Revista n.º 1069 / ISSN 1885-6039

Las Fiestas de Mayo en Canarias. Edad Moderna. (I)

Viernes, 26 de abril de 2013
Manuel Hernández González
Publicado en el n.º 467

No cabe duda de que las Fiestas de la Cruz se vinculan con motivaciones diversas que se remontan a los primeros tiempos de la conquista y colonización. Dentro de su programa de cristianización, se convirtió en su eje preferente, como lo demuestra su articulación con los hitos fundamentales de la ocupación de las Islas y con las primeras devociones y cofradías, como las de la Veracruz y Misericordia, que tenían como objetivo preferente su culto. De esa forma se fusionaron la predicación del cristianismo en una nueva sociedad con los ritos ancestrales del árbol de la vida.

Una cruz en uno los los pueblos de El Hierro.
 
 

Jesucristo, fruto del árbol de la vida, renace en la Primavera, tras su muerte e inmolación. Su representación como árbol de la vida conduce a enmarcarse dentro de una teofanía vegetal. La luna de primavera comienza a desesperezar las simientes enmudecidas, pues Marzo, como la muerte y la resurrección de Cristo, es el mes de la lucha por la vida, contra los herbajos que evangélicamente pudieron sofocar las buenas semillas. Es un mes de intenso trabajo en el que se transplanta, se escarda y se siembra. Pero asimismo puede traer consigo enfermedades, pues la primavera siempre se presenta insegura. Por tal razón el campesino no debe celebrar su retorno, sino provocarlo mágicamente. No se excluía la posibilidad de que el invierno continuase indefinidamente y que no llegara nunca la primavera. Ya vimos como la quema del Carnaval o del Judas cumplían la misión de sancionar su llamamiento. Más en la primavera canaria la inestabilidad se agudiza y se convierte en nota característica. Y eso precisamente en unos meses como marzo y abril de intensa actividad agrícola. Se raspa la viña que ha sido cavada en enero, se siembran las papas veraneras, pero es época o de turbulencias o de extremas sequías -no en vano no pocas rogativas coinciden con este periodo trascendental-. En su menguante se podan las vides para que se desarrollen más fuertes y se quitan las madres del vino, trasvasándose a barriles más limpios, crecen los pastos y el ganado es conducido a los manchones, son momentos cruciales para la continuidad de la vida, tanto vegetal como humana.


En Mayo, por contra, el árbol verde, tras la incertidumbre está en su apogeo. A diferencia de la vegetación invernal, la primavera arde menos debido a que encierra en sí misma principios vitales efectivos, puesto que vive. En la madera verde se considera tradicionalmente ya oculto aquel fuego que luego brotará, porque el árbol verde es el padre del fuego. Y la flor simboliza junto a él la primavera porque es augurio de la vida y como ella perecedera a imagen y semejanza de la fiesta, cuya única fuerza radican en poderse renovar continuamente, ofreciéndose como sacrificio, derroche y orgía. Despejadas las incógnitas que se divisaban en los comienzos titubeantes de la primavera, reina la apoteosis vegetal, conmemorando el triunfo de Jesús, árbol de la vida. El 1 de mayo se nos presenta cargado de este simbolismo vegetal. Los peleles vestidos de hombres o de mujeres se colocaban ese día sobre las tapias o muros, o sobre los tejados o cualquier otro lugar visible, presentando actitudes grotescas y hasta satíricas.


Ese día había que madrugar, debían de acostarse en la víspera a la hora de las gallinas para levantarse a media noche, pues si acontecía que estuvieran dormidos al entrar el mes de mayo éste se les metía en el cuerpo y las consecuencias podían ser desagradables: todo el mes estaba el dormilón destemplado de la barriga o se estaba propenso al sopor y la modorra todo el año. Pero aun así Mayo presenta un sentido ambiguo, es un mes de culto a la floración, pero a la vez periodo poco propicio a la fertilidad. Gaignebet sostiene que se presenta como una etapa contradictoria porque, por un lado, es el mes de la Virgen y de las prohibiciones consuetudinarias de matrimonios; pero, por otro lado, los jóvenes persiguen a las muchachas y se jugaba al matrimonio de niños. Estas creencias pueden expresar un sentido de moderación por el temor a los nacimientos que pueden sobrevenir 9 meses más tardes en Carnaval. En cuanto a la restricción del número de matrimonios, esto no está corroborado en Tenerife porque Mayo es un periodo de intensa actividad nupcial, pero sí pervive entre los campesinos la consideración del mismo como un mes poco propicio para el nacimiento de animales por la escasa actividad de aquellos animales engendrados en esa época, y lo mismo cabe decir de los niños. Al parecer en mayo los racimos de plátano no se desarrollan normalmente y es común entre los campesinos que las pariciones no se efectúen en ese mes.


