Revista n.º 1074 / ISSN 1885-6039

Dos retratos de Domingo Rivero.

Viernes, 19 de febrero de 2010
Antonio Henríquez Jiménez
Publicado en el n.º 301

Fíjese el lector en que Ángel Guerra califica lo expresado por el poeta como “filosofia”. La vena pensadora le venía a Rivero quizás por su propio carácter. No hay, creo, que acudir a la lectura de Unamuno (en esta época casi un desconocido), como apunta Valbuena Prat, al caracterizar su poesía en un párrafo introductorio del discurso inaugural del curso de la Universidad de La Laguna en 1926. Cuando Unamuno llega proponiendo sus ideas, ya estaba Rivero en el camino.

Domingo Rivero en una edad mediana de su vida.

 

Dos retratos del poeta Domingo Rivero González (Arucas, 1852-Las Palmas, 1928), vecino de Guía en su niñez, son el contenido de este rescate. Uno viene firmado por Ángel Guerra, pseudónimo del lanzaroteño José Betancort Cabrera (Teguise, 1874-Madrid, 1950), y el otro no trae firma, pero el estilo descubre a su autor, nombre que dejo a la perspicacia de los lectores.


Antes de seguir, les recomiendo que se salten mi introducción y lean los dos textos que hoy les presento; y, si después les queda curiosidad, vuelvan a estas mis palabras.


En España, diario católico-tradicionalista de Las Palmas de Gran Canaria, dirigido por Arturo Sarmiento Salom, se publica el poema “Las dos alas” de Domingo Rivero González, el 1 de enero de 1899. Dos días más tarde, en el mismo periódico, se publica un comentario del poema, firmado por Ángel Guerra. Su escrito se titula “De casa. Primicias del año”.


El segundo retrato se publicó, doce años más tarde (1911), en otro periódico de Las Palmas. Se titula “En broma. Dos jardines”. Con el antetítulo “En broma”, el escritor que nos esconde ahora su nombre había publicado en periódicos de la isla varios escritos desde 1904 a 1906, unos firmados con su nombre y apellido, otros con un pseudónimo que en otro momento daré a conocer, y otros, como el presente, sin firma. En “Dos jardines” tampoco se da el nombre del retratado, Domingo Rivero; pero la descripción nos lleva a su figura.


El poema de Domingo Rivero “Bate el águila altanera” aparece como epígrafe del escrito de Ángel Guerra. Hoy me interesa titular este escrito como retrato, pero es en verdad un auténtico comentario de texto del poemita, que es un ejemplo de lo primario que era escribiendo, en aquella época, el lanzaroteño, con comparaciones incluso brutales, en la línea del mejor naturalismo. ¿Conocía José Betancort el poema antes de publicarse? Puede que sea verdad lo que dice, que escriba la fuerte impresión que le ha dejado la lectura del poema de Rivero, sin pensárselo dos veces. Hay en su obra primera muchos ejemplos de esta impulsividad.


Debía, en primer lugar, José Betancort conocer muy bien a Domingo Rivero, íntimo y correligionario del director del periódico Las Efemérides, José Franchy y Roca, donde también firmaba artículos Ángel Guerra. En las tertulias de dicho periódico lo trataría asiduamente, y conocería esa “oculta vida ideológica” que da a la poesía que comenta la “gran fuerza evocadora” y la “sugestión extraña que asocia las ideas”. Califica de épica la poesía del “poeta amigo”. Muchas conversaciones con el ya muy caminado Rivero, conocedor de muchas rutas, y no sólo topográficas, parecen encerrar esas frases.


Fíjese el lector en que Ángel Guerra –vamos a quitarle ya la cursiva– califica lo expresado por el poeta como “filosofia”. La vena pensadora le venía a Rivero quizás por su propio carácter. No hay, creo, que acudir a la lectura de Unamuno (en esta época casi un desconocido), como apunta Valbuena Prat1, al caracterizar su poesía en un párrafo introductorio del discurso inaugural del curso de la Universidad de La Laguna en 1926 (“clasicista, vigoroso, unamunesco, íntimo”). Cuando Unamuno llega proponiendo sus ideas, ya estaba Rivero en el camino. Sería interesante ver si en su biblioteca se encuentran, al menos, los autores que cita Ángel Guerra en el texto. Su vida, digamos, de disipación antes de ponerse en serio a acabar su carrera, con los viajes a París y a Londres, le da motivos de honda reflexión. Esa vida pasada, que Ángel Guerra conocía, como he dicho, por sus conversaciones con Rivero, le hace reflexionar, quizás cargado de alguna culpa que expiaba, como columbra Manuel González Sosa en sus estudios sobre Rivero2.


