Transcurría el mes de enero del año 2008, cuando de la ayuda de nuestro guía, Gustavo Rivero, y miembro de la Asociación de loceros y loceras (ALUD), tuvimos la oportunidad de acercarnos a las entrañas del pago alfarero de La Atalaya. En un primer acercamiento íbamos en busca de aquellas familias o miembros de familias que tuvieron que ver con la que fue catalogada como verdadera industrial artesanal de la isla en el s. XIX y hasta bien entrado el s. XX. Para nuestra sorpresa, en ese momento, corría entre los miembros de esta comunidad sangre alfarera, a pesar del olvido continuo al que está sometido. Por cuestiones de edad, tengamos en cuenta que la mayoría de descendientes de alfarera que todavía guardan en su memoria los recuerdos de aquella época cuentan actualmente con una edad media de entre 65 y 80 años, la primera impresión al aceptar nuestra llegada al pago no fue la que nosotros hubiésemos querido. Afortunadamente, esta impresión quedó en una mera anécdota puesto que, a medida que fueron trascurriendo los días, nos llegamos a convertir en un miembro más de esta comunidad.
Recuerdo el día que nos acercamos a hablar con María del Carmen Perera. Era una tarde fría y húmeda de invierno. El hecho de estar ante un extraño se apoderó del ambiente hasta el término de nuestra entrevista. Una cortina que tapaba prácticamente su rostro a falta de sus curiosos ojos, separaba años y años de recuerdos de su juventud con el tiempo presente. Sin embargo, la confianza comenzó a tomar parte de la conversación, hasta tal punto que acabamos la misma sentadas, una frente a otra, en uno de los muros que trazan el camino hasta el Bajo Risco.
Vivió una infancia sumida en la miseria; este recuerdo lo repite de forma constante junto a las formas de vida de la época. La pobreza reinaba en el pago, pero eso sí éramos gente trabajadora y luchadora. En cada cueva habitaba, además de la familia, una gallina, una cabra, un cochino, como medio de obtener alimentos y se veía como algo normal.
Fue capaz de trasladarnos en el tiempo y relatarnos los ecos de aquellas mujeres caminando por las estrechas sendas que rodeaban la montaña elaborando lo que fue su medio de subsistencia con una herramienta fundamental: la lisadera. Había una para cada momento del proceso de elaboración; la picúa, la tortolada, la redonda, la cuadrada, la grande y la raspaera, entre otras, y nos recordó el pago describiendo el conjunto de casas cuevas que, si bien muchas de ellas han sido construidas en su parte delantera, el interior de la misma conserva la tipología de siglos atrás. En el presente todo el barrio ha sido transformado para adaptar las cuevas a los parámetros contemporáneos de habitabilidad, aunque tras las fachadas de bloques siguen ocultas las cuevas de antaño.
El patrimonio construido ligado a esta actividad que agoniza es rico y diverso no sólo en su simplicidad sino en su primitivismo y elementalidad. Así se ha conservado uno de los hornos que servían para uso mancomunado de varias familias alfareras, el horno viejo. Felipe Guerra Alonso, hijo de Juana Alonso, nos recordó que el turno para poder usar el horno se le pedía a Antoñita Perera y que se le pagaba 1,50 céntimos. Antoñita apuntaba en una libreta las que deseaban guisar y muchas fueron las discusiones propiciadas por el día y la hora del guisado. Pero, en ese sentido, Antoñita era muy estricta y guisaban por orden de llegada.
