A la memoria de un gran Amigo y Maestro de la Tierra,
don José Martín Rodríguez (Joseíto el de la venta)
Recogimos hace algunos años -en boca de un informante de La Gomera- lo siguiente: lo cuenta uno a la juventud chica y no lo creen, tiempos pasaos. Con mucha probabilidad, gran parte de la juventud chica desconoce que determinadas costumbres relacionadas con las bodas son de uso muy reciente: celebrar el banquete nupcial en restaurantes y hoteles, las despedidas de soltero y soltera, la luna de miel, el corte de la corbata del novio, listas de boda... El siguiente relato va a extrañar y choca frontalmente con la mentalidad actual, muy volcada a hacer las cosas por y con dinero. Aconteció en Teno Alto (Buenavista del Norte), en el confín de la isla de Tenerife.
La iglesia de Teno Alto fue inaugurada el día 13 de septiembre de 1986. La luz eléctrica llegó a comienzos de la década de los 80. Y el teléfono, ubicado en la venta, en 1985. Y como la pista de tierra se aperturó en 1972, las relaciones con Buenavista solían hacerse a través de la vía más corta, el Camino del Risco. Por allí bajaban con carga los vecinos y vecinas; llevaban en brazos a los niños que iban a recibir el bautizo; dos hombres portaban la caja de enterramiento comunal, provista de varales; y ese era también el derrotero que debían hacer quienes iban a contraer matrimonio en la iglesia parroquial de Buenavista. El Camino del Risco es escarpado y muy estrecho: medio metro es lo más corriente.
La última boda que subió por Risco Teno -tuvo lugar el día 15 de julio de 1972- fue la que enlazó a Emilia González Martín y Miguel Díaz Álvarez, quienes contaban, respectivamente, con 18 y 21 años de edad. Se conocieron en la escuela: Miguel empezó mayor, a los 12 años, porque los padres no lo dejaban ir, y fueron sellando su amistad en los encuentros habidos durante el discurrir de los bailes de cuerdas, tan pródigos en la comunidad. Por entonces -según refleja el padrón de habitantes de 1970-, Teno Alto, con una forma de hábitat diseminada, contaba con una población de hecho de 177 habitantes.
El banquete de la boda -parte fundamental del ritual- se celebró, como era costumbre, en la casa de los padres de la novia, ubicada en el caserío de La Mulata. En su preparación fue elemento esencial la buena relación entre vecinos. Algunos de ellos -familiares y allegados- se encargaron de desalojar y predisponer el espacio desde tres días antes, dejando las habitaciones principales libres y trasladando los muebles al pajero, el lugar donde dormían de noche, encima de los colchones. Miembros de la vecindad, en el ámbito de una comunidad campesina y ajustada, cedían sillas y mesas: y si no conseguías para todos, armabas tablas; no había muchas, a lo mejor te prestaban una mesa y las cosas iban al suelo. También se prestaban calderos, manteles, platos y cubiertos, marcados estos últimos adhiriéndoles por detrás un trozo de esparadrapo con el número correspondiente a quien los aportaba para la ocasión. Se intentaba que el día de la víspera estuviera todo predispuesto.
Los regalos eran entregados antes de la boda y a veces el mismo día. Materializados en cosas sencillas, lo que necesitabas en la casa: media docena de platos, seis jícaras de café, una manta, un caldero, un juego de sábanas, una colcha..., dándoselos personalmente a la contrayente: toma, mi niña, media docena de jícaras.
El día antes de la boda -al mediodía sería- la novia, sus dos hermanas y la madre bajaron el Risco para recoger -en la tan añorada panadería de doña Eladia- lo que habían encargado previamente: los rosquetes, los bizcochos (que le ponía un adornito blanco por encima) y la tarta, además de los dulces que fueron comprados en otro establecimiento. Todos esos manjares -de vuelta, también por el Camino del Risco- los subieron en cestas, salvo la tarta de cinco pisos que -desmontada y en el interior de una caja- fue portada por la propia novia. Tras llegar y descansar -siguiendo una tradición plenamente instituida-, la madre y la contrayente dejaron en cada casa de vecino un plato con rosquetes.
Al siguiente día, el de la boda, la comitiva -de la que también formaban parte niños de corta edad (parriba tenían que echárselos los padres al hombro)- descendió por el Camino del Risco para llegar a la iglesia de Buenavista. Se invirtieron alrededor de cuarenta y cinco minutos, por ser gente de Teno acostumbrada a recorrer la mencionada travesía: en ese tiempo estaba una práctica, lo bajabas con cestos de higos, con queso, coles cerradas..., lo bajabas hasta tres veces a la semana, no había otra entrada.