La maya está presente ese día, siendo una costumbre propia de las clases populares. Domingo J. Navarro reseña que «tampoco se olvidaban de rondar la calle el primer día de mayo para galantear y obsequiar a las jóvenes más graciosas del menesteroso pueblo que, engalanadas y rodeadas de flores pasaban todo el día sentadas a la puerta de su casa con el nombre de mayas, diciendo a los transeúntes:


A la Maya, Señor Caballero...
vale más la Maya que todo el dinero».



El pedir por la maya era considerado por las élites sociales como propio de gente vil, procedente del populacho, que con sus connotaciones eróticas y de noviazgo trataba de atraerse con poco refinadas artes a los jóvenes que caían en sus garras, y que acudían a hacerles las galas, extasiados con su belleza. Uno de los motivos por los que se repudió a Antonio Miguel de los Santos como Comisario del Santo Oficio fue porque María Tomasina, su abuela, «fue persona de poca estimación en esta república porque en el tiempo de su mocedad bailaba la maya, que era el día primero de mayo, ponerse en los hombres de un negro y andar así por toda la ciudad entrando en muchas casas de ella pidiendo por la maya, y aunque yo conocía la sobredicha sin ninguna estimación, como que era muy pobre, viviendo cerca de mi casa en una lonja terrera de la casa de Don José Mota». La vinculación de la fiesta de los mayos con las personas de color la especifica para Las Palmas el jesuita andaluz Matías Sánchez al señalar que “los mayos y las mayas todas son pardas. Quería significar esas nubes y los muchos mulatos que hay en aquella ciudad y en toda la isla. Ya se han visto cantando una misa solemne tres ministros sagrados y notando el concurso con admiración son mulatos todos tres”. Cristóbal del Hoyo refería que en ese día estos danzantes se arrojaban “a pedir por las esquinas, queriendo, como los muchachos de las Mayas en mi tierra, sacar a fuerza la limosna”.


Una de las más interesante fiestas celebradas ese día era la de San Alejo en El Tanque, en la que se bendecía la vegetación en todo su esplendor por parte del sacerdote que iba extendiendo el hisopo a toda aquella que estaba a su paso al tiempo de recorrer la procesión. Propuesta en el s. XVIII como festividad tuvo dos motivaciones: la primera, la de constituirse como rogativa en petición de buenas cosechas; y la segunda, a raíz de una epidemia o plaga en los cultivos, pero en su ceremonial propiciatorio, al margen de ese doble origen, es notorio. Su descripción por José Pedro Pérez Pescoso es bastante significativa de esa invocación a la fertilidad: «La procesión sale temprano, las campanas sin repiques, sino a toque de rogativa y con el clero durante un buen trecho de la andadura entonando letanías de todos los santos. Paso ligero, la imagen a hombros, calles alfombradas con plantas aromáticas, olor a brezo, inciensos y loro, macetas en los caminos; puertas y ventanas engalanadas de palmas, hayas, banderas y colgaduras. A lo largo descansos entre arcos de fruta por debajo de los cuales pasan el Santo y los acompañantes. A la llegada de la Cruz grande era recibida la imagen con ajijides y a veces con lobas (loas). El Santo lleva una tradicional capa con un manojo de espigas de trigo y un bollo artesano de pan formando un lazo».


En esos días, correspondiendo con el calendario lunar, aparece la una nueva del Jueves de la Ascensión, que en el sur de la isla se corresponde con la eclosión de la almendra que solidifica su pulpa el referido día:


El Jueves de la Ascensión,
entra la almendra en perfección.
La almendra que en la Ascensión
no llegue a cuajar,
ajorrada quedará,
la que no cuaje ese día,
se quedará manía.

