Aquella noche la niña permaneció balbuceando incomprensibles e imperceptibles palabras durante todo el tiempo. Solo, en alguna que otra ocasión, la llamada angustiosa a su madre (¡mamá, mamá!) se oyó con toda claridad en aquella casi oscura, húmeda y triste habitación.
En un catre medio desvencijado, sobre un colchón de vieja paja, la pobre niña ardía en fiebre y un color amarillo pálido se iba extendiendo lentamente por todo su débil cuerpecito cual mancha de aceite de imparable recorrido.
Serían las tres de la madrugada cuando Adelita perdió el conocimiento; parecía muerta. Por más que trataban sus padres de reanimarla todo fue en vano. No era necesario ser un experimentado galeno para saber que una grave enfermedad estaba presente en el cuerpecito de aquella pobre niña rubita de ojos azules y tez blanca. Julián, su padre, encendió el candil para salir apresurado de la casa en busca de un médico. Pero cuando intentó abandonar la casa, una ráfaga de aire frío apagó la llama de aquel corroído candil alimentado por un maloliente petróleo. Rápidamente corrió al destartalado pajero, situado junto a la casa, y en medio de la oscuridad de la noche, se abrió paso entre las cabras y ovejas, que tranquilamente dormían allí. Acertó por casualidad a encontrar un farol casi inservible, no por el uso sino por el paso del tiempo. Con manos temblorosas encendió la vela que había encontrado en una esquina del pajero y la colocó dentro del farol, cerrando rápidamente la pequeña ventanilla que servia de puerta.
El amanecer comenzaba lentamente a despuntar en aquel barrio del Roque del Faro. Un barrio de humildes campesinos que si por algo se caracterizaba era precisamente porque nunca ocurría nada, nada que perturbara la monotonía que impera en la sosegada vida de un lugar perdido entre los pinares de los montes de Garafía.
Para colmo de males, el único médico que había en Garafía, residente en el pueblo, había enfermado. Así que Julián tenía dos alternativas: o dirigirse a Los Llanos de Aridane o a Santa Cruz de la Palma. Sabía de sobra que si emprendía el camino a pie desde el Roque del Faro hasta Santa Cruz de la Palma tardaría más de un día en llegar a la Capital, y estaba seguro que de ser así cuando regresara a su casa, en compañía del médico, su hija ya habría muerto.
El camino hasta Los Llanos, atravesando Puntagorda y Tijarafe, le pareció más corto, pero de todas formas cualquiera de las dos determinaciones le resultarían fatales ante la grave enfermedad que predecía padecía su hija porque, como decíamos, aunque él no era médico, su instinto natural le decía, una y otra vez, que la niña estaba al borde de la misma muerte.
Repentinamente una idea afluyó a su atormentada mente. "¡Juan!", se dijo interiormente y pensó en un amigo que, años ha, conoció en el cuartel y que ahora vivía en Santa Cruz de la Palma. "¡Juan!", exclamó de nuevo y una y otra vez repetía su nombre, mientras nerviosamente colocaba la vela dentro de farol. El espeluznante frío de las tres de la madrugada de ese día se dejaba sentir entre el pinar del Roque del Faro, y éste entró raudo dentro de la casa, cuando Julián abrió la puerta dispuesto a adentrarse en la oscura noche que envuelve los fértiles valles de aquellos parajes.
- Por Dios, Julián, abrígate bien -le aconsejó su mujer-.
- Dame ese saco, el de tres listas, el grande... me lo echaré por encima -decía Julián mientras buscaba la lanza de pastor, de afilado regatón, que guardaba celosamente tras la puerta de la casa-.
- Pero, Julián, ¿adónde vas a encontrar a ese amigo tuyo a las tres de la madrugada? -le requirió su mujer, mientras que el llanto, fruto de la derrota, se dejaba entrever en sus enrojecidos ojos-.
- El teléfono. El teléfono, mujer -repetía una y otra vez-.