Los novios, en diferentes cuartos, se vistieron en la casa que tenía una de sus hermanas, Luisa, en el barrio de El Molino. Los trajes fueron obra de una afamada costurera de Buenavista, María Dionisia. El de la novia, que lo bajaron por El Risco envuelto en un mantel, causó la complacencia de la contrayente: no me acuerdo cuánto costó, porque eso lo pagó mi madre; yo cuando lo vi, me quedé asombrada porque el fondo era rosado, fue de los primeros. Toda vez dispuestos, desde El Molino marcharon hasta la iglesia. Primero la novia, del brazo del padrino; y detrás el novio, del de la madrina. Delante de la futura esposa -que portaba en la mano un ramo de flor de novia, regalo de don Alonso, el Conde de Siete Fuentes- marchaban las dos niñas de su hermana Luisa, convenientemente engalanadas para la ocasión. Fueron padrinos su hermana Guadalupe y el esposo de ésta, Gregorio, habiéndose ofrecido para ello en un tiempo en el que se prefería, para desempeñarlo, a quienes fueran parientes: antes se ofrecían para ser padrinos, lo que ahora no. Poco antes de la hora marcada para la ceremonia -las 10:30 horas del sábado 15 de julio de 1972- se llegaba a la entrada del templo.
Tras concluir, se brindó con chocolate, dulces, bebidas... en el salón de Juan Manuel, negociante buenavistero especializado en organizar eventos relacionados con enlaces nupciales.
Y a su finalización, volver a subir El Risco, camino de Teno Alto, aunque invirtiendo más tiempo que durante la bajada: por lo menos dos horas, se metió gente que no estaba acostumbrada a caminar. El nuevo matrimonio marchaba delante ataviado con sus galas características, aunque los zapatos sí me los cambié, era mucho tacón para subir. En diferentes puntos del camino -Fuente de los Barqueros, a medio El Risco, y al llegar arriba, en La Era- se hicieron paradas y se brindó a la concurrencia con rosquetes y bebidas (vino, anís, Sansón, agua...) que portaban las mujeres (por el camino se dían relevando) en el interior de cestas y seretas, Se le daban vivas a los novios. Y algunas mujeres, deseándoles felicidad, les tiraban pétalos de flores al tiempo que clamaban coplas características o, simplemente, flores pa’ los novios, flores pa’ los novios. Como gratitud se les llenaba de rosquetes el plato donde portaban los pétalos de geranios, rosas blancas..., agregándoles algún real. Camino de La Mulata, en Las Charcas, volvieron a tirarles flores.
Se empezó a comer a las tres o cuatro de la tarde, cuando llegamos. Dada la importante concurrencia (ciento y pico personas, mi boda fue grande), se prepararon varios cuartos y la azotea -protegida con una mampara confeccionada con traperas-, que fue el lugar principal donde se sentaron los esposos, padrinos y las personas más próximas. Comieron sopa de gallina y papas con pescado salado y mojo de azafrán. Se habían encargado de prepararla (siempre las llamaban a ellas, venían voluntarias, es decir, sin cobrar) seña María Bencheque, de Matoso, y doña Jovita, de La Mesita. No faltó el vino ni la cerveza, que entonces venía por cajas. Endulzaron los paladares los dulces y la tarta a los que ya nos hemos referido. El padre de la novia y el padrino repartieron puros. Y se escucharon, repetidamente, vivas a los novios.
Después de comer se desmontó todo y se hizo baile en la azotea, ofreciendo bebidas tales como coñac, vino Sansón y anís. Baile de cuerdas animado por tocadores locales (de los mismos invitados) sentados en sillas colocadas sobre el propio piso. Se bailó al son de ternas tradicionales: isas, folías, malagueñas, tajaraste... Acabó de madrugada -a la luz de velas y camping gas-, hasta que la gente aguantó; y los que se quedaron pa ayudar a recoger, a dormir al pajero otra vez, siempre se quedaba familia pa ayudar a recoger.
Lo relatado representa un ejemplo de colaboración y adaptación, a veces agravado por las circunstancias climáticas (viento o lluvia transitando El Risco). Y que se asumía con normalidad y hasta complacencia: la vida era eso y era uno feliz, no se conocía otra cosa.
La presente narración se la debemos, esencialmente, a las palabras y recuerdos de Emilia González Martín, a quien agradecemos su apoyo y sinceridad, Aún conserva la corona y el vestido de novia. Y el álbum con las fotografías que le hizo su hermano Víctor con la cámara Agfa que trajo de Alemania, desde donde se trasladó -pues residía allí como emigrante- para asistir al evento. Son estampas que denotan asumir con orgullo la historia más próxima e íntima: la de la propia familia.
Este texto fue publicado en el número 56 de la revista El Baleo.