Por lo que se nos anuncia, a Alonso Quesada se le pretende ahora encorsetar en la pildorita agradable. Aún queda mucho por conocer de su escritura, toda, o casi toda, periodística. Desde hace un cierto tiempo vengo clamando por su rescate lo más completo posible, así como por el de otros autores nuestros, en ediciones que respeten el rigor de los textos, sin manipulaciones formales o ideológicas. Por lo visto, aún no es el momento de Alonso Quesada, ni el de Miguel Sarmiento, ni el de… ¿Para qué seguir? Habría que preguntarse qué hace nuestra Universidad, o qué hacen aquellos a quienes votamos, con nuestro patrimonio. ¿Es solo digno de publicación lo que elaboran quienes están cerca del poder, y además vienen sacándole el dinero de todos desde hace tiempo? ¿Tenemos que seguir tragando ruedas de molino en nuestra cultura?
Hoy les regalo tres textos de Rafael Romero Quesada, acordes con esta semana y apartados de la llamada Obra completa, quizás porque no se supieron buscar o porque no le interesaron a su colector por su temática. Hacen referencias a la religiosidad, ya que hablan de la Semana Santa de Las Palmas; son entrañables, de recuerdo infantil, y, por lo ya dicho, no pudieron entrar en dicha Obra. ¿Se disminuía el valor de un escritor, a quien se quiso presentar solamente como hombre de izquierdas para mejor vender su obra, oponiéndolo, por ejemplo, a Tomás Morales?
Alonso Quesada fue un liberal de su época, descontento y disconforme siempre con lo que no era humano y se apartaba de la verdad. Hoy no militaría en ningún partido, sino que los criticaría a todos, inconforme con los valores que se querían presentar como tales. Para otra ocasión dejo otros textos en que es más combativo con cualquier hipocresía; tal como Galdós.
Los tres escritos pertenecen a la obra de madurez del escritor; el último, de 1924, es de un año antes de su muerte. Vienen firmados por dos de sus habituales pseudónimos: Cardenio e Hilario Montes.
Procesión de Jesús en el Huerto entre los años 1935-1940 (Archivo de la Fedac)
Crónica de la ciudad. Lunes Santo Este es un amable día. Un día en que nos levantamos más temprano. Todo el año es un trabajo ímprobo esto de levantarse a las ocho, que es la hora de entrar en el trabajo esclavo. Las mujeres de nuestra casa se inquietan porque no escuchamos la llamada insistente. Y dicen: – “Son las siete.” Y más tarde añaden: – “Son las siete y media.” Y terminan por gritar, sacudiéndonos: – “Hombre, levántate que son las ocho menos cinco.” Y nosotros, entonces, damos un salto en la cama, y con los ojos cerrados aún, y el alma renegada, nos lavamos y nos vestimos rápidamente. Éste es nuestro modo cotidiano; jamás tenemos un despertar risueño. Es poco apacible este sacrificio estúpido, incoloro, del oficinista. Pero el lunes santo, nuestros ojos se abren a las seis. Y el sueño huye por las ventanas de nuestro cuarto con una ligereza de paloma. Cuando éramos niños, este lunes íbamos a la parroquia a oír el sermón del Huerto y después a la procesión. La procesión del lunes era la procesión extraordinaria. Un Cristo que labró el amado escultor del pueblo, el escultor de las emociones populares, sencillas, recorría toda la ciudad. Y a las ventanas se asomaban todas las mujeres; sin recatarse con unos trajecillos de mañana, con los cabellos un poco desordenados... Nosotros marchábamos detrás del trono, regocijados. Era el primer día de la semana de pasión. Nos quedaban muchas procesiones que ver todavía. Este día vestíamos un traje vulgar; nos habían hecho uno, azul, para esta semana, pero no se podía estrenar sino el jueves santo. Nosotros teníamos alma de limpiabotas o de horteras, entonces. Todos los amigos estrenaban su traje azul. En aquellos días de colegio, hubiéramos deseado que la semana de pasión fuera eterna. El Señor que oraba en el Huerto estaba en un trono viejo pero simpático. En la copa de un olivo, un ángel pequeñito, oscuro, ofrecía a Cristo el cáliz. Detrás, al pie de otros olivos, tres perezosos discípulos dormían a pierna suelta. El trono era un trono absurdo, pero tenía nuestra niñez junto al Cristo. Hoy ha venido un ángel patudo de Valencia, con un traje blanco, llamativo, y le ha quitado el puesto a aquel otro ángel diminuto. Nosotros nos hubiéramos rebelado ante este ángel intruso y le hubiéramos hecho correr a pedradas. Es un ángel irreverente. Este ángel no cree en la historia de aquel amable Cristo que ora tan profundamente bajo la sombra de los olivos. La procesión matinal del lunes es larga, interminable. Siempre hay sol, y las mañanas son más pacíficas... El mar y el cielo son una misma cosa serena y limpia. Al regreso, cuando entramos en la parroquia, nos sorprendía un nuevo Cristo