Salió Julián de la casa, y más que correr parecía que volaba. Las gotas de rocío le empapaban el saco que llevaba puesto a modo de gabardina. La lluvia había cesado, pero la tenue luz del farol no permitía a Julián ver dónde estaban los charcos. Así que sus viejas botas estaban completamente llenas de agua. Era tal su agitación nerviosa que no se percataba de que la humedad se extendía a través de sus desgastados huesos amenazando con paralizarle su cuerpo.
Había que llegar al barrio de Franceses, ya que era el único lugar donde existía un teléfono por aquella lejana época de mediados del pasado siglo. El propio eco de sus pasos retumbaba en sus oídos y solo el graznido de alguna que otra corneja o coruja se dejaba sentir allá, a lo lejos, rompiendo el silencio en la helada noche invernal. Por fin, entre luces y sombras creyó divisar, en la lejanía, el barrio de Franceses. Aligeró el paso. El corazón parecía salírsele del pecho, pero ahora no era el momento de pensar en su salud. La vida de su hija estaba por encima de la suya propia.
"¿Localizaré a mi amigo?", se preguntaba insistentemente. Recordaba que en cierta ocasión le dijo que tenía teléfono. Hacía tanto tiempo que apenas se acordaba de ello. ¿Estaría en su casa? ¿Se habría cambiado de domicilio? O quizás habría emigrado a Cuba o a Venezuela en busca de fortuna.
El viejo aldabón de hierro fundido que la puerta tenía sonó fuertemente y con insistencia una y otra vez. Esperó impaciente… Por fin una luz se encendió dentro de aquella vieja casona y una voz ronca, de hombre ya maduro y gastado por el paso del tiempo, preguntó:
- ¿Quién va?
- Soy Julián, el del Roque del Faro.
Garafianos en 1895 (Fedac)
Al instante se oyó el seco sonido producido al caer la tranca de la puerta cuando ésta abandonó su lugar, y con un fuerte chirrido, girando sobre sus propios goznes, se abrió la vieja puerta de gruesa y desteñida tea. Un hombre con cara de sorprendido, larga barba y de tez roja y arrugada por el paso de los años, casi que con su voluminoso cuerpo, cubrió el hueco de la entreabierta puerta.
- Dios mío, ¿qué pasa Julián?
- Mi hija, Antonio, mi hija se está muriendo... se está muriendo -repetía Julián una y otra vez, mientras corría al teléfono-.
Daba vueltas y más vueltas a la manecilla de aquel viejo aparato. Apenas esperaba la contestación para estar de nuevo dando más y más vueltas a la manecilla.
- Sigue Julián -decía el viejo tabernero, dueño del aquel único teléfono que existía en el barrio-.
- Es de madrugada -comentaba el tabernero- y la central de La Palma está durmiendo; pero tú sigue, Julián, ya se despertará.
Por fin la soñolienta voz de una mujer más bien madura se oyó al otro lado de la línea.
- Número -preguntó-. ¡Número! -insistió sin esperar respuesta-.
- Señorita, por favor. Mi hija se está muriendo y necesito un médico.
- Sí, señor, le comprendo… pero un médico a esta hora es difícil.
- Quería yo hablar con un amigo mío que vive ahí, en La Palma.
- Dígame su número -le contestó la centralita-.
- Yo solo sé que vive en la calle Navarra y que se llama Juan Hernández Pérez.
- Espere un momento, señor, no cuelgue -le dijo la centralita sin más comentario-.
Por aquellos años en la calle Navarra solo había un teléfono, pero el titular de la línea, según constaba de la guía, no era el tal Juan.
- Señor, ¿está usted en línea? -preguntó de nuevo-.
- Sí estoy, señorita, le escucho.
- Mire, señor, le pongo con el único teléfono que existe en la calle Navarra y que tenga usted suerte. Que tenga usted suerte, señor -repitió la centralita consciente de que algo grave estaba ocurriendo-.