 

Mas el día fundamental de las Fiestas de Mayo es la festividad de la Invención de la Cruz, el 3, donde en clara simbiosis se integran en un mismo culto el árbol y la cruz. Como la fiesta delata no se celebra en honor de Cristo crucifijado sino en homenaje a la Cruz, que en muchas ocasiones se pinta de verde como testimonio feaciente de ese origen ancestral. Tenerife en todos sus pueblos y ciudades está sembrada de cruces, de ermitas de cruz. Algunas de sus principales localidades llevan ese nombre (Santa Cruz, Puerto de la Cruz o de La Orotava) y no pocos pagos de más reducido tamaño conservan ese topónimo. Aunque la cruz cumple también un papel esencial en una de las devociones más difundidas en las islas, sobre todo en los tiempos de hambres, epidemias y sequías, el vía crucis, que tiene en los franciscanos sus máximos impulsores, su finalidad principal es la celebración de la fiesta de ese día, aun cuando esa cruz no ha sido todavía erigida en capilla.


No cabe duda de que las Fiestas de la Cruz se vinculan con motivaciones diversas que se remontan a los primeros tiempos de la conquista y colonización. Dentro de su programa de cristianización, se convirtió en su eje preferente, como lo demuestra su articulación con los hitos fundamentales de la ocupación de las Islas y con las primeras devociones y cofradías, como las de la Veracruz y Misericordia, que tenían como objetivo preferente su culto. De esa forma se fusionaron la predicación del cristianismo en una nueva sociedad con los ritos ancestrales del árbol de la vida. En La Orotava desfilaba en la fiesta de la Cruz una cruz verde, símbolo de ese origen ancestral. La presidía la cruz de plata. En esa villa, diría con ironía Cristóbal del Hoyo, la cruz “cuando la cargan pesa, y también si no la cargan”. En esos momentos asonaban también los privilegios, como los de estar sentadas sobre un cojín las señoras “principales”. Sobre esa preeminencia diría es “como el brazo de la cruz en La Orotava, si bien que esto es aquí por privilegio, y por conciábulo allá”. En Valverde, alcanzó gran relevancia, engalanándose con flores. En 1719 se cita una cruz grande sobredorada con su peana y funda de pinarete para la fiesta de la Santa Cruz. La más espectacular era la de Icod, que fue donada por el Deán de la Catedral de Santiago de Cuba asentado en La Habana Nicolás Estévez Borges. Es de casi dos metros de alto y pesa cien libras y catorce onzas. Fue obra del orfebre habanero Jerónimo de Espellosa. Es prodigiosa su labor de filigrana tanto en la cruz como en la peana a base de un depurado dibujo geométrico. Arribó a la ciudad del Drago en 1667, según la disposición de su donante. Para celebrar la fiesta de la Cruz, se trasladaba ésta en la víspera desde San Francisco hasta San Marcos, donde el día de la Invención de la Cruz se hacía la función y la procesión, regresando a su capilla. Su trono debía ser portado por sacerdotes, siendo uno de ellos su hermano Marcos Estévez Borges.


Dentro de ese proceso, se unificó en el siglo XVII con la expansión que alcanzan los Vía Crucis promovidos por las órdenes terceras franciscanas desde sus conventos hasta los calvarios, cuyas cruces se enraman por los vecinos el Día de la Cruz. Un ejemplo ilustrativo de todo ello son las devociones que se desarrollan desde el último tercio del XVI en pueblos palmeros como Santa Cruz de la Palma, Breña Alta, El Paso y Mazo, en las que la cristianización de los árboles, con la incrustación en ellos de cruces, juega un papel fundamental. En 1573 se encontraron dentro de un tronco de un laurel dos cruces. El hecho fue tenido por milagroso “por ser cosa que excede a la naturaleza”. Le había acontecido a un esclavo negro del catalán Marcos de Almau. Éste, una noche se despertó sorprendido por una luz y vio que “la desprendía los dos palos con la cruces, que iluminaba el recinto. Admirado, llamó a los vecinos de la comarca, juntándose más de 200 personas, entre hombres y mujeres y un clérigo, además de un escribano”. El prodigio se repitió la noche siguiente pasados tres días, en una de las cruces se divisaron unas figuras, siendo el resplandor tan intenso que “las astillas saltaron del brazo, cabeza y pie de la cruz, y del palo pudieron localizarse por el resplandor que desprendían y fueron guardados con las cruces”.


