Y así lo dije porque el viento se termina llevando los versos y los castillos que levantamos creyendo que son eternos cuando se acaban enseguida, pero también lo dije porque quien da forma a la arena y quien improvisa versos no tiene más remedio que hacerlo donde lo ven, a la vista de ojos y corazones inquietos que disfrutan del proceso tanto como del resultado final. Y he ahí el secreto.
Seguramente muchos versos de reconocidos poetas han nacido espontáneamente, aparentemente improvisados, pero van a parar a un papel, y de ahí, si el poeta quiere que sigan con vida y después de cierto tiempo, al libro, y cuando alguien los lee ya no puede ser testigo sino de su propia lectura. Sin embargo, cuando el improvisador (y el escultor de arena) crean, desnudan también el proceso y enseñan con eso las tripas de la creación. Los gestos del verseador: su inquietud, su mirada perdida, sus nervios... son bocetos y borrones en un papel invisible que acabará desembocando en una voz que dirá, por primera y única vez, versos que, para asegurar que son improvisados, necesitan testigos que den fe de que aquello no ha pasado antes. Por ello, en el apasionante mundo del verso improvisado, es tan importante quien canta como quien escucha, porque quien escucha lee el rostro de quien está a punto de parir versos que ni él mismo conoce y porque quien canta lee los rostros que tiene delante y busca en ellos la complicidad necesaria para saber que las palabras compartidas están llegando donde tienen que llegar.
Por eso son tan admirables los verseadores ciegos y por eso cuesta tanto improvisar en un teatro con las luces de sala apagadas. Porque en el fondo, un verseador no canta lo que el público quiere oír, sino lo que quiere decir, lo que se intuye en cada gesto y lo que confirman las frases que brincan entre los presentes, y eso, más que privilegio, es responsabilidad.
He ahí, probablemente, lo que explica que improvisar versos siga siendo tan apasionante, porque quien canta y quien escucha miden su capacidad de poner palabras y prestar oídos a un instante que tampoco vuelve. Siempre podremos grabar lo cantado y fotografiar la arena embellecida, pero la diferencia será la misma que existe entre ver una película y que nos la cuenten; porque lo hermoso es poder tomar entre las manos la arena que vimos hecha escultura, como hermoso es acariciar las palabras que escuchamos aquella vez en la que se pusieron de acuerdo para ser un poema.
Foto: Yeray Rodríguez junto al joven improvisador tinerfeño-gomero Eduardo Duque