Revista nº 1040
ISSN 1885-6039

Leída una tesis sobre Domingo Doreste Rodríguez (Fray Lesco) en la Universidad de La Laguna.

Viernes, 13 de Mayo de 2011
Antonio Henríquez Jiménez
Publicado en el número 365

Desde la prensa y la oratoria ejerció una labor pedagógica de buena ciudadanía. Todos los problemas con que se iba encarando la sociedad canaria de su época eran analizados por su pluma y por su palabra hablada, en conferencias, presentaciones y otros actos públicos. Durante mucho tiempo fue la conciencia que criticaba, animaba, reflexionaba y aventuraba soluciones razonadas a estos problemas.

 

Domingo Doreste Rodríguez (Fray Lesco) ha sido noticia el jueves 27 de abril, pues en tal día se defendió una tesis en la Universidad de La Laguna sobre su vida y su obra. El título exacto de la tesis ha sido Las ideas estéticas de Domingo Doreste (1868-1940). La autora del trabajo es la profesora María del Carmen García Martín, bien conocida entre los asiduos de El Museo Canario por sus largas estancias durante su investigación y por haber dado algún avance de la obra del ensayista y articulista grancanario; me refiero a la edición de Cartas a un católico, publicadas por el Instituto de Estudios Canarios de La Laguna en 2000. El director de la tesis ha sido el catedrático de Literatura de la Universidad de La Laguna don Andrés Sánchez Robayna. El tribunal le otorgó la nota de Sobresaliente cum laude y petición de Premio Extraordinario.

 

Además de un detallado análisis de la obra de Domingo Doreste y de una interpretación de la misma, el trabajo concluye con una infinidad de artículos del autor, exhumados de las revistas y periódicos donde fueron publicados. No entran entre el número de los presentados en esta tesis los que ya se publicaran en 1954 en el libro Crónicas de Fray Lesco. El tribunal aconsejó que se publicaran todos los textos de Domingo Doreste que se conozcan. Es una oportunidad la que se tiene ahora de conocer de primera mano los intereses sobre los que se ocupaba en sus escritos periodísticos Fray Lesco.

 

En sus escritos destacan sus intereses por la estética ciudadana. Desde la prensa y la oratoria ejerció una labor pedagógica de buena ciudadanía. Todos los problemas con que se iba encarando la sociedad canaria de su época eran analizados por su pluma y por su palabra hablada, en conferencias, presentaciones y otros actos públicos. Durante mucho tiempo fue la conciencia que criticaba, animaba, reflexionaba y aventuraba soluciones razonadas a dichos problemas.

 

Uno de los aspectos de su obra estudiado extensamente es su participación en la Escuela de Luján Pérez, como animador del trabajo y de la educación de los artistas canarios.

 

Su actuación como escritor despertador de conciencias ante hechos puntuales le atrajo muchas adhesiones y también muchas polémicas. Un repaso por dichos escritos es un repaso de nuestra historia, de nuestros problemas e inquietudes, a la vez que un retrato de nuestra personalidad colectiva.

 

En espera de esa publicación, presentamos a continuación una síntesis de la tesis elaborada por la ya doctora doña María del Carmen García Martín, a quien agradecemos su esfuerzo por presentarnos la obra de Domingo Doreste Rodríguez (Fray Lesco), que para muchos es solamente el nombre de una calle de Las Palmas de Gran Canaria. De camino, la felicitamos y abogamos por que vayan saliendo a la luz otros trabajos sobre escritores canarios que vayan explicándonos mejor cómo éramos y cómo somos. Luego, rescato un trabajo de Domingo Doreste, la reseña que elaboró para el primer libro de Tomás Morales, en 1908.

 

Antonio Henríquez Jiménez

 

 

Síntesis de la tesis

Domingo Doreste Rodríguez, Fray Lesco, nació en Las Palmas de Gran Canaria en el revolucionario año de 1868. Tras pasar su infancia y su juventud vinculado estrechamente a la iglesia, en 1893 marchó a Salamanca con dos propósitos: estudiar Derecho en la Universidad e ingresar en la Orden de los Predicadores, aspiración que no se cumplió, pero que le permitió entrar en contacto con el Convento de San Esteban y la influyente Academia de Santo Tomás, centro de cultura salmantino en el que impartió numerosas conferencias y del que fue su Vicepresidente. En la vieja Universidad conoció y asistió a las clases de Griego de Miguel de Unamuno, quien ejerció una trascendental influencia en el estudiante canario, ya por aquel entonces convertido en colaborador habitual de la prensa insular y salmantina.

