Cuando, según se sabe y se cuenta, hace ya unas décadas, el admirado y recordado don Benito Padrón resucitaba la tradición antigua carnavalera de Los Carneros de Tigaday, núcleo principal de El Golfo (La Frontera, El Hierro), después de la prohibición de la misma y los Carnavales tras la Guerra Civil, probablemente no era consciente de la trascendencia que iba a tener este hecho festivo para el futuro del pueblo, de la isla herreña y de las tradiciones canarias en el llamado Carnaval Tradicional. El hecho es que a día de hoy, en pleno comienzo del año 2013, la salida o el correr de Los Carneros se ha convertido en uno de los máximos exponentes de este tipo de celebraciones, junto a otros como Los Diabletes de Teguise, por poner un caso especialmente histórico y particular.
Hace ya unos años que el grupo de gente que organiza esta celebración se preocupa por hacerla llegar a los más jóvenes. De esta forma, sabemos de algunas charlas dadas en el marco del centro educativo de Secundaria de La Frontera sobre Los Carneros así como, en relación a este año, un llamativo concurso fotográfico para el alumnado con el fin de fomentar, dar a conocer y valorar el Carnaval Tradicional del contexto social del que hablamos. El impulso y la difusión dados en esta edición de 2013 han sido significativamente importantes, una vez más, para que el motivo festivo ande y siga andando con muy buena salud, de cara al presente y al futuro de las próximas ediciones. La cantera parece estar asegurada y el conocimiento de tan peculiar tradición también.
No en vano, a poco que el común de los canarios haya echado un ojo a las noticias televisivas y periodísticas de estos días habrá caído en la cuenta de que algo llamativo relacionado con el Carnaval se celebra en El Hierro. Por tanto, el hecho en sí suena, se tiene noticia de él, cual cencerra de fondo, en las realidades de nuestras diferentes islas; aunque otra cosa es indagar si realmente se conoce verdaderamente cómo es el hecho festivo propiamente, cómo se sucede el acto carnavalero de la calle principal de Frontera, qué elementos lo componen, cuáles son sus ingredientes secretos y, en definitiva, si deviene meramente en escaparate de lo que en el pasado fue o, por el contrario, se trata de una fiesta llena de temblor, viva y vibrante para los que la accionan en primera persona. Y para eso no vale con la noticia de la tele y del periódico; para eso hay que desplazarse allí e introducirse en ella. Parece que es lo que intentan sus organizadores desde hace un tiempo, negándose a salir de la isla para escenificarla y obligando al interesado a desplazarse hasta el maravilloso valle cóncavo del Norte herreño. Es lo que hemos hecho para intentar testimoniarlo con algunos detalles silábicos y muchísimos fotográficos de la manera que mejor hemos podido (al final del artículo está el enlace con una muy amplia galería de fotos que puede dar a entender todo lo que aquí intentamos explicar).
Puesta en escena. La organización del acto, con algunos puntos fundamentales, es clave a la hora de que todo salga bien. Así, las vestimentas (heredadas o de cuño novedoso) se alzan sobre los cuerpos como uno de los aspectos principales de Los Carneros ya que, no en vano, esta presencia sobre las pieles es la que particularmente bautiza la fiesta. Unas cincuenta personas, en su mayoría ataviadas con pieles y zaleas preparadas para el momento, algunos con cabezas esqueléticas de auténticos carneros muertos, cornamenta incluida, salen desde la conocida como Casa del Miedo, a escasos metros de la calle principal de Tigaday de La Frontera, presidida por una escultura dedicada a este acto festivo, una larga avenida en línea recta que tiene, en dirección Oeste, una pequeña subida (o bajada, según se mire) que es la que lleva a la aludida Casa, que es la que trae a la aludida calle.
Por allí, inclinado ya hacia los niños y jóvenes que lo esperan miedosos o desafiantes, aparece rumbo abajo en escena el rebaño grande de atuendos claroscuros, el boscoso elemento conjunto de figuras infernales y diabólicas a la vista de todos y todas, comandados por variados pastores o algunos locos con caretas varias y colgajines diversos que para nada ceden un ápice a la bondad del rostro o a la cara amable: son igualmente tenebrosos y asustantes, con sus garrotes, bastones de mando con cabezas de animales muertos o zaleas arrastradas en mano, amén de sus pasos, algunos de ellos al son de ancianos que jalan como pueden sus carnes casi muertas. Es poner el pie en la calle y es comenzar la expectación, el susto, el acecho, la sospecha y, para los más pequeños, el erizado miedo (cuántos no tendrán pesadillas tras vivir lo que en un futuro sabrán que es fiesta...). Son, más o menos, las 5 de la tarde y hace luz con tendencia a la atenuación en el Valle de El Golfo... Comienza la batalla, el desafío, el terror, el original e inusitado juego carnavalero de Los Carneros y los jóvenes.