La señal de llamada se repetía una y otra vez. Julián desesperaba. Ahora que tenía la posibilidad de conectar con Juan, ¿no lo conseguiría? Desesperado, ya casi iba a colgar el teléfono cuando una voz se oyó al otro lado de la línea
- Oigo, oigo -dijo aquella voz, y repitió-. ¿Quién habla a esta hora?
- Soy tu amigo Julián, el del Roque del Faro, el garafiano.
- ¿Qué pasó, hombre? ¡Qué pasa! -contestó sorprendido Juan-.
- Mi hija se me muere, Juan -y comentó la triste tragedia que estaba ocurriendo en su casa-.
Por las explicaciones que dio Juan al médico, éste comprendió que se trataba de algo muy grave. Así que metió dentro de su maletín todo un equipo de urgencia y los medicamentos con los que, por aquel entonces, contaba la medicina. Ahora se trataba de llegar hasta el Roque del Faro... Allá, en la lejana Garafía. Una carretera de irregular firme, cubierto de tierra y algo de arena, unía Santa Cruz de La Palma con Los Sauces. La única carretera que existía por el Norte de la isla.
Era don Antonio, el médico, uno de los dos o tres médicos que por aquella época ejercían tal profesión en Santa Cruz de La Palma y su comarca. Hombre éste muy entregado a su profesión, joven, recién terminada su carrera, de agradable conversación. Humilde con los humildes, compresivo y muy atento cuando a él la gente acudía en situaciones de angustiosas tragedias familiares. No más oír el relato de Julián, canceló todas las consultas que tenía pendientes para ese día, y de inmediato llamó a su enfermera ayudante para que le acompañara a este improvisado y urgente viaje a Garafía. Se encargó Juan de llamar a un pariente suyo, arriero de profesión, que vivía en Los Sauces y éste a su vez preparó tres caballos. Uno para el médico, otro para su ayudante y un tercero para el propio Juan, que quiso acudir en ayuda de su amigo Julián.
Aquel viejo Ford corría a toda marcha, dando grandes saltos cuando caía dentro de un bache dejando tras de sí una turbia estela de polvo de varios metros de altura.
- Algo pasa pa allá - comentaron dos viejas en Puntallana al ver pasar a ese coche a gran velocidad-.
- ¿Qué pasó? -preguntó a las viejas un hombre desde lo alto de un cerro-.
- Pos no lo sabemos, pero algo pasó pa allá, pa Sauces -le contestaron-.
Durante el trayecto tuvieron que hacer un par de paradas para reponer de agua al calenturiento motor que amenazaba con estallar en mil pedazos. Serían las siete de la mañana cuando abandonaron la ciudad y eran ya casi las nueve cuando el coche, soltando vapor de agua y humo por todas partes, llegó a la plaza de Los Sauces.
Rodrigo era el nombre el arriero que a pie les iba a acompañar hasta Garafía en un tortuoso y largo camino, subiendo y bajando barrancos, en caminos de herradura. Comenzó la marcha. Había que subir hasta Barlovento a través de un serpenteante camino. Peligrosas bajadas y subidas se sucedían durante todo el trayecto; ahora el jinete tendría que tenderse hacía atrás en la cabalgadura para no caer al suelo, resbalando por el cuello del caballo; ahora había que inclinarse hacia delante para facilitar al animal la subida en las inclinadas laderas de los barrancos.
Pasado el barranco de Gallegos, una fina lluvia vino a empeorar el lento caminar de la caballería. Jinetes y caballos sufrían con resignación los efectos de aquel mal tiempo. El viaje fue silencioso, sin comentarios, solo el sonido de las herraduras de los caballos al rozar las piedras se dejaban oír entre el canto de los mirlos y el aleteo de algunas aves que al paso de la caballería emprendían asustadas raudo vuelo. Algunos viajeros de a pie, y otros a caballo, al presenciar el silencioso cortejo presentían que algo grave estaba ocurriendo. Parados, sorprendidos, inmóviles y tristes se colocaban a un lado del estrecho y angosto camino para dar paso a aquellos inesperados personajes.