 

Después de un primer viaje en 1894, en los postreros días del año 1900 se trasladó por segunda vez a Italia, esta vez a Bolonia, en un viaje que, a la postre, se convirtió en el punto de partida de una evolución ?ya gestada en su trato diario con Unamuno? de su pensamiento estético, religioso, político y, en líneas generales, ideológico. Por lo tanto, en Italia se sentaron las bases de un ideario que se fue adaptando, poco a poco, a la nueva fisonomía de la sociedad del siglo XX y que se encuentra recogido en los múltiples textos, discursos y documentos que hemos recopilado en el presente trabajo.

 

Su profesión como escribano de actuaciones lo obligó a permanecer en tierras castellanas hasta el año 1911, cuando pudo, al fin, regresar a su ciudad natal. Entre Salamanca, Madrid y Guadalajara vivió los acontecimientos que marcaron el final del ochocientos en España y conoció los nuevos movimientos ?sociales, artísticos y culturales? que le proporcionaron un notable bagaje intelectual, un bagaje que acabó por convertirlo en el principal representante en Canarias de lo que hoy hemos convenido en llamar «generación del fin de siglo». De todo cuanto observó y vivió tomó lo que más se adaptaba a su carácter, marcado por la honestidad, la rectitud, el civismo y un desmedido afán de justicia. Así, durante casi tres décadas, ejerció su magisterio sobre todo aquel que quiso leerlo, a través de sus múltiples colaboraciones en la prensa, o escucharlo en sus aplaudidas intervenciones en conferencias, veladas literarias o mítines.

 

En Bolonia, donde residió durante más de un año, quisimos constatar su paso ?rememorado, tanto por el protagonista como por los que, luego, se han ocupado de él? por las aulas de la vieja universidad. Sin embargo, y a pesar de nuestras investigaciones y de la desinteresada colaboración que nos prestó el personal de las citadas instituciones italianas, nos fue imposible rastrear en algún documento oficial este episodio. Con todo, pudimos localizar obras y artículos publicados en revistas italianas (como La Crítica, dirigida por Benedetto Croce, o Bilychnis) mencionados por nuestro autor y que, según sus propias alusiones, se encontraban en su biblioteca personal, aunque no hayan podido ser localizados por el momento.

 

La interpretación crítica de estos textos nos ha permitido descubrir a un «ideólogo» ?como se llamó a sí mismo en alguna ocasión? que reflexionó sobre los ámbitos más nobles del espíritu humano, aquellos que configuraban su particular visión de la cultura: la política, la religión y el arte. Los tres, íntimamente imbricados, se encuentran en el fondo de la mayor parte de sus opiniones.

 

El desastre de 1898 le llevó a madurar su amplia visión de la patria, que fue conceptualizando con el paso de los años, y que llegó a definir como espacio común de ideales, esperanzas, tradiciones y anhelos. Aunque afirmó sentirse «español por los cuatro costados», defendió, frente a Unamuno, el regionalismo como medio para rehabilitar la patria y renovar la vida española. Además, forjó la noción de «patriotismo místico» o «entrañable», que justificó por la existencia del mar aventurero ?convertido también en una especie de cárcel? que llama al insular a alejarse de una tierra que, a la vez, le resulta seductora. Como es sabido, ha sido éste uno de los motivos más habituales en la poética insular de todas las épocas, junto con el aislamiento, la intimidad y el cosmopolitismo ?temas abordados, igualmente, por Doreste?.

 

Influido por el pensamiento de Unamuno y, en general, por el ambiente finisecular, se fue generando en nuestro escritor una conciencia antipositivista y espiritual, y un cuerpo de reflexiones en el que abordó cuestiones como la «intrahistoria»; la lengua española, incapaz de adaptarse al pensamiento y a los modernos géneros literarios, no por una congénita pobreza, sino porque no se había explorado ni extraído de ella sus esencias; el Quijote, que consideró monumento inmortal de nuestra literatura y código de «filosofía» nacional; y la necesidad de «españolizarnos», más que de «europeizarnos», si bien en la década de 1920 estas observaciones ya aparecen matizadas. Así mismo, igual que su profesor, aunque adoptando una actitud más optimista, quiso mantener un diálogo constante con la juventud, a la que consideró la única capaz de regenerar la patria y de restaurar la «España verdadera». Sin embargo, la apática manera de actuar de una parte de los jóvenes, sobre todo insulares, lo llevó a acusarlos de sufrir una «pereza mental» motivada por la pésima instrucción recibida y por la tiranía que ejercía el pueblo sobre ellos: un pueblo que buscaba medrar sin importar cómo.