En cada rincón hay uno y en cada esquina suenan las cencerras, otro elemento identificador del rebaño. Un joven, de media quince años (los hay menores y los hay también mayores), se encara sin pudor a un miembro del ganado humano que ha perdido la voz que le identifica para ser parte del mundo irracional animal: ahora solo le quedan los ojos, los pies, los brazos y el movimiento, además de su vestimenta y de las imprescindibles manos, esas que por el arte de la magia del betún son capaces de ennegrecer, en impudoroso acto para con todo ser humano, los rostros de los presentes. Nadie queda a salvo, ni siquiera el político de turno, que también será profanado con alguna cicatriz negra en su cara. Si no se opone resistencia férrea, o si acaso una niña o niño pequeño aparece en escena, como cría indefensa, el animal carnavalesco se amansa con el respeto debido a quien no martiriza su orgullo y poder, y simplemente les hace negra la marca en los rostros al modo de una caricia risueña y dócil...
Pero nos habíamos quedado en la imagen del joven que desea tocar y desequilibrar el orgullo de animal-humano de Los Carneros... ese que se ve aparecer en el fondo de la calle y que espera a que, sin miedo alguno, el asqueroso e informe bicho se vire, lo vea y se disponga, ahora sí, a ir a por él sin contemplaciones: la ley del rebaño irracional ha sido puesta en cuestión, y eso merece un castigo. Entonces comienza el verdadero rito actual de la fiesta herreña por excelencia del Carnaval.
El desafío. Los cuernos del animal se iluminan y toman el rumbo del valiente muchacho que lo ha retado. Entonces arde la calentura y se lanza a por él a una velocidad imposible de mantener si el cuerpo no fuera soportado por la sangre de quien respira juventud. El Carnero, aunque de múltiples matices cada uno, en sus colores y gestos, en sus detalles, ha de ser joven, ha de ser fuerte y vigoroso, más que nada si quiere que su reinado en la calle siga siendo patente. Y arranca, arranca con infinita presión de rabia a por el chico que le espera y esquiva, que corre delante de sí a máxima potencia, que le va la vida en huir, huir y huir sin ser tomado por las restallantes manos abetunadas del deforme animal sudoroso.
Resulta altamente complicado poder llegar de una punta a otra de la calle, ahora lugar de la representación ritual de iniciación de poderío; difícil, decimos, porque a poco que te escapes del primer carnero el sonido de sus cencerras alerta a otros de la manada para que le ayuden... de tal manera que por momentos, si el desafío es duro y aguanta el desafiante en su carrera, nos podemos encontrar a lo largo de la calle una imagen terrorífica en la que el pelaje del ganado sólo es lo que se ve y vuela, las cornamentas se afilan, las piernas y las manos ennegrecidas se giran en tiempo infinitesimal, y el grupo acaba unido y bloqueando a quien tan descaradamente intentó profanar el corral, propiedad del rebaño y sus pastores.
A ese que ya ha sido atrapado -a veces ya sin alguna prenda de su vestir humano-, pues al final nadie se salva, le caen encima uno, otro y tantos más sofocantes seres del cercano inframundo, que sin piedad embadurnan con negro intenso la piel de quien era un humano de tanta fuerza y que ahora, por la magia de otras fuerzas, las del mal, y del betún que bautiza la entrada al mundo de los poderes irracionales, se ha convertido de alguna manera también, como ellos, en un animal oscuro y apestado a las puertas de formar parte del rebaño. Creemos, en cierto sentido, que todos esos capaces de poner en tela de juicio el poder de la calle de Los Carneros, una vez son atrapados, tienen el visto bueno de los mismos para que, en una próxima edición, formen parte de un ganado que cada año crece y crece. El ritual se ha cumplido, con el considerable esfuerzo que ha supuesto, y la fecundación del acto de pintar la piel, especialmente el rostro, ha hecho el cometido del mismo: que la estirpe crezca y que nazcan nuevos pequeños carneros para que siga habiendo más fiestas de Los Carneros y la tradición no tenga fin.
