La desaparición de Lino Rodríguez Martín supone una devastadora noticia para todos aquellos que dedicaron gran parte de su vida a mantener vivo el ancestral lenguaje del silbo gomero. Hace algunos meses el Cabildo insular llevó a cabo un emotivo homenaje a este silbador nacido en el barrio de La Palmita, en Agulo. Lino Rodríguez formaba, junto con Isidro Ortiz y Eugenio Darias, el grupo más selecto de ilustres silbadores de la Isla. A ellos se les puede agradecer que este lenguaje haya llegado hasta nuestros días y que la posibilidad de su desaparición, que en un momento dado parecía posible, sea cada vez más remota.
El presidente del Cabildo ha querido reconocer la labor desarrollada por Lino Rodríguez a lo largo de los años para garantizar que “uno de nuestros bienes más apreciados sobreviva a lo largo del tiempo”. Se unió a las voces que quieren agradecer al silbador la dedicación y entrega que demostró en su vida para conservar esta tradición y transmitirla de generación a generación de la forma más pura posible. Ante momentos tristes como este hay que reafirmar la voluntad de mantener vivo este lenguaje que no solo es un elemento patrimonial, sino un vehículo que en su momento resultó de enorme utilidad en la vida diaria de los gomeros.
Isidro Ortiz, su inseparable compañero en la batalla por mantener vivo este bien patrimonial, no puede esconder su tristeza ante la desaparición de “un amigo y todo un puntal con el que compartí muchos años de enseñanza. Es una noticia triste que lamentamos un montón de gente en esta Isla”. Ortiz da un sentido pésame a la familia y amigos y aprovecha la ocasión para recordar que juntos llevaron a cabo una tarea que será recordada por la historia. Rememoró que en 1998 comenzó a impartir esta enseñanza y así permaneció unos años solo hasta que se unió Teodoro Mesa y a continuación llegó Lino Rodríguez, quien seguiría dando clases hasta su jubilación. En estas labores Eugenio Darias participó como coordinador. Recuerda que cuando el silbo recibió el título de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad de la Unesco todos ellos sintieron que finalmente se había reconocido su labor. “Nos involucramos y finalmente lo conseguimos”, señaló.
Apunta que la forma de silbar era diferente. Mientras que Lino tenía el estilo de los pueblos, él enseñaba el de las montañas. La diferencia radica en que este último debe ser más voluminoso para tener un amplio recorrido y así abarcar las mayores distancias que sea posible. Ortiz cree que el fallecimiento de su compañero debe tener como nota positiva que “ahora todos seremos conscientes de que se debe valorar esta tradición porque forma parte de nuestras raíces”.
En su momento Lino tuvo que luchar contra una cruda realidad. Los nuevos medios de comunicación habían hecho que el silbo hubiese perdido su utilidad inicial y se convirtiera poco menos que en un anacronismo en el límite del peligro de extinción. Él vivió la época en la que este lenguaje era un recurso absolutamente imprescindible con el que incluso se consiguió salvar vidas o simplemente servía para desarrollar los actos más cotidianos de la vida diaria: desde contar con alguien para que ayudara en las tareas del campo, a comunicar alguna noticia o anunciar un nacimiento, una muerte o una enfermedad.
Lino es, sin duda, una de esas personas a las que se les debe atribuir el mérito de haber mantenido vivo y coleando este lenguaje, y además haberlo hecho sin obtener nada o bien poco a cambio. Más allá de la satisfacción de saber que trabajó en la supervivencia de una legendaria y única tradición. Y es que precisamente gracias a su interés el silbo llegó a ser introducido en los colegios como materia.Primero lo hizo gratis o cobrando muy poco aprovechando los recreos con el fin de no interferir en el horario habitual de las clases, y a partir de aquí consiguió que fuera considerada una asignatura de las enseñanzas obligatorias de Primaria y Secundaria.
Instruyó a alrededor de trescientos jóvenes gomeros durante los veinte años en los que ejerció esta particular labor docente. Siempre dijo que las chicas demostraban más interés que los chicos en aprender, sobre todo porque estos últimos tenían la cabeza en otro lado. Precisamente, una de sus alumnas más aventajadas es Estefanía Venus Mendoza Barrera, quien lo recuerda como “un maestro excepcional que consiguió que el silbo se convirtiera en mi pasión y pasara a formar parte de mi vida. A él le debo todo lo que sé”. Emocionada al conocer la noticia del fallecimiento, recuerda que comenzó a darle clases en el colegio Ruiz de Padrón de San Sebastián cuando ella apenas tenía ocho años.
En aquellos tiempos usaba la guagua para venir desde Agulo. Luego compró un coche de dos plazas que no precisaba de carnet y con el que tardaba dos horas en llegar al colegio. Finalmente a los cincuenta años aprendió a conducir y con el dinero ahorrado compró su primer coche, otra prueba más de un carácter que su alumna califica como “el de una persona que siempre conseguía lo que se proponía a pesar de que no pudo nunca tener estudios”. Lo recordará como un maestro “muy risueño, muy dado a las bromas y muy cercano que puso todo su empeño en conseguir que el silbo siguiera adelante. Siempre nos quedará su labor como maestro”, apunta. La última vez que lo vio fue cuando el Cabildo le hizo un homenaje y en aquella ocasión la emoción fue mutua y ambos se echaron a llorar. Él la llamaba la niña que sonreía con los ojos y por eso le pidió que no se pusiera triste, tal vez atisbando que esta sería la última vez en la que se verían.
Cuando recibió el reconocimiento advirtió que, pese a todo el ingente esfuerzo llevado a cabo durante los últimos años, aún no se puede descartar el riesgo de que desaparezca esta tradición. Por ello, pidió que no se baje la guardia y se continúe remarcando la importancia que este sistema de comunicación tiene para la Isla en cuanto su originalidad y valor histórico.
La Gomera y toda Canarias se tornan tristes por la muerte de uno de sus grandes maestros silbadores, pero a pesar de que su silbo cesa su eco seguirá resonando.