que tenía atadas las manos con una cuerda. Nosotros sabíamos que en la parroquia estaba este Cristo esperándonos. Lo recordábamos del año anterior, pero la sorpresa era siempre muy emocionante. Quizás por esta sorpresa aguardábamos anhelosos todo el año el lunes de la semana Mayor. Por la tarde salía la procesión del Cristo atado y era una procesión ilustre; asistía el Cabildo y el pequeñito Fray Cueto, el adorado obispo que no ha podido sustituir ninguno. Y a la noche, la gente se amontonaba en la parroquia para oír el sermón en que Pedro negaba tres veces. Nosotros oímos seis años al mismo cura y siempre decía cosas distintas. ¿Cómo se le ocurría a este cura decir de seis maneras diferentes la negativa de Pedro? ¿Era acaso un ingenio estimable? No, no era un ingenio; si hubiese sido ingenioso, hubiera repetido el mismo sermón. El sermón de las negativas es un sermón clásico. Todos los curas pasan por este sermón de Pedro, negando. Todos dicen estas frases terribles: – “¡Pedro, Pedro, me negarás tres veces!” Y la voz del presbítero suena como un trueno, en este instante supremo. Este sermón es como el Otelo para los tenores de fuerza. No hay cura que lo haya dejado de pronunciar. Se podía hacer un pequeño libro, como ese que llaman Secretario de los amantes, con una colección variada de sermones para el lunes santo, a la noche...
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Crónica de la ciudad. Martes Santo Es el único de la semana que es desapacible. Hoy es cuando sale en procesión aquel Cristo que llaman de la nieve y granizo. Hay una leyenda de este día. Cada vez que este Señor sale a la calle, truena, llueve, graniza. Nosotros no hemos visto llover el martes santo nunca. Casi siempre hay sol. Pero la leyenda flota en muchas almas y la procesión del martes es siempre una procesión desolada. Nadie ama a este Cristo de la Columna; él sale como abandonado por estas calles de la Real ciudad. La virgen y el Juan que lo acompañan parecen aburridos, como señoras de compañía. El martes de pasión es un día intermedio. El lunes salieron unos santos distinguidos; el miércoles saldrán otros más distinguidos aun. El pobre martes, el fatal martes no puede hacer nada mejor. Todos los martes son los días fatales. Recordemos los refranes del martes. ¿No hacéis memoria también de un amigo vuestro que os dijo un día al quitar la hoja del almanaque: – ¡Caramba, martes y trece!, y el hombre se quedó desconcertado con la hojilla en la mano? Este pobre y amado Cristo marcha tan solitario y tan triste, porque es martes, su día. Cuando nosotros éramos pequeños los tronos del martes eran unos tronos viejos, desatendidos; el cura que se llamaba don Eladio guardaba toda la pompa para el miércoles famoso. Los santos del martes salían vestidos descuidadamente. Ocurría lo mismo que en nuestras casas. Las madres canarias siempre componen y acicalan a sus hijos mayores. A la más pequeña se le coloca un trajecillo ligero e insignificante. Las madres dicen: – Niña, así estás bien; deja verte; y le sacude las enaguas a la chica y la hace dar unas cuantas vueltas. Luego le da una regocijante nalgada y añade: – Cuando seas mayor irás compuesta... Esto es lo que suelen hacer con el amado Cristo del martes. Los fieles tampoco le adoran. El Cristo no hallará jamás una persona elegante que se tome el trabajo de ir a verle. Esta procesión es para los estudiantillos y los demás desocupados. Recorre su camino, como si fuera desnuda. Ese perfume de religiosidad que envuelve a otras procesiones no existe el martes. El lunes, el miércoles, el viernes, un espíritu cristiano se siente reposar blandamente en el amor que dejan los santos mudos. El martes no hay rincón para el reposo. El ambiente es frío, desconcertante, como si estuviéramos en una habitación con corrientes de aire. Nos dicen que los abogados costean esta procesión. ¿Y no podrá tener esto alguna influencia en la fría soledad de estos pasos? Y sin embargo, el Cristo es un Cristo bello, no por la mano del escultor sino por el momento supremo que evoca. Es el instante más doloroso y más fiero de la historia del Galileo. El Galileo no pudo sufrir tanto dolor en su vida, como cuando le desnudaron su maravillosa escultura y los plebeyos azotes hicieron saltar la sangre en sus espaldas. ¿Por qué, si era el hijo de Dios, no aplastaron mil rayos las cabezas de sus verdugos? La procesión del martes regresa a su hogar. El Cristo se recoge a su capilla contrariado, dolorido. Cuando la iglesia se cierra, a las altas horas de la noche, podríamos ver los ojos de este Cristo que se posan con una mirada melancólica, sobre la espléndida túnica de terciopelo y oro de su compañero, el que carga su pesada cruz...