Algunas contadas valoraciones finales. Probablemente en otros tiempos, según se dice, la salida de Los Carneros fuera diferente, y parece que conllevaba el susto y el miedo lógicos de un mundo de ventanas y puertas cerradas donde no existía la ciencia ficción ni las imágenes televisivas de la actualidad, en el que la sorpresa era tan difícil de sortear. Sin embargo, hoy muchos de esos elementos siguen vigentes (uno de ellos es el cierto anonimato de quien se pone la vestimenta peluda y apestada, así como el agarre ancestral del Carnaval a la tradición pastoril y sus diferentes elementos en la isla de El Hierro), y sin duda la didáctica que se hace con charlas y explicaciones a las nuevas generaciones sobre el origen de esta festividad seguirá siendo fundamental.
Pero, por otro lado, hay elementos novedosos de los últimos años que hacen y rehacen una tradición que, de seguir así, nunca podrá morir, o al menos tanto le costará. Nos referimos concretamente al evidente motivo de que estamos ante una fiesta y, como tal, los que la celebran han de divertirse y vivificar todo lo que el jolgorio nos trae: parada del tiempo de la cotidianidad, de los problemas del día a día, el divertimento y, entre otros motivos, la constatación de que se pasa un buen rato. Y Los Carneros de Tigaday logran a todas luces estos elementos indiscutibles de una fiesta viva y en marcha.
Aunque el protagonismo es de los jóvenes y Carneros, que son los que sobre todo escenifican el duelo, nadie queda al margen, como decíamos, pues nadie acaba sin ser pintado: la fiesta somos, así, todos los que participamos, todos la hacemos y perdemos en ella la vergüenza y el rubor; somos, de alguna manera, Carneros todos pues todos hemos sido tocados por la mano negra.
Otro elemento indiscutible, a nuestro modo de ver, es que la fiesta no se haya masificado; y no lo decimos tan sólo por los elementos de toda índole que pudieran enconsetar y desvirtualizar una tradición llegada de tan atrás, sino también por otros factores que harían de Los Carneros una modificación radical de su estructura actual: en primer lugar, que se pierda la familiaridad presente en el acto, que hace la cercanía de los presentes y el casi ausente anonimato, aunque seas visitante de paso o no vivas en Frontera o en El Hierro (no perdamos de vista que, aparte de Los Carneros que corren, los pastores van haciendo de las suyas por los alrededores con la gente que mira y observa, dándoles resoplidos, acercándoles las cabezas esqueléticas de ganado, rozándoles con sus zaleas...); y también por un aspecto material básico: el espacio necesario libre para correr los desafíos en la calle principal y que dicha representación pueda ser vista por todos los que allí nos congregamos, y que con demasiada gente serían imposibles ambos factores.
A todos esto que decimos (tan sólo unos apuntes valorativos, de los tantos que se pudieran decir), hay algo que nos parece el eje vertebral de Los Carneros de comienzos del siglo XXI: estamos ante una fiesta organizada y coordinada por jóvenes y gente de mediana edad, y sobre todo está dirigida para ser festejada por jóvenes que la viven y la hacen con sus idas y venidas a lo largo de la calle de un modo tal que tres horas de una tarde se hacen pocas; hasta las seis horas totales (sumados los dos días, el domingo y el martes) saben a poco... Tal es así que, son ya las 8 de la tarde y ha anochecido a la par que la carne se ha hecho negra, cuando llega el momento de la estampida final (ese en el que Los Carneros parece que se retiran, cuesta arriba hacia la Casa del Miedo, pero que no es más que una concentración para salir corriendo detrás de todos los que les siguen); la acumulación de jóvenes que corren delante de ellos al modo de la luz es infinita; y tiene que haber una segunda vez... y si por ellos fueran desearían otra carrera más, otra estruendosa estampida de pasos, gritos y sones acencerrados.
Con una infraestructura humana joven de este calibre, con una estructura festiva de tan alto quilate, con una gente que no quiere ni debe dejar que la fiesta se muera sino que se reinvente, siempre unidos a la tradición legada por los mayores -aquel espíritu del siemprevivo Benito Padrón-, cómo no decir y seguir diciendo que Los Carneros de Tigaday, en la isla de El Hierro, aunque tan amarrados a tiempos remotos, aunque tan claro ejemplo de nuestro Carnaval Tradicional, son sin ninguna duda hoy una de las fiestas más atractivas, más divertidas, más arraigadas, más estimulantes y con más futuro del Carnaval de Canarias.
Carnaval Tradicional de Canarias: Los Carneros de Tigaday