Era ya entrada la noche cuando arribaron al Roque del Faro. Para los visitantes no fue necesario adivinar cuál era la casa de Julián ya que los pocos vecinos que por aquella comarca vivían se habían agolpado a la puerta de la casa. Unos ansiosos por prestar ayuda a aquella familia en su desgracia, otros por acompañarles en tales trágicos momentos; y los menos por mera curiosidad.
La niña permanecía inmóvil, postrada en aquel viejo catre, en estado de inconsciencia. A su lado la madre, afligida, lloraba y lloraba, mientras le cogía entre las suyas sus pequeñas manitas. Unas vecinas traían y llevaban, de aquí para allá, aguas de toronjil, sidriera y de otras hierbas medicinales recomendadas por las abuelas de aquel lugar.
Ante la presencia del médico, abandonaron todas las vecinas la habitación y solamente el médico, la enfermera y su madre quedaron en ella. Don Antonio sacó una pequeña linterna de su bolso y, abriendo los ojos de la niña, escudriñó la pupila y el fondo del ojo... Un silencio profundo reinaba en la habitación. Preguntó el médico el nombre de la niña y la llamó por dos o tres veces, pero no obtuvo contestación. Acto seguido analizó cuidadosamente todo su cuerpecito, mas cuando llegó a la región de la inguinal, allí se detuvo. Palpó cuidadamente varias veces y al final dijo:
- Debemos actuar inmediatamente, si no se nos muere.
- Llame Vd. a su marido, por favor-dijo el médico a la madre-.
Inmediatamente entró Julián en la habitación y el médico les informó.
- La niña tiene una apendicitis aguda ya gangrenosa y hay que intervenir de urgencia -comentó el médico-, pues de lo contrario entramos en peritonitis.
- Señor, nosotros haremos lo que Vd. nos diga -dijo el padre casi arrodillándose ante el médico-.
- Llevarla a Santa Cruz de La Palma sería una temeridad ya que ello supondría casi un día de viaje -manifestó el médico mientras examinaba el contenido de su maletín-. ¿Sabe usted de algún dispensario médico por estos alrededores? -preguntó Don Antonio al padre-.
- No sé, señor, no; lo único que tenemos aquí es una casa donde el médico vacuna y pasa consulta dos o tres veces al año.
- ¿Está ese consultorio muy lejos?
- No, señor, cerca, casi junto a esta casa.
- Rápidamente mande usted a que lo preparen, lo limpien cuidadosamente, y en cuanto todo este bien limpio lleven, con mucho cuidado, a la niña hasta allí.
Tenía aquel consultorio una habitación de curas, que habitualmente se usaba para realizar las vacunaciones y otros actos médicos eventuales o rutinarios. Allí, sobre una improvisada mesa operatoria, Don Antonio, ayudado por su enfermera, colocó éter (cloroformo) en la boca de la niña, y mirando al cielo, como pidiendo clemencia, tomó entre sus manos el bisturí y comenzó la operación.
Aunque todos los vecinos del barrio se agolparon en el exterior de aquella vieja casa cuya habitación ahora servía de quirófano, ni una voz se oía en el entorno. Parecía como si el pueblo durmiese en pleno día. Solo en balido de alguna cabra o el rebuznar de los caballos se oía allá, a lo lejos.
Pasaron las horas angustiosamente... se jugaba la vida o la muerte de la niña. Tras la larga y angustiosa espera, por fin, aquella puerta se abrió y apareció la figura del joven médico bañada en sudor.
- Los padres de la niña, por favor -reclamó el médico-.
- He hecho todo lo que estaba en mi mano. Ahora a pedir a Dios para que se recupere.
Les entregó un escrito en el que constaban todos los cuidados a los que debían someter a la niña y les pidió por favor que le mantuviese informado.