Ángel Guerra se admira de la síntesis de toda su vida que elabora Rivero en una simple quintilla. Ya que nombré hace poco a Miguel de Unamuno, diré que el vasco parece que no creyó la historia del poeta canario. Esto sucederá 11 años más tarde del escrito de Ángel Guerra. ¿No expresan cierta incredulidad (no exenta de soberbia) las palabras que dejó plasmadas en el recuerdo autógrafo de la visita a la finca familiar del Monte, en julio de 1910, en las páginas del álbum de la mujer de Rivero? La cita la tomo del libro de Eugenio Padorno, Domingo Rivero. Poesía completa. Ensayo de una edición crítica, con un estudio de la vida y obra del autor3:

 

¡Y qué dulce debe ser ahí soñar en viajes y aventuras que jamás han de emprenderse, y sabiendo que no han de emprenderse, y fantasear tierras remotas. Y dejarse cunar por el canto de las olas, que no se sabe si es ruego o queja o rendimiento de gracia. Y dejar que así se vayan y vengan los días como las olas vienen y van, y esperar a la última ola, o a la que nos traiga el descanso, tal vez después de la tempestad.

 

Por testimonio de una de las hijas de Rivero, se conoce la extrañeza e incredulidad de Unamuno ante los conocimientos de literatura extranjera del poeta.


Todos sabemos del espíritu abierto y de la filiación republicana del poeta aruco-guiense, contrastados fehacientemente en los trabajos de los citados Padorno y González Sosa, y también por un paseo por las páginas de la prensa de la época, donde encontramos muchas veces su nombre en las listas solidarias de atención a cualquier causa de personas necesitadas, y en los manifiestos por las libertades públicas.


Para mí el poema en cuestión es una especie de jarro de agua fría con que se encuentran los lectores de España de primeros de año de 1899, que desentona con el aire amable y frívolo que se suele dar a los escritos con que se celebra la llegada de un nuevo año, aquí casi la de un nuevo siglo. Señores, esta es la única verdad, espeta Rivero a los lectores del periódico ultramontano. El destino es el destino, que cada uno se apreste a aceptar lo que le venga, o lo positivo o lo negativo.


El poema aparece en la primera página del periódico, con letra destacada y distinta a la de los dos escritos que lo franquean, y con cuyo carácter sermonario contrasta enormemente (uno lo firma el “Arcipreste de Canarias”, J. López Martín; el otro, el canónigo Amaranto Martínez de Escobar; el primero es un ataque a la paganización de la fiesta de año nuevo; el segundo, un canto a los valores cristianos del nacimiento).


Vale la pena que siga enumerando el contenido del resto del periódico, para que se vea la compañía en que se insertó el poemita de Rivero. En páginas sucesivas, vienen los escritos del entonces Delegado del Gobierno Civil, Ferreol Aguilar, titulado “Regeneración”; del Canónigo Lectoral Pablo Rodríguez, de Fernando Inglott; un poema de Amaranto Martínez de Escobar; el escrito “Fe”, de Luis y Agustín Millares Cubas; los de Federico León, Rafael Ramírez Doreste, el Canónigo Penitenciario Francisco Vega y Prudencio Morales. Hay un curioso artículo de Franchy y Roca, donde no pierde ocasión de meterse con Fernando de León y Castillo; otro de Leopoldo Navarro Soler; un poema (“Olvido”) del colaborador de Franchy en Las Efemérides, Antonio Goya; un “Pensamiento” de José Tabares y Barlett; un texto pequeño de Edmond Mendoza Pérez; un artículo del Presbítero J. Marrero (“Mi tarjeta”), en el que dice, entre otras cosas, que “la desdicha reina en el mundo y sobre todo bate sus alas la muerte” (en el poema de Rivero bate sus alas “el águila altanera”; aquí lo hace la muerte); luego, el Presbítero da un sesgo más positivo a su prédica. Sigue una pequeña nota de Ángel Guerra (“Germinal”), de sentido totalmente regeneracionista; el pesimista artículo de Rodolfo Cabrera, el patriótico de José Mesa y López; otro, también regeneracionista, del célebre Padre Viera (J. Viera Martín); otro de Mario Arocena, que acude a la Alhambra de Granada para recordar una de las glorias de España, el fin de la Reconquista. Hay un artículo de Miguel C. Sarmiento, de carácter irónico para la frase “Año nuevo”; una corta nota de Zerep, y un fervorín, sin firma, de marcadísimo carácter religioso. Al final, el director del periódico da las gracias a todos los participantes, afirmando que no publica el artículo que tenía preparado porque le da vergüenza presentarlo entre los que forman el número de ese día.


