Revista n.º 1074 / ISSN 1885-6039

La venta de Carmita.

Martes, 24 de julio de 2012
Manuel J. Lorenzo Perera
Publicado en el n.º 428

Habíamos pasado por allí más de cien veces. Desconocíamos que en el número 92 de la calle Marqués de Celada hay una venta. Es uno de los escasos establecimientos de ese tipo que van quedando en La Laguna (Tenerife).

Carmita en su venta de La Laguna.

 

En parte por eso de que el peje grande siempre se come al chico. A buen entendedor... Es conocida como la venta de Carmita: hasta los chiquillos me dicen Gamita, Gamita.

 

Es una alusión a doña Carmen González Martín, nacida el día 31 de mayo de 1924. Su instrucción escolar se extendió hasta los 12 ó 14 años, primero en la escuela pública y, posteriormente, en la escuelita de doña Carmen Leal, a quien abonaba 7,50 pesetas al mes. Después aprendió a coser con una costurera de la calle Herradores: antes de tener la venta estuve cosiendo un par de años, pero después no.

 

El negocio lo pusieron Carmita y su padre. Este se llamaba Nicolás González Méndez. Vino de Cuba a los 9 años, yendo a vivir a Icod, trasladándose a La Laguna cuando contaba con 18 años de edad. Aprendió el oficio de zapatero con otro señor: de nombre me parece que era Cristóbal, pero yo no sé, yo era muy menuda. Con el tiempo llegó a destacar en su profesión (las tapas las lijaba y las dejaba brillantitas) dedicándose a arreglar y confeccionar diferentes clases de calzado (botas, sandalias, zapatos...). Pero, además, sabía leer y escribir (en ese tiempo quién sabía...). Acudían a preguntarle cosas y era frecuente que para los testamentos lo llamaban siempre. Lo requerían para vestir a los difuntos, en una época en la que los duelos se celebraban en las casas: lo primero que le ponía al muerto eran los zapatos. De este singular personaje -al que todo el mundo llamaba Maestro Nicolás- nos refirieron sus hijas Carmen y Dolores que, en ocasiones, gustaba cantar punto cubano y fumar en cachimba después de comer: un cachimbazo, decía él.

 

En el inmueble que Nicolás González compró a don Ángel Ríos (decía mi padre que tenía siglos) instalaron, a finales de la década de los 40, la zapatería y la venta, separadas ambas partes por medio de un tabique provisto de puerta. El espacio dedicado a la zapatería era más corto, llegando a constituir, como todos los de su índole, un foro de cultura oral: bueno, eso se llenaba, tenía tres banquetas de tres patas. Cuando falleció Nicolás González, en 1970, la venta amplió su marco abarcando también el tramo que había ocupado la zapatería.

 

La venta siempre ha estado a nombre de Carmita. Su puesta en funcionamiento se hizo con 300 pesetas. El mostrador y la estantería fueron cedidas por una tía suya (Candelarita Morera la llamaban), quien había poseído un establecimiento de similares características. La apertura costó 30 pesetas. Y se inauguró el día de la Concepción: y hice 40 pesetas y era un capital.

 

Ofertaba a sus clientes, en su mayoría vecinos, todo lo que había que vender: platos, vasos, figuras, perfumes, dulces, pasteles y truchas por Navidad, azúcar y aceite a granel, café crudo, sardinas de barril, golosinas (las pastillas que vendían a perra...), costillas que ella misma llegó a salar, pescado salado, jareas, lonas o alpargatas de hombre (blancas y cerradas con ligas) y de mujer (negras o azulmarinas, abiertas con unas cintas), garbanzos, fideos... Servían las bebidas en botellas o por vasos (vino, aguardiente, caña, cerveza...) que fregaban en una bañadera. Se envolvía la mercancía en papel bazo, pesándola en una pesa de platos (con la que empecé era de platos), transportando lo adquirido en el interior de cestas o seretas.

 

Exterior de la venta lagunera de Carmita.

 

Quienes le proveían (comerciantes y gente del campo: frutas, papas...) se encargaban de llevarle los productos a vender. Y se les pagaba al contado: nunca le he comprado a nadie fiado, lo poquito o mucho que tengo es mío.

 

La venta abría cada día de mañana y tarde, salvo sábados y domingos que lo hacía hasta el mediodía: antiguamente se trabajaba todos los días. Quienes iban a comprar pagaban al contado o fiado; en esta segunda modalidad, la ventera lo anotaba en su libro de cuentas y en la libreta del cliente con el fin de evitar dudas y confusiones.

 

El teléfono ubicado en la venta, que hasta hace más de 30 años fue público, amplió su papel centralizador y dependencial.

 

Carmen González Martín encarna fielmente el modo de ser, el proceder de las antiguas venteras, dotadas de amplia intuición y destacada capacidad de análisis psicológico: desde que llegan a la puerta yo los retrato, son muchos años tratando a la gente; llegan 30 al día y son todos distintos; mi padre decía que si quieres conocer al público, tienes que estar detrás del mostrador. Según sus propias palabras, doña Carmen ha tenido dos mostradores y con el actual tres: será el último.

 

Cuando cierre las puertas de su tienda, se irá parte del pasado lagunero. Hoy se camina más de prisa, apenas se conversa, la situación es distinta: ha cambiado y la hemos cambiado, hoy hay mucha tontería. Gracias, doña Carmen, por habernos brindado un cachito de esencia histórica y de su último mostrador.

 

 

Este artículo fue publicado previamente en la revista El Baleo (nº 66).

 

 

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