Revista n.º 1065 / ISSN 1885-6039

La luz de Carmen Laforet en la Playa de La Laja.

Miércoles, 19 de marzo de 2014
Juan Ferrera Gil
Publicado en el n.º 514

El viernes 5 de mayo de 1972 la conocida escritora Carmen Laforet, que había pasado su infancia y juventud en la isla de Gran Canaria, publicaba un precioso texto dedicado a la Playa de La Laja, aquí rescatado y comentado a través de un diálogo textual repleto de temblor.

Playa de La Laja en blanco y negro.

 

 

La autora de Nada, esa gran novela del año 1944, Carmen Laforet, tan vinculada a la realidad canaria especialmente en la primera parte de su vida, dio a conocer una hermosa crónica sobre la playa de su infancia, la de La Laja en Gran Canaria. El marco en el que salía era el periódico ABC, concretamente el 5 de mayo de 1972, un texto que posteriormente sería rescatado junto a otros sobre la capital de la isla en el libro Memorias de la Ciudad (seleccionado por Lázaro Santana, Ediciones del Cabildo de Gran Canaria, 1999). Acercamos en primer lugar el artículo aludido y, a continuación, las palabras de nuestro colaborador Juan Ferrera Gil, nacidas a partir de la sorpresiva y rica lectura del mismo.

 

 

PLAYA DE LA LAJA

Carmen Laforet


Ha desaparecido, según me dicen, la playa de mi infancia en la Isla de Gran Canaria. De esta desaparición debe de hacer años ya. Sólo una vez, desde mi marcha de allí, volví a la Isla: entonces aún pude ver aquella playa no más hermosa que otras de la isla, pero para mí única, con su enorme extensión de arena oscura y limpia después de la marea; y entre la arena vi también la roca-caballo donde jugábamos a galopar mis hermanos y yo. Ahora, según parece, la playa ha desaparecido bajo una magnífica autopista. Si ha ocurrido esto me parece bien. La playa era peligrosa con un mar lleno de corrientes y remolinos y la autopista resultaba necesaria. Pero ahora que sé que ya no está, ahora, por unos momentos, vuelvo a verla.

           Es curioso. De nuestra casita sobre el mar sólo recuerdo las luces: era como un cubo de cal que veíamos de lejos cuando jugábamos en la playa o en el barranco seco; un cubo de cal con la puerta y las ventanas pintadas de azul añil. Era una terraza sobre la que me he tendido algunas veces al atardecer, viendo el violeta intenso del cielo y las primeras luces de los trasatlánticos en el horizonte. Era también un quinqué de gasolina colgado sobre la mesa del comedor a la hora de la cena, porque hasta aquellas tres o cuatro casas de la playa de La Laja no llegaba entonces la luz eléctrica. Entre todas estas luces está el fantasma joven de mi madre, de algunas sirvientas, de mi padre, que venía de Las Palmas a la hora de la comida, y que por las noches, cuando el sueño nos rendía a los niños, se quedaba sentado en una mecedora de la terraza. La cazoleta de su pipa es también una pequeña luz, un ascua intermitente y rojiza en las noches sin luna. Cuando la luna llena quemaba como un sol blanco, teníamos permiso los niños para bajar a la playa a jugar enloquecidos por su influencia. Entre nosotros corrían los perros y quizás también nos acompañaban nuestros padres. Yo no recuerdo en esas noches el vaivén de la mecedora ni la pipa encendida en la terraza.

 

Playa de La Laja en blanco y negro.



           Entre el primer sol y la salida de la luna o la lluvia de estrellas en el cielo negro, nosotros, los niños no queríamos entrar en la casa. Niños descalzos o calzados con alpargatas para no quemarnos los pies en las horas de más sol, desaparecíamos como evaporados en la luz. Las cosas que aprendíamos en aquel tiempo eran tantas, que las he vuelto a encontrar poco a poco, solo muy poco a poco, a lo largo de los años, descubiertas con trabajo por otros hombres. Por ejemplo, el mundo submarino. Nosotros no teníamos escafandras. Ni siquiera sabíamos bucear, y, sin embargo, en las películas hechas bajo el agua de los mares más luminosos he encontrado parte de mi mundo de La Laja. Tumbada en las rocas sobre uno de los muchos charcos profundos dejado por la bajamar, con la nariz pegada a la superficie del agua, he visto la vida misteriosa de las plantas acuáticas, llenas de brazos pegajosos y movibles para apresar un animalillo descuidado; he visto algas y peces de colores listados y cuevas entre rocas donde acechaban los ojos brillantes y hasta los tentáculos de un pulpo. El despojo de alguna concha marina medio enterrada en la arena del fondo de un charco y alcanzada allí por mi mano me producía una emoción parecida a la del arqueólogo que descubre un ánfora en su expedición marina.

