La víspera de San Andrés sabe en Tenerife a vino nuevo y a bodega recién abierta; los cacharros vociferan que se está acabando noviembre y las tablas aceleran el otoño calle abajo. El 29 de noviembre abre un ciclo que tiene que ver íntimamente con la vida que fermenta y que da sentido a la paciencia y al trabajo. Sin embargo, en 1963, el 29 de noviembre cerró por segunda vez un círculo que por obra y gracia del azar tuvo en la capital de la isla, lejos de bodegas, viñas y brindis, su espacio de enunciación. Ese día falleció Ernesto Lecuona Casado, el compositor cubanísimo, el pianista único.
Llegó a Santa Cruz de Tenerife tras los pasos de su padre, Ernesto Lecuona Ramos, que en aquella ciudad había nacido en 1854 y que a aquella ciudad regresó en 1902 con el tiempo justo para morirse.
Ernesto Lecuona ya había ganado su lugar en la Historia antes de ser el padre de un genio. Estuvo vinculado durante toda su vida al periodismo. Fue redactor de El Ensayo, semanario de literatura publicado en Santa Cruz de Tenerife en 1877 y dirigido por Elías Mujica, y director de El Sol de Nivaria, edición de literatura del diario La Imprenta, también publicado en la capital tinerfeña durante el año 1878.
En torno a 1880, como tantos de sus compatriotas, atravesó el Atlántico para anclar su vida, no para siempre en su caso, en la isla de Cuba. Y lo hizo no para labrar la tierra, como casi todos los canarios que cambiaron de orilla, sino para seguir surcando la página. Fue Matanzas el lugar al que arribó.
Lo unían a la capital matancera los lazos con una ciudad fundada por canarios en la que otros Lecuona originarios de las Islas también habían decidido echar raíces años antes. En la Atenas de Cuba prosiguió su labor periodística dirigiendo el Aurora del Yumurí, inicialmente denominado Aurora de Matanzas y fundado por el también canario Francisco Guerra Béthencourt.
Ya en La Habana dirigió el periódico El Comercio y colaboró en publicaciones como Las Canarias, cuyo primer editorial firmó. A la capital cubana, concretamente a Guanabacoa, se trasladó una vez casado con Elisa Casado Bernal. En 1895, justamente cuando Wilde publicó La importancia de llamarse Ernesto, nació allí Ernesto Lecuona Casado, el séptimo hijo; el benjamín de los que alcanzaron la edad adulta.
Para cerrar por primera vez el círculo, en 1902 falleció, recién retornado a las Islas desde las que había partido, Ernesto Lecuona Ramos, que para entonces ya era el culpable a medias de aquel prodigio.
Solo la irrepetible precocidad de su hijo le permitió paladear el talento que por entonces exhibía aquel niño que lograría con el tiempo y su talento mayúsculo estirar las teclas de su piano para que le cupieran todos los colores y sabores de Cuba, y para dar cabida a su travesía íntima, desde el Valle de Oyarzun vasco que vio nacer su primer apellido, hasta las calles de Guanabacoa donde el rito y el mito bailan la misma música, pasando por aquellas Islas a las que fue a morirse su padre y a las que él, hace casi cincuenta años, fue a hacer exactamente lo mismo.