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Crónicas leves. Nieve y granizo Ayer hemos estado sintiendo un calor abrumador, terrible. ¿Y cómo puede ser esto estando el día predestinado a llover granizo y nieve? ¿No era martes santo? Hace muchos años, desde niños oímos el mismo pronóstico; nuestros mayores repetían, cada año, la misma frase: “Cuando se estrenó la escultura del señor de la columna, granizó y nevó de un espantoso modo. Ningún año después volvió a dejar el cielo de soltar su chaparrón.” Desde esa infancia hasta hoy, hemos presenciado unas veinticinco procesiones de martes santo. No hemos recordado lluvia alguna y en estos últimos años más bien calor sofocante. Pero el señor se llama de la nieve y el granizo. Y como es humilde y además está atado no protesta de la impropiedad de su nombre. La gente es harto aficionada a poner apodos injustos, sin basarse en ninguna cosa efectiva. Yo conocí a un hombre que fue llamado don Antonio el filipino porque vivió muchos años en Puerto Rico. El señor de la columna sale pacífico y dulce, a pesar de su dolor, y no se entera de los pronósticos. Las damas insulares, sin embargo, desde que se acerca la semana santa, ya nos hablan de esa nieve y granizo posibles. Y ciertamente, el martes santo amanece nublado cada año. Pero es una coquetería que el día suele tener con las señoras pronosticadoras. Hay, de verdad, una rara emoción este martes. La gente cree en el advenimiento de la nieve. Y nosotros, un poco supersticiosos y con el viejo sedimento temeroso de nuestra infancia, llegamos también a creer en la rara tormenta blanca. Cada año es la misma esperanza; cada año la misma emoción. Hoy vemos pasar al bello Cristo bajo el cielo turbio de la ciudad, con un poco de melancolía. Cuando llevábamos las empañadas navetas o el deshilachado estandarte, sentíamos como un frío temblor sobre nuestras cabezas. Era el miedo a la nieve, al espantoso fracaso, en mitad de la calle. Cristo desde su columna nos muestra su amarga mirada, pero hay, detrás del rictus de su boca, una sonrisa leve como una pluma, la sonrisa para las viejas defraudadas. Porque en todas las ventanas de las casas, todas las viejas que contemplaron el temporal de antaño, esperan cada momento que el temporal se repita. Y el año próximo volverá el pronóstico y el temor, y Cristo saldrá de nuevo entre la neblina gris del día, sonriendo detrás de su dolor. ¿Cuándo volverá a nevar el martes santo a la hora de la procesión? Morirán las viejas generaciones que vieron el funesto día, el tiempo irá pasando y la nieve continuará remota y silenciosa sobre los altos picachos de la tierra. Y nosotros seguiremos comentando las palabras cada año, con esta incrédula frivolidad que nos caracteriza. ¿Lloverá? ¿Nevará? Y sin embargo... Son las diez de la noche del martes, el cielo se ha encapotado; silba agudo el viento... ¿La tormenta? Y ahora ¿para qué?
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Foto de portada: Procesión del Encuentro en Vegueta de 1926 (Archivo de la Fedac)