- Don Antonio, nosotros no tenemos todo el dinero que usted se merece para pagarle. Venderemos algunos animales y le pagaremos. ¿Cuánto le debemos, señor? -preguntó el padre-.
- Paguen ustedes al arriero y al coche y ya hablaremos en otra ocasión -contestó el médico mientras colocaba todo el instrumental dentro de su maletín-.
…………..
Pasaron los años y todo aquel trágico acontecimiento se fue olvidando poco a poco. Adelita, la niña, se hizo mayor. Pronto se dio cuenta de que su futuro en aquel pobre barrio no tendría porvenir y se dedicó de lleno al estudio. Ingresó en la Universidad y terminó la carrera de Medicina con buenas notas. Sus padres fueron envejeciendo lentamente, al mismo ritmo en que discurre la sosegada vida del campo.
Con el transcurso de los años, aquel barrio cambió totalmente. De no tener teléfono pasó a haber un teléfono en cada casa, sumándose la mayoría de los vecinos a la telefonía móvil. El asfalto cubrió los viejos caminos y la luz de la tea se trasformó en hermosas luminarias eléctricas. Aquel viejo arado y aquellos aperos de labranza permanecen en los trasteros, silenciosos, cubiertos de polvo, olvidados de todos. La cultivadora y el tractor los enviaron a descansar en paz in eternum.
…...........
El fuerte chirrido de los frenos de un coche se oyó en medio de la oscuridad de la noche. A continuación un golpe seco seguido de un profundo silencio. Julián acababa de atender a los animales y ya rendido regresaba a la casa. Soltó la cántara de la leche que en su mano llevaba e instintivamente corrió hacia el lugar de donde procedió aquel chirriar de frenos.
Corría entre brezos y hayas en dirección a la carretera que desde la cumbre descendía hasta el Roque del Faro. Oyó que alguien gritaba ¡papá, papá! Miró hacia atrás y vio que su hija Adela le seguía.
- Corre, alguien ha tenido un accidente -le decía a su padre con una voz casi apagada por los nervios-.
- Sí, papá, vamos, es por allí, veo los faros de las luces de un coche en el fondo del barranco.
Asidos unos a otros, padre e hija, descendieron por la escarpada ladera sorteando mil peligros y dificultades hasta llegar al fondo de aquel estrecho barranco. Efectivamente, las luces de los faros del coche permanecían encendidas. Un fuerte olor a gasolina y a aceite quemado impregnaba el ambiente, y entre aquel silencio apenas perceptible se oía el casi apagado quejido de un hombre.
- ¡Dios mío! ¡Dios mío! Es un señor mayor y está gravemente herido -exclamaba Adela mientras trataba de llegar hasta aquel hombre que se encontraba inconsciente tras los airbags junto al volante-.
Su padre intentó moverlo siguiendo el instinto natural que tenemos los humanos por sacar al herido de su lugar donde permanece atrapado, creyendo que con ello le salvamos la vida.
- No, papá, no, no lo muevas -le dijo su hija elevando el tono de voz-.
Sacando fuerzas de donde no las tenía, Adela se quitó su abrigo, rasgó con fuerza su blusa y a modo de venda o correa dio un torniquete en el brazo de aquel anciano para evitar que la hemorragia que sufría terminara con su vida. De inmediato metió la mano en el bolsillo de su pantalón en busca de su teléfono móvil, mas con sorpresa se dio cuenta de que lo había olvidado en la casa.
- Papá, corre, vete a casa y llamas al 112, les dices que es muy urgente, que hay un herido muy grave en el fondo de un barranco. Se necesita un helicóptero. Da las señales completas.