 

Excursión a la cumbre grancanaria de la Escuela Luján Pérez

(al igual que la foto de portada, pertenece al Archivo de la Fedac)

 

La relación de Doreste con la religión católica nació de la profunda sinceridad y el auténtico respeto. Vinculado, en un principio, al ala más conservadora de la iglesia, su paso por Italia, donde conoció de primera mano la Democracia cristiana y el movimiento social originado en torno al problema obrero, removió los cimientos de su catolicismo, que se volvió a partir de entonces un tanto escéptico. Tímidamente en un principio, y con fuerza a partir de la década de 1920, Doreste reclamó a los católicos que aceptaran el transcurso de la historia y que llevaran a cabo, en sentido verdaderamente cristiano, los ideales de justicia social que tanto preocupaban al alma moderna. Pidió el regreso a una religiosidad sincera, la de los primeros tiempos del cristianismo, y fustigó al clero que practicaba un catolicismo «a machamartillo», hipócrita y contrario a la nueva sensibilidad.

 

El cambio de siglo trajo consigo el extraordinario interés de nuestro escritor por las doctrinas sociales, que estudió con verdadera pasión ?alentado y asesorado por el propio Unamuno? y sobre las que opinó en numerosos artículos periodísticos e intervenciones públicas. Por esta razón, debe considerársele uno de los iniciadores del movimiento social en Las Palmas de Gran Canaria, si bien, como ha indicado algún crítico, «su distanciamiento diletantista» le impidió liderarlo. Desde la tribuna de oradores, en sus numerosas intervenciones en mítines, sobre todo con motivo de la celebración del 1.º de Mayo, alentó la instrucción del proletariado como única manera de alejar la revolución de sus exigencias y para que pudiera ejercer sus derechos políticos.

 

Doreste nunca se definió abiertamente desde el punto de vista político: no confió en los partidos nacionales, y mucho menos en los insulares. Acusó a la clase política de haber conducido al país a la quiebra y, en el caso insular, denunció como principal rémora social el caciquismo, surgido, en su opinión, al amparo de un «centralismo opresor». Se mostró agradecido a Fernando León y Castillo por el progreso que había conseguido para Gran Canaria, aunque le reprochó que hubiese convertido la isla en su cacicato; monárquico más por inercia que por convicción; consideró la dictadura una etapa provisional en los pueblos que no supieran guiar sus destinos; en la década de 1920 se sintió socialista por creer que este sistema era el único que en verdad buscaba la justicia social; y, durante el primer año de vida de la Segunda República, se denominó republicano, aunque más tarde reconociera que aquellos políticos habían sido más teóricos que constructivos, de ahí la necesidad de que el movimiento nacional reconquistara el verdadero patriotismo.

 

Defendió el «ideal canario por excelencia», que él enunció como el «engrandecimiento de Gran Canaria frente a Tenerife». No obstante, ante este episodio de la política insular se mostró desalentado, tanto por la ineficacia de las gestiones de los políticos de su isla como por la desidia que manifestaba el pueblo. Autonomista, divisionista o defensor de la Ley de Cabildos de 1912, cuando por fin se proclamó la división provincial, en 1927, al día siguiente declaró en la prensa que, una vez concluidos los problemas administrativos, tocaba ocuparse de los más importantes: los de índole estética.

 

Influido por Benedetto Croce y por su extremado culto al arte, al que consideró sagrado, liberador, trascendental y, ante todo, expresivo, porque era expresión del estado de ánimo del artista, «superexpresión» e imagen total de todo lo que el artista quería transmitir, fue configurando lo que, con el paso de los años, se convertiría en su ideario estético, formado por un conjunto de ideas de carácter heterogéneo, en ocasiones aparentemente contradictorio, pero siempre orientado a un mismo fin: utilizar el criterio artístico para organizar su vida y la de la sociedad que lo rodeaba.