En Breña Alta en 1622 tuvo lugar la aparición de dos cruces de color negro dentro de un tronco de laurel a 300 metros de la iglesia de San Pedro. Ante su hallazgo por parte del zapatero Pedro Pérez, se ordenó su traslado a la parroquia de la capital insular. El cura del lugar puso de manifiesto que el hecho era “un gran prodigio y milagro que sucedió en éste de la Breña”, por lo que se ha experimentado mucha devoción por parte de los vecinos. Éstos querían que siguieran expuestas en un altar en esa parroquia, por lo que acudieron a la casa del vicario de la Isla y le expresaron que con su culto en ella “se aumentarían la devoción de los fieles y las limosnas de las dichas iglesias (de San Pedro y la Concepción) por ser muy pobres y también por estar distantes de esta ciudad tres cuartos de legua”. Por aquellas fechas sólo había una parroquia en Las Breñas, la de San Pedro de Breña Alta, creada en 1618. Poco después, en 1634, tendría lugar la segregación de la de Baja. Esa presión fructificó. La máxima autoridad eclesiástica insular marchó hacia ese pueblo y vio en el altar mayor las cruces y los maderos. Tras ponerlas patentes ante el pueblo, abrió una investigación. En ella consta que al zapatero se le apareció cuando estaba cortando las ramas de un laurel haciendo rolos, cuando mandó a sus esclavos quemar su tronco y el resto “lo hizo trazar en rolos y llevarlos a su casa para de ellos hacer mallares para el lagar”. Habiendo labrado un pedazo, tomó el hacha para proseguir “el dicho mellar”. Quedó “en medio de cada borde ambas puntas” una tercia “de un palo sin labrar debajo del cual estaban las dichas cruces. Intentó cortarlo tras muchos golpes, pero no pudo. Enfadado, se dio cuenta de cómo en ese trozo de madera “quedó esculpida otra cruz del mismo tamaño de la misma color y de la propia hechura y en medio de ella se echa de ver un Cristo crucificado y a lo que se descubre parece de muy buena pintura por verse en él señalado (...) rostro, pies, y diadema, y esto se ve porque la color que (..) del negro parece casi como blanco y pardito de que provoca devoción”. Tras un primer momento de estupor se arrodilló y con mucha veneración besó las cruces. El hallazgo comenzaba a ser considerado como milagroso y convertirse en objeto de culto. El cura Amador González dispuso que se juntaran las cruces e “hizo poner un paño limpio sobre le dicho madero y lo hizo enramar con rosas y flores” y lo trasladaron a hombros a la parroquia. El pintor portugués Juan Díaz Montero hizo un dibujo de las cruces para el expediente. Refirió que en el madero grande “se señaló un rostro de hombre inclinado sobre el brazo derecho y el brazo izquierdo no parece y cuerpo y piernas y pies aparecen con una guirnalda por medio la frente y la diadema arriba, que suben desde la cabeza a lo alto de la cruz, de manera que parece la inspiración muy devoto”. Refrendado su culto, numerosos devotos dejaron mandas para la fiesta del 3 de mayo a lo largo de esa centuria y de la siguiente. Marín y Cubas, primero y Viera y Clavijo más tarde, recogieron esa leyenda. Éste último afirmó que “en una capilla se conservan dos cruces que halló un negro en el tronco de un laurel, estándolo cortando”. Debemos de tener en cuenta que la profesión de zapatero era desempeñada generalmente en esa época por mulatos, por lo que nada de extraño tenía esa consideración. Fue un relato que pervivió en el tiempo y que recogió Madoz e incluso Verneau en 1691.