          Nuestros juguetes han sido también, más tarde, un descubrimiento y de los sabios. Nuestros juguetes de la ciudad quedaban arrinconados cuando vivíamos en la playa de La Laja. Allí nos dimos cuenta de que los juguetes que se pueden comprar son sucedáneos de los verdaderos que puede poseer un niño; de los juguetes “de verdad” que nos enseñaron a apreciar los niños de los pescadores del cercano poblado de San Cristóbal, nuestros compañeros de aventuras: aros hechos de las herrumbrosas latas arrojadas por la marea, cañas secas y trozos de corcho y palos que sustituían a los camiones y a las bicicletas de mis hermanos, y piedras que eran las muñecas maravillosas, verdaderamente vivas, que yo acunaba entre mis brazos con una ternura que jamás tuve para las otras. Mi madre nunca pudo comprender por qué aparecían unas gamuzas de limpiar el polvo en los lugares más insospechados –en los rincones del patio o en la terraza de la casa—envolviendo piedras.

          A veces me he preguntado si mi vida no hubiera sido distinta de no haber sentido este peso de las piedras de la marea entre mis brazos cuando niña; el peso de estas muñecas acunadas por mí con el amor que me producía el hecho de haberlas creado, de haberlas dotado de vida enteramente… El doctor Roff Carballo escribió, en uno de sus interesantísimos artículos, la maravilla del juguete que el niño se inventa y habló de una piedra como de la mejor muñeca. Por este camino de mis recuerdos más lejanos –los recuerdos de la playa desaparecida de mi infancia—he llegado a saber cuánta verdad, encerrada en mi humilde experiencia, era la sabiduría de ese artículo. Todo lo que aprendí en esa playa, que ya no es verdad, me parece lo más importante y lo más verdadero que he aprendido en mi vida.


ABC, Madrid, mayo 1972

 

 

Detalle del artículo de Carmen Laforet sobre la Playa de La Laja en el ABC.

Recorte de la página del ABC donde se publicó la crónica

 

 

La luz de Carmen Laforet en la Playa de La Laja

Juan FERRERA GIL

 

El artículo que Carmen Laforet publicara en el periódico ABC en mayo de 1972, titulado "Playa de La Laja", es el asunto de este comentario. Ese breve e interesantísimo trabajo, donde recuerda su niñez, es un rayo de luz vital que con el paso del tiempo aún nos sigue alumbrando. Quiero decir que su lectura, cuando lo descubrimos hace algún tiempo, no solo se ha convertido en un texto para que mis alumnos lo valoren y lo interpreten, sino que es un referente de la infancia que sirve para otras infancias.

 

En él la autora habla de la desaparición de la Playa de La Laja y precisamente esa ausencia se convierte en real al aprovecharla Laforet para contarnos cómo fue “la playa de mi infancia” y la sorprendente luz del lugar. Ella, que nació en el mediodía de un seis de septiembre de 1921, habla de tonalidades, colores, emociones y percepciones, incluso con “el sol blanco”. Tal vez todo ello tenga relación con que algunos personajes de sus novelas sean pintores: perfectos conocedores de la luz y, cómo no, de las sombras. Por eso, al evocar unos momentos infantiles, los colores no solo describen un ambiente, sino que tienen relación directa con la personalidad más íntima de la escritora. Al describir la casa de la playa nos dice que era “un cubo de cal, con puertas y ventanas azul añil”. Y ya tenemos un principio. El blanco, síntesis de todos los colores, nos infunde tranquilidad y sosiego, como para recuperar la salud, por ejemplo, y la casa adquiere el ritmo de la marea, el tono pausado de una existencia que se mueve al ritmo cadencioso de las olas. El azul está claro: el mar y el cielo. Es decir: vida, juegos, algarabía, voces infantiles que con el tiempo desaparecen de los hogares y todo se vuelve más serio. De la terraza de la casita nos habla Carmen Laforet del “violeta intenso del cielo al atardecer” y de “las primeras luces de los trasatlánticos en el horizonte”. Esta última cita no es más que una referencia del empuje económico y cultural que la isla, y la capital, sobre todo, conociera en los años veinte del siglo pasado. Empuje centrado en el Puerto de la Luz y en el entorno de Triana-Vegueta. Parece un guiño a los poetas atlánticos.

 

Pero entre tantas luces Carmen Laforet menciona “el fantasma joven de mi madre, de algunas sirvientas y de mi padre”. Es decir, la presencia de los mayores le da pie para hablar, primero, de las noches, y, después, de los días soleados. Las noches sin luna las evoca como noches sin juego, donde la luz de la pipa de su padre en la terraza “es un ascua intermitente y rojiza”. Por el contrario, las noches “con sol blanco” eran tan intensas como los días, donde los juegos infantiles colmaban toda la existencia de la chiquillería. Lo más probable, queremos imaginar, es que los mayores disfrutaran también de aquella algarabía nocturna, inocente, viva, llena de fuerza y de intensidad. Si Carmen Laforet nos recuerda lo que sintió en aquel tiempo, seguramente sus padres también percibieron los bellos momentos de la edad de la inocencia, donde cada descubrimiento suponía entrar en una nueva dimensión.