 

Su conocimiento de la literatura italiana, influido en gran medida por su profesor de Griego, convierte a Doreste en un precursor en las letras insulares de la aproximación de poetas del momento, como Alonso Quesada, a aquella literatura. De entre los poetas italianos, Doreste sintió especial predilección por Carducci, a quien consideró el poeta providencial que había fijado la lengua italiana. También sintió gran admiración por Pirandello, cuyo teatro consideró, sorprendentemente, el más sugestivo de la década de 1920. Por el contrario, quiso condenar a Gabriele D’Annunzio, pero siempre terminaba dejándose cautivar por él, rindiéndose ante la belleza de su obra.

 

Principalmente de Carducci y de Benedetto Croce recibió Doreste influencia en su manera de ejercer la crítica literaria, una crítica que, según sus propias palabras, revivía la obra acabada del artista: cada obra tenía sus propias reglas, su naturaleza, y al crítico le correspondía, únicamente, comprobar si esas reglas se cumplían, es decir, si el artista se había ajustado a su naturaleza. Por esta razón, subrayó que para ser crítico, lo mismo que para ser artista, se requería formación y depuración del gusto, así como una verdadera formación estética. Estas características se daban, sin duda, en su caso. Lejos de la crítica preceptista, antepuso la emoción estética al placer intelectual y defendió la crítica estética frente a la técnica. Actuó como un crítico-artista, es decir, como un segundo artista que depura, y cultivó una crítica lírica y libre que, a pesar de todo, seguía manteniendo, en el fondo, un juicio. Como crítico, Doreste se ocupó de todas las artes, de las que siempre trató de dar una visión conjunta, pues sostuvo que todas las artes se fundían en una sola unidad espiritual y que la única diferencia entre ellas se debía a su medio de expresión. Esta concepción unitaria del arte, en su opinión, le prestaba una alta dignidad porque le confería un carácter de universalidad humana.

 

Sus ideas estéticas encontraron un significativo cauce de expresión en 1918, cuando fundó, en compañía de Juan Carlo, la Escuela de Artes Decorativas Luján Pérez, cuya alta misión estética fue crear artistas y no simples reproductores de arte. En lo que él mismo designó como «escuela-taller» tuvo lugar la formación libre de unos alumnos que, con el paso de los años, se convertirían en artistas de relieve. En la Escuela, Doreste impartió, a partir de 1922, una serie de lecciones encaminadas a formar una estética sana que ayudase a los futuros artistas a agudizar la crítica de su propia obra, acabada ya o en gestación. Esto fue así a pesar de que siempre gustó de la estética que estudiaba el arte sin la pretensión de formar artistas, porque ante todo reconocía la prerrogativa de la libertad.

 

María del Carmen García Martín

 

 

Reseña sobre Tomás Morales

Entresaco del libro Poemas de la Gloria, del Amor y del Mar de Tomás Morales. Materiales sobre la recepción la reseña que hace Domingo Doreste sobre el primer libro de Tomás Morales.

 

 

“De Literatura. Un poeta de la tierra”1, Fr. Lesco:

 

     Tomás Morales ha venido con buena estrella al mundo de las Letras. Su suerte ha sido singular. Ha tenido como heraldo a otro poeta. Salvador Rueda le anunció desde hace meses no sólo como una esperanza, sino como un artista definitivo.

     Cuando leí aquella lisonjera presentación que del desconocido poeta hizo Rueda, no pude menos de sentirme enorgullecido. El nuevo artista es canario, y todos los canarios conservamos cierta vanidad de raza que podrá parecer pueril, pero que es muy legítima. Tenemos un alma distinta, aunque no diversa, de la de cada una de sus regiones españolas. Queremos que se nos conozca y en ello creo que no hay arrogancia, ni mucho menos ofensa para nadie. No nos hemos tampoco estrenado en ningún orden elevado del pensamiento, ni hemos traspuesto jamás el horizonte de la vida local, razón de más para que ambicionemos de una vez más una alternativa honrosa fuera de nuestra tierra, en plena vida nacional.