El alma en pena de Tacande en El Paso es otro fenómeno de la religiosidad popular del siglo XVII también relacionado con el culto a la cruz. Esa ánima de una pecadora que pululó en la hacienda de ese nombre por espacio de 87 días entre el 30 de enero y el 26 de abril de 1628. Aparecía por la noche como bruja con un coro de más de cien mujeres que bailaban al son de castañuelas, tamborcito y pandero. Sólo descargó en presencia del fraile confesor Juan Montiel, que comenzó a explicar las razones de su presencia. Ante él, el alma construyó “muchas cruces en este poco espacio de la tarde, y antes de esto había hecho muchas más, las cuales mandó buscar el Sr. Obispo D. Cristóbal de la Cámara y Murga y otras que llevó el P. Fr. Juan Montiel y otras que llevó Juan González al Teniente General que era en aquel tiempo de esta isla y muchas gentes principales llevaron cruces y muchos religiosos, con que tan solamente nos dejaron tres cruces que formó en la tapa de la misma cama”. El relato, que fue protocolizado, se ha transmitido también en la cultura popular en forma de romance.


En Mazo en 1745 aparece inventariada, colocada en el altar de las Ánimas del Calvario, una urna con una cruz hallada en el interior de un árbol. Debió de ser la cruz que enramaba el capitán Pedro de Brito y a la que se refiere en su testamento de 29 de agosto de 1656. En él expuso que el día de San José se le apareció en las dos partes de un leño una señal de la cruz, por lo que fue llevada en procesión a la iglesia de San Blas, donde se colocaron en un altar que él enramaba todos los años, por lo que manda decir en él una misa rezada “por la gran devoción que en aquella santísima señal tengo”.


La extensión que dio la religiosidad barroca a las fiestas de la Cruz explica que se extendieran por todo el territorio del Archipiélago los enrames de cruces y ermitas de la cruz, algunos de los cuales como en la Cruz Santa dieron lugar a pagos de cierta consideración cuyas capillas en el siglo XVIII incluso sus vecinos intentaron convertirlas en parroquias, un culto que ha llegado con gran magnificencia en no pocas localidades de las Islas. La tradición local de ese pago realejero atribuye a un jinete la localización de una cruz en el barranco de La Raya, con la que mandó hacer una ermita. Desde 1664 se registró su fiesta. En 1766 el templo fue ampliado por sus vecinos, que se comprometieron a mantener su culto y fábrica. En esas capillas era obligado el festejo con danzas y canciones, los célebres velorios de cruz, que los emigrantes isleños desplegaron por todo el Caribe y que siguen vivos hasta la actualidad. Una manifestación singular de las fiestas de Cruz fue la del gallo en Arucas. Su ritual daba comienzo por la tarde del 3 de mayo, una vez finalizada la función solemne en la parroquia de San Juan Bautista, “por costumbre muy antigua”. Tenía lugar “en el Cerrillo, que hay allí una ermita denominada el Calvario, en aquella plaza se corre una liña de una acera a otra y al medio se cuelga un gallo con el intento de que aquél que se venda y va a matarle, si hierra el tiro, paga o una moneda u ocho cuartos y si lo mata se lo lleva”. Se recaudaba de unos 45 a 60 reales, que se destinaban de ayuda para la cera y aceite de ella. Durante esa celebración repicaba la campaña, gritaba la gente y tocaban pitas, “todo con el objeto de perturbar al que vendado va a matar el gallo, para que no oiga el cacareo o aleteo de éste”. Hasta 1812 se efectuaba sin autorización, acudiendo los vecinos principales e incluso los alcaldes, según testimonio la autoridad local, Pedro González Castellano. En ese año hubo un conflicto por no hallarse el alcalde y querer controlarla el diputado más antiguo, exigiendo incluso autorización. Como no pudo, que quería impedir que la numerosa muchedumbre no chillase, a lo que se opone el hijo del alcalde. En ese momento intervine su madre que “corta la liña y se atrajo el galo a su casa como propio suyo y que le había costado su dinero” sin poder terminar la fiesta. Colérico el diputado le vertió palabras “tan denigrativas como impúdicas” a ella y otros familiares en medio de todo aquel concurso de gente.