 

Con el sol “los niños desaparecen como evaporados por la luz”. Y llegados a este punto la escritora nos habla del mundo submarino escondido en los charcos dejados por la marea baja, llenos de misterio y de colores, y de los nuevos juguetes surgidos de la misma naturaleza. Así las cañas secas y los trozos de corcho podían ser camiones o bicicletas para sus hermanos. Y las piedras, muñecas llenas de vida y de “peso”: el peso mismo de la existencia. Por eso Carmen Laforet se pregunta si su vida no hubiese sido distinta sin haber sentido ese “peso de las muñecas”. Los nuevos juguetes “naturales” desplazaron totalmente a los arrinconados de la ciudad. La imaginación, otro divino tesoro que cambia con el devenir del tiempo, adquiere su máximo esplendor en esa edad tan viva y nueva cada día, y llega a los confines mismos del misterio infantil.

 

Y no es baladí que la última frase del artículo sea esta: “todo lo que aprendí en esa playa, que ya no es verdad, me parece lo más importante y lo más verdadero que he aprendido en mi vida”. Quizás todo ello tenga que ver con lo que después pondría en práctica con sus propios hijos: les infundiría vivir al sol, al aire libre: un escenario fundamental para el ser humano.

 

Cuando alguien o algo desaparece, solo lo es en el plano físico, porque en la memoria, y en los recuerdos, se agranda y siempre sigue presente. Es el artículo de Carmen Laforet el estado perfecto de la infancia donde lo que importa son los juegos y, después, los juegos otra vez. Y tienen ellos el sabor del tiempo ido, del lugar exacto y preciso donde la felicidad camina al ritmo de las dulces olas veraniegas. Y la casita blanca no es más que un guiño a la espuma del mar Atlántico en la negra arena. Ya dijimos antes que en toda luz hay sombras. Tal vez la arena misma representa el suelo firme que nos centra en la verdadera realidad. Quizás las noches sin luna, con la tenebrosa arena, sean las sombras “del fantasma joven de mi madre”, que ya en aquellos años comenzaba a estar delicada de salud. Seguramente esa arena también venga a significar el triste olvido de los últimos años de la autora. Y, por supuesto, las piedras-muñecas, oscuras y alisadas por el  agua salada, con sabor a mar y a amor infantil, sirven de contraste con la blanca casa de cal y con la luminosidad del día. Todo el conjunto resulta vivo donde la felicidad ha encontrado un lugar paradisíaco con variadas tonalidades.

 

Claro que no puedo dejar de nombrar el último verso de Machado: Estos días azules y este sol de la infancia...

 

Ambos escritores, en tiempos y lugares distintos, hablan de lo mismo. Y a Machado también le acompañaba el fantasma de su madre, mayor, que creía que regresaba a Sevilla cuando, en realidad, ya habían abandonado España. “Días azules y sol de la infancia” es lo que encierra el artículo periodístico de Carmen Laforet.

 

Playa de La Laja a color.

 

Tal vez la Playa de La Laja sea la síntesis de una existencia completa. Debemos nosotros, ahora, esperar al sol del verano, a las casas blancas y azules en las grises arenas de cualquier playa de Gran Canaria y sentir el tiempo bajo los pies arenosos y mojados. Entonces sentiremos que Carmen Laforet no se ha ido del todo. Vive en nosotros porque la hemos leído y continuamos leyendo. Y porque las imágenes que de ella conocemos, archivadas como ahora se hacen las cosas, es decir, en el ordenador, se nos aparecen de forma recurrente. Y sucede que un día te tropiezas con uno de sus textos y ya quedas atrapado en la negra arena de la Playa de La Laja, que es la de la vida. Por eso, cuando regreso del Sur, siempre lo hago por ese lugar, como si un ritual fuera, tan distinto al que conoció Carmen Laforet: Nada queda de lo que ella nos cuenta.

 

¿O sí?

 

Hoy La Laja es una playa oscura y fría en los días grises, y solitaria y apartada. En los días soleados y alegres se ve a los bañistas paseando por su arena. Hoy el bullicio de los años infantiles de Carmen Laforet resuena en el eterno vaivén de las olas atlánticas, donde una lejana plataforma petrolífera sustituye a los viejos trasatlánticos. Tiempos modernos dicen que son. ¿De verdad lo creen ustedes? Solo la escultura del Tritón, imponente y llena de sugerencias, nos avisa de que allí hubo una vez un tiempo distinto y un sentimiento interior que Carmen Laforet ha conseguido trascender. Quizás una vez al año, una sencilla ofrenda floral en la playa sirva para recordarla, y no solo a ella, sino a los habitantes que en su momento hubo. Al fin y al cabo, no es tan malo recordar los tiempos idos. Y a las personas. Ya se sabe, la intrahistoria.

 

Lo que sí resulta más que evidente, y que no hace falta repetir, es que Carmen Laforet amó mucho a su isla. Y a la capital también.

 

La felicidad, como siempre, descansa en la mirada del recuerdo.

 

 

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