Mientras Julián, con mil trabajos, trepaba ladera arriba recordaba con qué agilidad en sus años de juventud salió una noche de su casa en busca de un médico que salvara la vida de su hija, la que ahora, precisamente, trataba de salvar la vida a otro. Los años habían pasado y la huella del tiempo transcurrido se dejaba sentir en sus ya cansadas piernas. Intentaba correr ladera arriba, pero notó que su corazón se lo prohibía. Así que por un momento se serenó y pensó que si quería salvar lo que le quedaba de vida a aquel anciano, debía aminorar la marcha.
Mientras tanto abajo, en el fondo del barranco Adela trataba de reanimar a aquel hombre. Quedándose casi desnuda rompió en trozos su vestido para atajar las hemorragias que abundantemente brotaban una por aquí y otra por allá. Insistentemente decía: "Señor, señor, despierte usted", pero aquel pobre anciano parecía más cerca del otro mundo que de éste. En más de una ocasión le hizo la respiración boca a boca y entre llamada y llamada a la realidad le limpiaba el sudor de su frente.
El tiempo se hacía interminable. Y el frío de la madrugada comenzaba a helar su cuerpo. Intentó mantener bien abrigado el cuerpo del herido. Cuando cubría su cuerpo con su propio abrigo, oyó como de la boca del malherido anciano salía un lastimero quejido. Intentó de nuevo reanimarlo y en aquel momento el hombre comenzó a abrir los ojos lentamente, muy lentamente. Le fallaron sus esfuerzos y los volvió a cerrar, pero por fin los abrió y miró fijamente a la joven médico. Adela quedó inmóvil con la vista fija en la cara del hombre. "Me recuerda a alguien", pensó y lo volvió a mirar con mucha atención... "Pero, ¿quién es?", se preguntaba interiormente una y otra vez. Sabía que aquella cara la había visto alguna que otra vez, pero no podía situarla en el espacio ni en el tiempo.
En aquel momento el herido preguntó con una voz muy apagada, casi imperceptible:
- ¿Dónde estoy?
- Tranquilo, señor -contestó Adela-. Ha tenido usted un accidente pero ha salvado su vida. Ha tenido usted mucha suerte.
- ¿Quién es usted? -preguntó el anciano mientras hacía un esfuerzo sobrehumano para que sus ojos no volvieran a cerrarse-.
- Soy un médico que estaba de paso por esta zona.
- ¿Un médico? -volvió a preguntar el herido, y a continuación, casi volviéndose a desmayar, dijo con voz entrecortada- Yo, yo… también soy… médico.
En aquel mismo momento Adela creyó reconocer a aquella persona.
- ¡Don Antonio, Don Antonio! -llamó con insistencia al herido mientras clavaba sus ojos en los de aquel viejo médico-.
- ¿Me… me… conoce usted, hija?
- Don Antonio, hace muchos años usted me salvó la vida.
Adela reconoció el esfuerzo que el herido estaba haciendo para responder a sus palabras y cesó en su empeño. Miró hacia el cielo porque creyó oír un sonido muy lejano. Su percepción era una realidad. Poco a poco el sonido del helicóptero del Servicio Canario de Salud sobrevolaba la zona. Esperó con paciencia. En la oscura noche no podía hacer señales. De repente, se acordó que ella misma había apagado las luces de los faros del coche que tras el accidente permanecían encendidas para evitar que se consumiera la carga de la batería. Así que instintivamente dio vuelta al interruptor de la luz y miró al cielo. Al momento los potentes focos del helicóptero iluminaban el lugar y un hombre junto a una camilla descendía, colgado de un cable, hasta el fondo de aquel estrecho barranco de Garafía.
Arriba, en la cresta de la ladera, Julián meditaba y con su pensamiento recordó aquella oscura y triste noche que con un farol en la mano acudió en busca de un médico y revivió el largo camino que tuvo que realizar años ha aquel médico para salvar la vida de su hija y… comparó con la rapidez que hoy se atiende a un hombre, que medio moribundo permanece herido en el fondo de un profundo y casi inaccesible barranco de Garafía. Lo que aún no sabia Julián era que el médico que salvó la vida de su hija era salvado de la muerte por su propia hija.