Hay que entender que el llamado “desastre” de las colonias está a flor de piel; en estos escritos campean tanto la postura regeneracionista como la de acudir a las lloradas gestas de España.


Yendo más adelante en el tiempo, nos podemos hacer la pregunta de por qué Rivero escribió tan tardíamente el soneto “A Fermín Salvochea”, con fecha al pie de 1926, después de jubilarse. El soneto no se publicó mientras el poeta vivió, sino en época posterior. ¿Lo escribió verdaderamente en la fecha indicada, o al morir el líder anarquista, en 1907? Es posible que el poema estuviera escrito o pensado mucho antes de la fecha de la firma, reposando en la gaveta de su mesa, en espera de su jubilación de la Audiencia, para no tener que habérselas con alguna autoridad demasiado celosa por la ortodoxia de sus funcionarios. También nos podríamos preguntar el porqué volvió a España a cursar los estudios de Derecho al comenzar la República, en 1873, y no antes.


Su incardinación en la vida de trabajo oficial, primero como relator (1884) y luego como Secretario de Gobierno (1904), le obligó, indudablemente, a llevar una vida apartada, prudente, lejos de las banderías ideológicas (alguno de sus compañeros de leyes no se cuidaba de ello, y obraba según dictados ideológicos, de partido, como se puede ver por la prensa de la época; pero, claro, estos magistrados eran de la misma cuerda que los que gobernaban), aunque muchos sabrían que debajo de aquella apariencia se ocultaba una historia y una ideología no de acuerdo, en apariencia, con su status social.


Incluso no sería extraño que ciertos textos en prosa que aparecieron en la prensa de Las Palmas, sin firma, a la muerte de Salvochea fueran obra suya. Algo por el estilo le ocurrió a un familiar cercano, que enviaba inflamados artículos anarquistas a cierta prensa de esta ciudad mientras estudiaba fuera, y que, ya investido de un trabajo oficial en la judicatura, al tener que ganar el sustento familiar, dejó de firmar sus escritos. No estaría de más que el curioso se acerque al poema “La balada de un Cristo abandonado” (pp. 483-484 del libro citado de Padorno), donde –con ecos de Heine, Stecchetti o el no citado por Ángel Guerra León Tolstoi– describe el “ambiente de espesa malicia” en el que se mueven Sus Señorías.

 

 

Domingo Rivero en 1872 (Fedac)

 

 

El título de la serie a que pertenece el segundo escrito que presento (“En broma”) por sí solo explica el sesgo del texto. Dentro de la ingenuidad descriptiva, el texto no se nos presenta tan “en broma”, como parece, ya que transmite una acerbísima crítica a la sociedad de Las Palmas de la época, en especial al estamento judicial y sus aledaños, con el empleo de una ironía demoledora. Por él nos enteramos de algunos de los objetos que se mostraban a los turistas. Hasta no hace mucho, una horca estaba en un sótano-cripta de la Casa de Colón. ¿Se acuerdan?


El autor nos lleva a dos escenarios de la administración de Justicia; primero, al palacio del Regente, en una de las esquinas de la Plaza de Santa Ana, donde la naturaleza es allí hermosa y cuidada. Luego nos transporta a la Audiencia, junto a la iglesia de San Agustín, donde la naturaleza es lo contrario a la de la Casa Regental: ni hermosa, ni cuidada, a lo que salga, asilvestrada, de acuerdo con los que por allí transitan (ñames, geranios vulgares, tunos, calabazas), a excepción de una única flor, “un hombre alto, pálido”, con barba, “el único poeta de la curia”. Para llegar a él hay que atravesar mesas y pasillos. Allí, en una habitación recóndita, ocupada por “la única flor de la casa”, contemplaba el poeta retratado el mar.


Recordemos lo que nos dice Rivero en el poema “Viviendo”: Acepta su destino, mientras oye al mar y ve en él el drama de la emigración:

 

                              Mi oficina da al mar. Desde la silla
                              donde hace treinta años que trabajo,
                              las olas siento en la cercana orilla
                              de las ventanas resonar debajo.

                              Y mientras se deshacen en espuma,
                              en la playa al batir, constantemente,
                              yo en mi triste labor muevo la pluma
                              y crecen las arrugas en mi frente.

                              A veces sobre el mar pasa una nave
                              que se pierde a lo lejos como un ave
                              que empuja el viento del Destino esquivo…

                              Son emigrantes. ¿Volverán? ¡Quién sabe!
                              Cuando su lucha por la vida acabe
                              yo trabajando seguiré si vivo.

