Las olas del mar llegaban suaves hasta la playa. Un río de lava ardiente bajaba desde la montaña. Tocaron los tambores, sonaron las flautas, danzaron los ancianos, y los niños jugaban enredando sus rabias cabelleras entre las olas. El horizonte estaba más lejos que nunca, lo había dibujado una ola caprichosa que no quiso someterse a las leyes del mar. Bandadas de pardelas volaban por un cielo infinitamente azul, el sol y la luna afilaban sus luces para clavarlas en la fina arena negra, donde una doncella guanche dormía eternamente.
Se había tirado desde lo alto al mar, y el rey Pelicar mandó apalear las aguas que se habían vuelto dulces como la caña. Fue requerida de amores por un humilde pastor de cabras, que fue repudiado. El pastor enloqueció de amor, y puso fin a su vida despeñándose por un profundo barranco, y sólo lo sabía un viejo agorero, que había presentido la tragedia. Las aguas apacibles del Atlántico se habían teñido de un rojo intenso. Parecía que el sol de la tarde sesteaba sobre ella. A los cinco días un cortejo de olas la depositó mansamente en la playa, la palidez de su rostro se confundía con su rubia cabellera, y sorprendía el que su cuerpo estuviese más herboso que nunca después de varios días navegando entre jureles y algas. El tamarco que la cubría estaba intacto y sus blancas manos cruzadas sobre su pecho le hacían el cadáver más hermoso jamás visto.
El mar y el Teide se juntaron para disputarse su última morada, estuvo derramando lava hasta llegar a la orilla del mar a ver si la encontraba, pero el agua celosa se la llevó mar adentro, por unos días, hasta que el volcán dejó de vomitar. Entre salmuera, líquenes y emplastos de algas la conservó en todo su esplendor para devolverla más lozana y radiante. El mar la poseyó como nadie lo había hecho antes.
Tenía su morada en la agreste montaña sagrada, en una cueva de frío invierno y ardiente volcán en verano, inaccesible a las miradas de los pretendientes que llegaban de todas las comarcas. Medio virgen medio volcán, nadie obtuvo sus favores, también fracasó el ardiente pastor que la asediaba locamente, que habiendo fracasado en su oráculo pidió consejo a la estrella más lejana del universo que divisaba por las noches junto a su rebaño de cabras. La estrella le había presagiado un fatal destino, pero los destellos de la rubia cabellera de la doncella eran más poderosos que todos los malos augurios. El encantamiento del pastor le perdió irremisiblemente, su corazón palpitaba desordenado cuando merodeaba la cueva de la doncella, que nunca se dejó ver sola.
Los requerimientos iban en aumento al igual que los desdeños. El pastor había de morir por el amor no correspondido, como le había pronosticado le estrella lejana a la que no quiso obedecer. Ya el viejo agorero lo decía: Han pasado hasta príncipes por su cueva, atravesando las cañadas y ninguno ha obtenido su favor, menos aún un humilde pastor, que con su rebaño mal alimentado no puede saciar los deseos de la doncella más hermosa de la comarca de Ycodem.
Amarca, fría como la nieve y altiva como el propio guayota, desdeñaba a todos los que a su morada se acercaban. Fue un día de enero frío y tenebroso cuando partió con su rebaño de cabras y machos cabríos hacia la cumbre de Ycod, atravesando profundos barrancos, para no regresar jamás. Pasaron los días y sólo su fiel perro bardino se encontraba junto a su cueva, ensangrentado, presagiando el fatal destino. El cuerpo exánime del pastor yacía en una profunda cañada junto a sus cabras que lamían la sangre, aún caliente, de su amo y señor; ninguna se apartó de él, hasta que fue hallado por pastores avezados, que habían ido en su busca guiados por el perro lastimero.
Amarca, altiva y dedeñosa estaba asomada al andén, no entendía nada de lo que en el fondo del barranco ocurría. El cuerpo ensangrentado del pastor fue portado en angarillas, que al pasar por la cueva de la esquiva doncella se tornó sereno como el paisaje nevado del Teide.
Los viejos pastores asediaban con su mirada inquisidora la figura deslumbrante de la doncella, que permanecía impávida en el andén.
La triste noticia corrió de boca en boca, y todas las miradas se dirigían hacia la Cumbre. El hechizo de la doncella había matado al pastor. Velando su cuerpo estaba el viejo agorero que advirtió el desenlace de la tragedia, tan alarmante que el propio Pelicar se interesó por la suerte que pudiera correr la doncella, la más bella de su señorío, a decir de todos.
La doncella entristeció y nadie la vio salir más de la cueva. ¿Purgaba su culpa? De su corazón era dueño el volcán y su cuerpo pertenecía al mar que desde lo alto divisaba. No podía ser de nadie, estaba comprometida con la lava y el mar, y nadie, sino ellos, podían poseerla.
Pasó el tiempo y nadie se acordaba ya de la doncella, sólo el viejo agorero presentía el triste suceso. La vio bajar un día del mes de septiembre, sola por la cumbre del Cerrogordo hasta el valle de Ycod, donde libó sabia del drago centenario, testigo mudo y perenne de los avatares de la Comarca; y con paso seguro y ensimismada bajó hasta lo más alto de Las Barandas; plegó sus brazos al pecho, y mirando al lejano horizonte se desplomó hacia el vacío, hacia una mar sosegada que le recibió dulcemente. Una escolta de olas prístinas, flanqueadas por un cortejo de fulas, viejas y pejes verdes, la alejaron de la orilla hundiéndola en la bonanza. El agua se volvió dulce y mitigó la sed de toda la Comarca, que había sufrido la seca más grande conocida hasta entonces.
El rey Pelicar ordenó que se velara su cuerpo toda la noche. Entre cánticos, danzas y rezos los hachos de tea iluminaron por última vez el rostro de la doncella. Se derramaron cien foles de vino dorado malvasía del Sanguiñal y el Miradero, que se llenaron con el agua dulce de la mar.
Aún hoy en las noches de septiembre, en el horizonte lejano que dibujó una ola caprichosamente, se ven los destellos dorados de esta doncella ycodense, y el viajero solitario que atraviesa las Cañadas del Teide oye los lamentos desesperados del pastor enamorado. Amarca, Amar… ca, Amar… ca.