En esta tierra de ultrajes siempre habrá un último Mencey, personaje de raigambre antigua que aglutina y lucha por los ancestrales valores culturales. Todo ello lo simbolizaba don Antonio Dóniz Melchor, natural del pueblo de Benijos (La Orotava, Tenerife), quien hostigado y secularmente incomprendido optó por quitarse la vida —el día 22 de octubre de 2012, a la edad de 51 años— antes de perder su libertad y la dignidad, igual que hicieron varios menceyes de otros tiempos: Tanausú, Bentor, Bentejuí…
No se enseña en las escuelas ni en la Universidad la lección y lucha de los Alzados Guanches, simbolizada en el ímpetu de sus más preclaros descendientes: los pastores. Las obras referidas al tema son escasas. Con modestia y orgullo recomendamos dos de ellas: ¿Qué fue de los Alzados Guanches? (1983) y Tierras comunales e Instituciones pastoriles en la Isla de El Hierro (2011). Pero la lucha de los pastores por sus derechos e instituciones abarcó la totalidad del Archipiélago Canario.
Centrándonos en el Valle de La Orotava —la comarca donde nació, creció y falleció Antonio Dóniz—, tras la conquista de Tenerife, concluida el año 1496, las feraces tierras de las zonas costera y baja fueron arrebatadas a los viejos guanches, los antepasados de Dóniz, pasando a ser propiedad de conquistadores próximos al Adelantado Alonso Fernández de Lugo, destinadas en su primera etapa expansiva al negocio de la caña de azúcar.
Los pastores —siempre perseguidos y desatendidos moral y culturalmente (véase la publicación Actividades de educación fundamental en Tenerife y Lugo, 1959)— tuvieron como refugio principal los parajes próximos al monte, manteniendo sus rebaños en estos montes y cumbres. A lo largo de los siglos XIX y XX, la avaricia y las ansias de poder de los caciques de La Orotava se abalanzaron sobre los mencionados territorios, fraguándose su rapiña mediante la expropiación de terrenos comunales, sobre lo cual dan fe cuantiosos documentos conservados en el Archivo Municipal de La Orotava, incendiado —para borrar las tropelías cometidas— el año 1841.
Se desvincularon —antes y después del citado episodio— gran cantidad de espacios, se persiguió y multó duramente a quienes (agricultores y pastores) no entendían cómo y por qué se atentaba contra unos derechos de aprovechamiento de los que siempre habían disfrutado. Pesaron, y mucho, los deseos de expansión territorial y de monopolizar el agua y los productos del monte (pinocha, cisco, horquetas…), conducidos ambos, desde los inicios del siglo XX, hacia el nuevo negocio de la platanera, en manos de familias poderosas y de empresas extranjeras instaladas en diferentes enclaves costeros.
Los cabreros (30 en 1878, 18 en 1981) buscaron como sostén las cuevas y pastizales próximos a los barrancos del Valle, sobre cuyas márgenes —en los últimos decenios— fueron montando sus chalets los nuevos ricos. A los riquillos —aparte del odio heredado y transmitido— les molestaba el olor de las cabras, maltratando continuamente a los pastores: tocando intensamente las pitas de sus coches al encontrarlos cruzando la carretera o parándolos para reprenderlos —“todo un hombre de ley”— al verlos transitar por las márgenes de las vías públicas.
El Ayuntamiento de La Orotava —como ha acontecido a lo largo de los siglos— también montó en cólera y decidió expulsarlos de los barrancos. Y, como siempre, sin intentar ofrecer alternativa positiva y racional alguna. Nos viene a la memoria el ejemplo del Cabildo herreño, quien, para los suyos, construyó espaciosos y confortables corrales en las cercanías del monte de pinos.
Todo ello fue incapaz de asimilarlo, suicidándose, el espíritu afable y comunicador de Antonio Dóniz, a quien acompañamos, en julio de 2004, al Primer Encuentro Regional de Jóvenes Pastores y a la apañada celebrada en torno a la gambuesa de Sisetoto en Fuerteventura.
Los responsables políticos de este paisito —descendientes en su mayoría de pastores y agricultores— no han sido capaces de asimilar ni de aprender los valores de nuestra ancestral cultura pastoril: marcas, nombres puestos a los animales, topónimos, ritos como las fogaleras o el baño de las cabras en la mar, instituciones, manifestaciones artesanales…, producto de larga herencia.
En un país mínimamente orgulloso se tendría a los pastores en un pedestal. Aquí, continuamente, se les ha vilipendiado y humillado. Toño: nunca olvidaremos tu entrega. Desde el corazón, nuestro HOMENAJE y el más entrañable de los abrazos.
Este artículo fue publicado previamente en el número 71 de la compañera revista El Baleo.