La Orotava contó en los siglos XVI y XVII con festejos con toros, costeados por la Hermandad de Misericordia, encargada de los festejos. Eran en realidad vaquillas, pervivencia de las cuales fueron las toras, que se mantuvieron en la Isla Baja tinerfeña hasta bien entrado el siglo XX. Se colocaban vallas o talanqueras para que corriesen en los alrededores de la parroquia. Contra ellos se emplearon artilugios para picarlos como los herrones y las garrochas. En 1604 el visitador Nicolás Martínez de Tejada ordenó que, “a cuenta de la dicha cofradía no se compren toros ni garrochas para los correr por cuanto no es justo... semejantes gastos a que la dicha cofradía y los mayordomos que tal hicieren sea a su costo y no se les reciba en el descargo en las cuentas que dieran por cuanto le consta al dicho Visitador que en la fiesta que celebra la dicha cofradía el tercer día de mayo le suelen comprar para celebrar la dicha fiesta”. Pero se hizo caso omiso pues en 106 se gastaron 22 reales en siete garrochas y 14 en los toros, aparte de los costos de los palos de las talanqueras. En 1609 consta que se trajeron los animales de Güímar. Sin embargo, a partir del último dato que figura en 1617 fueron decayendo, quizás sólo sostenidas por los Priostes que se hacían cargo de la fiesta, hasta prácticamente desaparecer en esa centuria.


Cruz enramada del Puerto de la Cruz, en el norte de Tenerife. Alloza Moreno y Rodríguez Mesa han estudiado las danzas del siglo XVI con sus estrechas vinculaciones con la población mulata y negra. Todavía en pleno siglo XVIII Cristóbal del Hoyo recordaba en Lisboa como bailaba su opositor “más contento que una negra con paño amarillo en la Cruz de La Orotava”. En las fiestas de 1574 se gastaron más de tres mil maravedíes “en dar de comer a los danzantes”, compraron cascabeles y participaron “negros que tañeros”. Al honor al Santo Cristo se realizaron danzas de ángeles, en los que los bailarines iban vestidos como tales, incluidas sus alas. Había de esparteros, de espadas, de gitanos con el bolteador, y de arcos, adornados con flores. En el toqueado efectuaban verdaderos alardes, con acordes con las manos, pies e incluso palos. Se emplean como instrumentos panderos, tambores, tamboriles y castañetas, generalmente tocadas por negros.


En esas fiestas en el siglo XVII era números obligados las comedias, las sortijas, los torneos y las libreas, como acontecía también en el Corpus, tal y como veremos más adelante. Sobre ello refirió Núñez de la Peña en 1676 que sus rasgos se fueron restringiendo a medida que avanzaba esa centuria porque “los devotos que hacían la fiesta a la Santa Cruz de Mayo, en que gastaban cantidades de ducados en fuegos, comedias, sortijas, libreas y torneos, han acordado, y bien acordado, que lo que se ha de gastar en comedias y festejos, se dé de limosna al Hospital para hacer tributos, ya han comenzado a hacer esta buena obra, no faltando a la fiesta con toda decencia”. Por esa misma época el obispo García Ximénez, en su vista de 1678, les requería que restringieron esos cuantiosos gastos más para los objetos de culto y retablos que faltaban que para los festejos.


Hogueras y fuegos fueron gastos considerables en las fiestas de la Cruz. Las últimas han pervivido con gran aparato y acendrada competencia entre las diferentes colectividades que aspiraban por hegemonizar la fiesta, como simboliza la exhibición pirotécnica en la que pugnan las calles realejeras todos los años en torno a la fiesta de la Cruz. En La Orotava estas fogatas se encendían en la víspera y consistían en la colocación de una bota o pipa rellena de trozos de madera a los que se prendía fuego, las botas con arcos de hierro eran recipientes de un volumen considerable, en torno a los 516 litros. A partir de 1762 aparecen consignadas en los gastos como barriles. En cuanto a los fuegos en Icod, como en el conjunto de las hermandades de Misericordia de las Islas, corría con los gastos de la fiesta del 3 de mayo el prioste anual, elegido entre la clase dirigente local. En 1646 le correspondió al capitán Fernando de Castro Salvatierra, que efectuó un contrato el 19 de marzo de 1647 con el maestro pirotécnico de Garachico Nicolás González Gallego para comprarle fuegos artificiales por 422 reales y una bota de vino. Consistían en doce montantes de 19 piezas, a 10 reales cada uno, 6 ruedas para de día a 8, 6 docenas de voladores de lágrimas a 10, 14 docenas de repuestas a 8 la docena, 12 docenas de abuscapies a 7.

 
 
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