Niños de La Atalaya a finales del siglo XIX (FEDAC)
La cerámica estaba muy mal pagada y esta fue la razón por la que las alfareras de la postguerra, en una época de penuria generalizada, preferían el trueque, cambiando la loza por víveres, frutas y hortalizas de temporada: papas, millo, castañas o cualquier otro producto de la tierra. Juana Santana nos comentó que adentrándose hacia el interior llegaban hasta Aríñez, y a La Yedra, con la loza cargada, e incluso las señoras que ya conocían a mi abuela desde hacía mucho tiempo, hacían el trueque y cambiábamos la loza por carne de cochino, por papas, por piñas. ¡Por lo que nos dieran, vaya! Era el tiempo del hambre y de la miseria. Sin embargo, los recipientes elaborados en las cuevas talleres de esta localidad artesanal eran intercambiados por diversos productos en otros pagos y localidades de Gran Canaria, preferentemente en la costa Este (Telde era un municipio de grandes demandas, e Ingenio y Agüimes), así como en las Medianías y zonas montañosas del Centro de la Isla. En muchas ocasiones iban acompañadas por otras mujeres que si bien elaboraban la loza, vendían además flores de temporada. Antonia Alonso nos comentó cómo acompañaba a su abuela a vender la loza a La Lechuza y San Mateo y a Telde fui varias veces con mis tías, mis dos tías floreras. Mi abuela era alfarera, María Alonso, y luego mis tías se dedicaban a la venta de flores en la Plaza del Puerto. “Yo iba a Telde a comprar las flores, para venir a cuestas con ellas, caminando por toda la carretera de El Palmital hacia La Atalaya. En la Capital, el lugar de venta era el Mercado de Las Palmas y la Plaza del Puerto, donde junto a los agricultores y ganaderos de la Isla ofertaban los diversos productos elaborados. Nosotros nos poníamos a vender en el Puente Palo. Había una casa de madera y entre esta y la boca del barranco era nuestro sitio. La calle que baja hoy delante de la Plaza del Mercado, la llamaban el tinglao, porque allí se repartía toda la mercancía en carros para el Puerto. Como ir en el tranvía nos costaba un real, íbamos y veníamos andando para luego subir a La Atalaya, de nuevo.
La dedicación al oficio era prácticamente exclusivo de las mujeres que iban transmitiendo sus conocimientos a sus hijas porque los hombres colaboraban en la dura tarea de proporcionar los materiales, la leña, el barro, el almagre, la arena, el guisado de las piezas y, a veces, la venta de las mismas. Hasta no hace mucho tiempo, la vida de la alfarera era de lo más duro y mísero que se pudiera pensar, nos comenta María Guerra. La leña necesaria para la cocción de las piezas era difícil de hallar, teniendo que ir caminando hasta la Cumbre para apañar un pequeño jace de leña y traerlo a hombros junto al almagre, como si fuéramos una auténtica bestia (animal).
Su comunidad era matriarcal. Las mujeres eran las que se dedicaban a la alfarería y por tanto eran ellas las que sustentaban la economía familiar, sumida en un ambiente de amplia miseria. De modo que la unidad doméstica giraba siempre en torno a las mujeres de la familia, siendo estas las que aprenden desde niñas el oficio de la loza. La unidad doméstica no se rompe ni se altera, pues gira en torno a un grupo permanente de madres, hijas y hermanas residentes, compartiendo los mismos intereses materiales y sentimentales. Juan Ramírez, hijo de Antoñita Rivero, nos recordó quiénes eran las que realizaban la loza: estaba la madre de Pancho que era la Bartola, después un poco más acá estaba Luisita Vega, la madre de Purita; debajo de Purita había otra que era la madre de La Rubia que esa cueva la utilizó la madre de Pinito Barber pa las flores y que luego siguió Antoñita. Aunque Antoñita también llegó a vender flores, sin embargo la florera fue su hermana, Carmita. Después, si seguimos paquí, estaba Cha Juana Narcisa, que era la que mejor trabajaba, más fina porque se dedicaba a hacer cositas pequeñas, a tostadores y cosas de esas, muy bien acabadas. Por la calle de abajo, Las Cañadas, estaba Carmita Guerra y si seguimos por la Calle del Horno, estaba la madre de Antoñito el Perra Chica, abuela del muchacho que tiene el transporte abajo en la Cruz; y ya luego estaba Pinito Valido, que hacía la loza donde hoy la elabora María Guerra.