                              1916-1924.

 

 

Sigamos recordando ahora el poema “Al poeta muerto”, Tomás Morales: El poeta Rivero sigue oyendo al mar y sigue aceptando su vida:

   

                              Un día, en mi oficina –hasta cuyas ventanas
                              del ancho mar cercano llega el ruido–,
                              con tristeza te hablé de la mezquina
                              labor que mi existencia ha consumido
                              mientras oigo las olas soberanas…

                              Y aquí sigo, Tomás, donde me viste;
                              y hoy de junto a este mar, que fue tu gloria,
                              mi vejez que, escuchándolo, resiste
                              en esta lucha estéril por la vida,
                              un recuerdo consagra a la memoria
                              de tu robusta juventud vencida…

                              15 Febrero de 1922.

 

 

El poeta Domingo Rivero.A otro poeta recién muerto dedicó Rivero también un poema, que apareció en La Crónica, el 2 de diciembre de 1925, bajo el título “Rafael Romero”. La siguiente nota al pie del poema es significativa de los avatares que corrieron los poemas de Rivero al pasar al público: “(Estos admirables versos, que publicamos sin permiso del autor, tienen la fecha del día que se hicieron, y en la que no nos fijamos al robarlos. Esperamos que el autor nos perdonará los dos delitos.)” Al pie del manuscrito autógrafo del poema “A la memoria de Rafael Romero”, que transcribe Eugenio Padorno (p. 448), se puede leer: "Monte. 27 Nov(iembre) 1925." El poema, pues, fue firmado a escasos 13 días de la muerte de Alonso Quesada. En tal ocasión, Rivero sí recuerda el mar, pero no su oficina de la Audiencia, casa de la que él era “la única flor”.

 

 

                                 A veces, en la calle, al vernos un instante,
                              a la hora en que el trabajo breve tregua nos daba,
                              nimbado de emoción el pálido semblante
                              sus más recientes4 versos, erguido recitaba.

                                 Y así le veo5 siempre: humilde y altanero
                              –toda su vida6 fue pobreza y poesía–,
                              sus versos a la altura lanzar como un hondero,
                              en medio de la atlántica serenidad del día.

                              D. Rivero.

 

 


Textos del Rescate

 

 

De casa. Primicias del año

LAS DOS ALAS.

Bate el águila altanera,
que el destino simboliza,
sus alas, sobre el que espera:
con una, aviva la hoguera;
con otra, avienta ceniza.
D. RIVERO.

 

          No; no puedo, no quiero dejar que pase esta impresión espléndida, y escribo.
         Escribiré sin arte, en desorden; como el obseso que ríe y llora, alternativamente, como un loco.
          No va el símil a capricho; los versos anteriores son así. A los espíritus enfermizos y a las sensibilidades doloridas, almas de poeta, un verso les hace reír y otros versos les hacen llorar. No sé quién llamó a esto humorismo. Creo que Richter. Pero no quiero seguir este camino de la crítica, al hablar de los versos que transcribo. No soy en este instante cerebro que medita a solas. Más bien soy corazón, cuyas fibras se dilatan y contraen con impresiones diversas; soy nervio sacudido; mi pluma es cuerda de guitarra, que se alboroza o se lamenta según se la haga vibrar.
         Si fuese crítico hablaría de Heine, de Stecchetti, de Balart, poetas hondamente humanos, cuyas plumas no destilan versos sino recónditas tristezas de la vida, tristezas nerviosas, temblor del que llora hacia dentro, que ha dicho Ochoa, tristezas que gritan, que se quejan, mojadas con lágrimas húmedas, rociadas las penas con risas, como se rocían las heridas frescas con ácidos que escaldan. Con las doloras de esos poetas había de buscar yo analogías, para los versos del principio. No las busco porque necesitaría un examen analítico, una disección filosófica, relacionar el subjetivismo lírico de los grandes maestros, que derraman sus propias ideas en el sacudimiento interno que va del corazón a los labios, y es risa, y va del corazón a los ojos, y es llanto, con la poesía épica del poeta amigo, en cuya alma la realidad se refracta, como la luz en el prisma, y se descompone en colores, sin que nosotros veamos más que el ala blanca del águila simbólica, que aviva la hoguera y el ala negra que avienta las cenizas. ¡No es justo destrozar los cortos versos para buscar una filiación vana; mi entusiasmo se resiste, como mi ilusión se negaría a destrozar las carnes palpitantes de una mujer hermosa, por el capricho necio de encontrar su alma! Dejémosla intacta, adivinando sus secretas bellezas por un amor ideal.
          Tiene la poesía una gran fuerza evocadora, una sugestión extraña que asocia las ideas, una oculta vida ideológica. Los dos aspectos de la vida, el dualismo espiritual del ser, la humana naturaleza con sus dos caracteres, pesimista y optimista, han encontrado una síntesis brillante para expresarse. Esto es filosofía, y esto es arte. ¡Mas no hablemos en serio, estudiando; divaguemos!
           A la evocación del poeta, yo me represento el destino, como águila simbólica, batiendo sobre el hombre sus dos alas.
            A mí me llega el aire acariciador de la una, y creo, espero, ¡amo! Siento el roce de la otra, y maldigo, odio, ¡desespero! Bate las alas, alternando, como la suerte en la vida.
            Al avivarse la hoguera, las alegrías se despiertan, los amores crecen, los sueños traen vértigos de locura y las ilusiones pasan alrededor cantando el himno de la felicidad entrevista. ¡Vive!, dice al llegar la esperanza. Al aventar las cenizas, las tristezas hierven, los desengaños aúllan, el odio brama, la desesperación se retuerce, y sobre el alma caen las últimas lágrimas, como la tierra dentro de una sepultura. ¡Muere! nos dice el amor al despedirse.
            Pocas veces en mis años he encontrado una poesía tan gallardamente inspirada. Es corta, es breve, no pasa de cinco renglones, se reduce a las estrecheces de una quintilla, y sin embargo ¡qué grande, cuando encierra toda la filosofía de la vida!
             ¡Feliz Año Nuevo, que nos ha traído como merced un poeta!

