colocar las indicadas cañas un peón, con la azada, abre, en el lugar señalado por cada una de aquéllas, un hueco de unos 40 centímetros de profundidad en el que se introducen las cabezas de platanera. La parte baja de la cabeza se cubría con algo de tierra y encima, otro trabajador, añadía un poco de estiércol, recubriendo todo lo añadido con tierra.

 

El sistema se simplificó tiempo después disponiendo, en el hilo, un trozo de esparadrapo cada 2,30 metros; así, debajo de cada una de esas señales se plantaba la cabeza de platanera.

 

Las cabezas ciegas, o sin hijos, se plantaban a primeros de junio; cuando tenían reventación de hijos, en julio y hasta en agosto, siempre procurando los buenos tiempos (mercado...) para proceder a cortar la piña que proporcionaba el plantón brotado en cada cabeza.

 

En cierta medida, el éxito de producción radica en saber ligar las tierras y escoger las plantas para el cultivo. Al darle vuelta a la cabeza y observar alguna veta, “una veta mala”, la rajaban y desechaban; los viejos, con la barra, la abrían en dos para que los peones no la cargaran para plantarla; los deshijadores -es decir, quienes arrancaban las cabezas- por cada una de las que estaban en buenas condiciones, metían una piedrita en el bolsillo: “al terminar se reunían los tres a ver las que habían y decían: nos faltan tantas”, todo ello en función del pedido realizado por un determinado cliente: “venían del Puerto de la Cruz y del Sur a comprar aquí cabezas de platanera”.

 


Posterior al plantío de las cabezas. Primero se llevaba a cabo con acequias o «cequias» de tierra provisionales; en el señalado sistema la voz «trastón» define a un «camellón» de tierra que divide cada seis matas en dos partes, a fin de que el agua no se pase de una poceta a otra: “es el cabecero, el final de la poceta”. Luego con atarjeas. Éstas se construían uno o dos meses después, toda vez que el terreno tuviera varios riegos, «que pesara», es decir, estuviera ya consolidado. La atarjea maestra trae el agua desde el estanque o charca hasta las restantes.

 

Su confección fue obra de albañiles especializados quienes procuraban que dispusieran del 2 % de corriente para que no rebosara la torna cuando cambiaba el agua de una poceta a otra. Las atarjeas -de unos 20 centímetros de ancho y 25 de alto- se hacían mezclando zahorra, cal y un poco de cemento, utilizando moldes de madera de 2,5 metros de largo, forrados con latón para que no se pegara de los lados; para lograr el hueco correspondiente a la torna -o desemborno de la atarjea a la poceta- se disponía un trozo de madera con un asa de hierro. Todo el molde se colocaba encima de la zapata, confeccionando previamente con piedras o con trozos de canto de las canteras de Buenavista, usando cal como argamasa. En los últimos años las atarjeas han sido reemplazadas por el riego de aspersión y, más recientemente, por goteo.

 

A los nueve o diez meses de plantar las cabezas, empiezan a surgir en los plantones las piñas: “parir”. Los meses más idóneos para la aparición son junio, julio y agosto: "por la calidad y por los precios”. Obtener ventajas requiere desarrollar diversas labores. Con horcones adquiridos en los remates del monte, se protegía las plataneras contra el soplo de los vientos; su extremo superior, terminado en horqueta, sujetaba el tallo de la planta, yendo el contrario enterrado en el suelo. Los ganchillos, de caña, separaban la piña del plantón, procurando que aquella quede lo más horizontal posible para que "el llenado" o engruese de la fruta sea homogéneo y conveniente; el extremo superior del ganchillo (“uña de arriba”), acabado en bisel, se dispone en la parte alta de la bellota; y el puyón, en forma de horquilla, va clavado en el plantón. La flor es la gomilla y es conveniente desflorar, quitar la gomilla o desgomillar, efectuándolo con un cuchillo "porque es pegajosa en las manos” y porque, de no llevarlo a cabo, "se honga el plátano”. A los cuatro o cinco meses de su aparición se cortan las piñas en la costa, teniendo lugar en las medianías uno o dos meses después.

 

La fabricación de las fincas de platanera es -sin habérselo propuesto- una de las tantas lecciones magistrales impartidas por la gente de nuestros campos.

 

 

Este artículo fue publicado en el número 47 de la revista El Baleo.

 

 

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