     Y no puede prescindir de la tierra en que nació Tomás Morales, precisamente porque Rueda daba a entender en su entusiástico augurio ciertos rasgos del poeta que me parecieron desde luego castizamente canarios. Decía que Morales traía a la poesía española la visión del mar. Yo adivinaba en esto otra cosa, y es que traería a su vez la sentimentalidad canaria, que es en efecto una sentimentalidad marina, de barcarola. El espectáculo único de nuestra tierra es el mar. Ante él todo se achica: el campo, la sociedad, nosotros mismos. Nos absorbe y en cierto modo nos tiraniza. Desde todas las cimas, desde la más repuesta hondonada, a través de los árboles de nuestros sotos y de las ventanas de nuestras viviendas, la lontananza marina se divisa, cerrando el horizonte con un marco de azul turquí. El ritmo de la resaca se propaga en los aires hasta los valles más recónditos. Nuestra isla parece una magnífica escalinata hecha para contemplarle. El mar ha poblado nuestra imaginación de ensueños y ha comunicado a nuestros sentimientos una vaguedad característica. Influye hasta en nuestra voluntad. Quizá a él mayormente debamos nuestra nativa ineptitud para toda clase de luchas.

     Pero esta inconsistencia sentimental aún puede ser fuente de alta poesía, aunque dudo que pueda producir una extraordinaria genialidad de poeta. Es demasiado muelle y nos hace demasiado receptivos. Pero ¿acaso no hay también buenos poetas meramente receptivos?

     Morales quizá vaya a ser uno de ellos. Su libro primero, Poemas de la Gloria, del Amor y del Mar, nos da una vislumbre de su temperamento y de sus fuerzas. Como primer paso, es muy loable. Todavía el alma del poeta anda indecisa entre solicitaciones diversas. Sus primicias poéticas no son más que un esbozo y una tentativa. El amor presente y los recuerdos del amor pasado le dan materia para algunas estrofas. ¿Qué poeta no se cree obligado a glosar la eterna conjugación del verbo poético por excelencia? Pero Morales lo hace como por no faltar a la costumbre. El amor, tal como le desflora, vacila entre lo imaginativo y lo voluptuoso. No me ha sido dado admirar en Morales un arranque lírico de primer orden en punto a sentimientos eróticos y creo que en esto no hemos de descubrir el poeta.

     Pero si Morales ha tomado el Amor casi únicamente como un tema poético, no así la Naturaleza. Es verdad que en su primer libro no nos da sino sencillas acuarelas; pero en ellas se advierte una notable potencia descriptiva y, sobre todo, un sentimiento delicado y sincero del paisaje. Morales percibe admirablemente el alma de las cosas, sobre todo cuando las contempla en reposo. Diríamos que su inspiración es estática.

     Las poesías inspiradas en el mar, por ejemplo, me parecen más bellas que las que tienen por objeto la vida del mar.

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Silencio de los muelles en la paz bochornosa,
lento compás de remos en el confín perdido,
y el leve chapoteo del agua verdinosa
lamiendo los sillares del malecón dormido...
Fingen en la penumbra fosfóricos trenzados
las mortecinas luces de los barcos anclados,
brillando entre las ondas muertas de la bahía...
Y de pronto, rasgando la calma, sosegado,
un cantar marinero, monótono y cansado,
vierte en la noche el dejo de una melancolía...
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     El alma canaria no tiene que esforzarse para gustar la belleza de estas estrofas, que son insuperables.

**

     Morales posee además una técnica poética nada vulgar. El vocabulario es saneado, sin caer en el enrevesamiento, que es tan propio de los poetas afanosos de originalidad. Casi siempre mantiene el lenguaje en los límites de una sobriedad elegante. En los epítetos resulta afortunado, aunque de ellos hace poco uso. Emplea preferentemente el verso de catorce sílabas: su languidez cuadra bien en el temperamento del poeta.

     No puedo disimular un recelo. Yo quisiera que Morales no escribiese en Madrid, o a lo menos no escribiese para Madrid. Mucho influye en el poeta el lugar donde vive. El ambiente madrileño produce, cuando los espíritus no reaccionan enérgicamente contra él, un arte de salón: elegante sí, pero más convencional que profundo. Morales puede aspirar a algo más que a entretener y agradar. Es verdadero poeta y lleva además vencidas las dificultades técnicas de su arte. Está en camino.

     Las exigencias de la crónica me obligan a emitir con cierto apresuramiento estas impresiones, en las que desearía haberme equivocado... por carta de menos.

                                                                                             Fr. Lesco.

 

 

 

Nota

1. La Mañana (Las Palmas de Gran Canaria, 2-VII-1908, p. 2).


 

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