Cuevas y niños. 1895-1900 (FEDAC)
Se trataba de una población pobre que, curiosamente, sólo bajaba la cabeza y pedía algo ante los turistas británicos. María Guerra nos recuerda cómo llegaban aquellos turistas: aparecían por el Puente de Las Goteras en coches piratas y nosotras al verlos venir preparábamos el taller y la loza. Una vez visitadas nuestras cuevas, les decíamos: ¡un peni, un peni!, para ver si nos daban algo de dinero, algo que nadie haría hoy sin previo pago de una entrada o tiquete. Al respecto María Guerra nos comentó: Recuerdo cuando venían los turistas que se volvían locos para ver las cuevas, a ver la loza ¡y compraban mucha! Nos dejaban regalos, una tarjeta, un pañuelo y ¡hasta dinero! Nada más llegar los turistas al muelle, donde primero venían era aquí, esto era un sitio turístico, bueno, mejor dicho típico. Antes no había cuarto de baño, cocina ni nada. Todo lo que tú ves es nuevo de veinte o treinta años hacia acá, ahora se tiene baño dentro de las casas, una cocinita ¡y se vive mejor!
Algunas familias, las más pudientes, llegaban a contar con mujeres para adelantar el trabajo del día, nos comenta Juana Santana, nieta de Juana Narcisa, una de las mejores alfareras de su época. Esto no quería decir que fueran familias adineradas sino que dentro de la escasez generalizada tenían una mayor y más continua forma de producir, por lo que las manos de la familia no eran suficientes para fabricar las piezas que se querían vender. De aquí también se desprende la buena relación que existía, en aquel entonces, entre los vecinos. Cuando íbamos a vender la loza salíamos dos o tres juntas (alfareras), y la que iba vendiendo antes ayudaba a las otras a terminar, relataba María Guerra al respecto. Además, por las mañanas, rociábamos y baldeábamos juntas los caminos, que eran de tierra, hasta el punto que se podía comer en el suelo; las flores en los caminos eran los adornos, así cuando llegaban los turistas estaba todo limpito.
Eran entonces las mujeres las encargadas de elaborar una amplia gama de recipientes, como bernegales, jarras de gofio, tinajas para frutos secos, tostadores para el grano, gánigos, lebrillos, sahumadores, braceros, fogueros, hornillas, etc. Felipe Guerra nos señala la cueva donde trabajaba su madre junto a su abuela comentando al respecto: Mira, mi madre trabajaba ahí con mi abuela Ana. Ella murió con noventa y tantos años; y recuerdo cómo la subía de manos hacia la cueva taller, yo tendría ocho o nueve años. Se sentaba aquí; aquí le traía el desayuno, estando todo el día trabajando. Ya por la tarde, al oscurecer la bajaba de nuevo a su cueva.
De aquella realidad, y aunque todavía quedan mujeres que saben trabajar la loza pero no lo hacen ya que se ven mejor recompensadas por otros trabajos más ligeros, hoy en día no queda prácticamente nada, sino la última alfarera, María Guerra Alonso, María la Quemá, y los recuerdos en las memorias de los más viejos, de las últimas descendientes que guardan momentos inolvidables. Como Benigno Santana, hijo y nieto de alfarera que nos recordaba la procedencia del barro y del almagre: el barro se sacaba de varios sitios, aunque nosotros íbamos allí arriba, a La Concepción a casa de un tal Julianito. Abríamos el hoyo, sacábamos el barro y luego venía el burro con unos serones a traerlo a la cueva. El almagre iban a buscarlo a La Yedra.
Junto a esto, existe un grupo de jóvenes que intentan no perder la leyenda de los viejos alfareros y mantener vivas las formas y modos del pasado, ofreciendo a los visitantes la posibilidad de visitar la casa-cueva Museo Alfar de Panchito, el único hombre que dedicó toda su vida a la elaboración de la loza, y el Centro Alfarero, lugar de trabajo y venta-exposición de los mismos.
Fuente: http://dragodesataute.blogspot.com.es/ . La foto de portada es de Luis Pérez Ojeda (1890, FEDAC)