Ángel Guerra.


Las Palmas.

 

 

 

 

En broma. Dos jardines

         Tiene la Regencia un jardín que bien pudiera llamarse el jardín de las Hespérides. Rosas encarnadas como la grana, como la cara de un acreedor cuando cobra; rosas amarillas, pálidas, como la cara de un litigante en segunda instancia. En aquel jardín, la naturaleza se muestra espléndida. Los árboles crecen gigantescamente: las trepadoras cubren las tapias del jardín; la fruta recuerda por su dulzura los países tropicales. ¡Aquello es un idilio! Allí vive el Presidente de la Audiencia, el mayor de los curiales.
          Pero en cambio, ¡oh dolor!, el patio de la Audiencia no ha podido nunca producir flores. Alguna que otra ñamera, geranios, muy vulgares y hasta tuneras y calabazas. Aquel es el patio de los interdictos, de las ejecuciones, y para colmo de suplicio, allí está el garrote, the garrote, como dicen las tarjetas de los intérpretes.
          Ignoramos por qué se ha indignado la prensa porque se exhibe allí ese instrumento fatídico. ¿Qué más garrote que una demanda bien planteada?
           Pero volvamos al jardín. ¿Por qué allí no se dan flores? ¿Por qué no crecen los árboles? ¿Pero van a crecer entre rollos y apuntamientos? Pasa un relator con un “rollo”, y se seca un rosal; pasa un escribano con una “competencia”, o una “declinatoria”, y adiós los geranios. Pasa un abogado evacuando... un traslado, y adiós las calabaceras.
          ¡Oh curiales menores! Sois incompatibles con las flores: sólo algunos procuradores, presumidos, se permiten el lujo de llevar algún crisantemo en el ojal.
           Pero suban ustedes las escaleras; atraviesen un kilómetro de galería; pasen por dos o tres mesas de oficina, y en el fondo de una habitación encontrarán un hombre alto, pálido, escondido dentro de una barba, ya entrecana; está redactando oficios, y al margen de las minutas hay palabras que riman, y pensamientos originalísimos; es el único poeta de la curia; es la única flor de la casa.

 

 

 

NOTAS

 

1. El lector curioso puede consultar el artículo “El Responso de Valbuena Prat dedicado a Domingo Rivero…”, firmado por David González Ramírez y Antonio Henríquez Jiménez, en la revista de la Universidad de Murcia Monteagudo (nº 14, 2009, pp. 135-154).

2. Domingo Rivero: Enfoques Laterales. Las Palmas de Gran Canaria, Ediciones del Cabildo de Gran Canaria, 2000: “Domingo Rivero y el ámbito de su memoria enraizada”, pp. 23-30.

3. Las Palmas de Gran Canaria, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, 1994, p. 33.

4. No pongo las diferencias en la puntuación. En el manuscrito: “sus versos más recientes”.

5. En el manuscrito: “veré”.

6. En el manuscrito: “porque su vida”.

 

 

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