Revista nº 1036
ISSN 1885-6039

Cuentos contextualizados XXIII: ¿Qué fue de aquella máquina de coser?

Viernes, 18 de Septiembre de 2020
Manuel García Rodríguez
Publicado en el número 853

Pero ¿qué hacia la madre en su máquina de coser? Calzoncillos de muselina y pantalones de peto. Eran su especialidad, aunque por coser cosía de todo lo necesario para el cotidiano vivir. Eran pues las madres especialistas en la fabricación de vestidos y en el arte de remendar los ya averiados.

 

 

Tras… tras... tras… era ese el habitual y continuo sonido que se oía un día sí, y otro también, en los alrededores de  aquel rural entorno. Pero, ¿de dónde procedía? Sí, ya sé, todavía lo oigo o, mejor dicho, lo recuerdo como si fuera ahora mismo... Sí… era la máquina de coser...

 

El tras, tras, tras se oía no solo por toda la casa, sino que también se escuchaba claramente desde el patio o desde el mismo entorno vivencial y, al unísono, con el canto de los pájaros que como música de fondo acompañaba al tras, tras, tras… y parecía que les divertía oír ese tras, tras, tras… ya que, cuando sonaba, ellos se miraban unos a otros como sorprendidos y dejaban  de cantar.

 

Sin embargo, en aquellos momentos, un poco más allá, en el viejo palomar, un apuesto palomo blanco vivía ajeno a todo cuanto sucedía y seguía con su continuo arrullo con la intención de convencer a las féminas de que él era el más guapo del palomar. Al mismo tiempo, en el contiguo gallinero al palomar, el apuesto y elegante gallo no necesitaba de ningún halago porque estaba convencido de que todas las gallinas eran suyas.

 

Ante  este ambiente de silencio y ruidos, el perro Sultán, que dormía plácidamente en la esquina de la casa, de repente, se despertó sobresaltado y enfadado se acercó al famoso palomo, lo miró de arriba abajo y le dio tal terrible ladrido que este cerró el pico, se olvidó de las palomas y emprendió el vuelo hacia otro lugar; lejos del perro y en donde se encontraba mucho más seguro.

 

Debemos refrescar la memoria y recordar que en aquellos tiempos ya lejanos, llamados tiempos de posguerra civil, y en especial en época del racionamiento, toda la ropa que usábamos los menores y algunos -por no decir todos-  los mayores de la casa, era fabricada por nuestras madres En las tiendas de ropa, la tela para hacer vestidos, cuando la había (ya que no siempre había), se vendía por metros, pero los vestidos o bien los hacían las famosas costureras de aquella época, o bien los hacían las madres en su propia casa. Telas como muselina, percal, dril... eran, en aquellos tiempos, la materia prima para hacer los vestidos familiares.

 

No era fácil, por aquel entonces, ni tan siquiera obtener las telas. A veces, con frecuencia, escaseaba mucho, muchísimo, y para conseguirla tenían los padres, y especial la madres, que hacer cola junto a la puerta de la tienda, en la cual esta tela se iba a vender, con suerte, al siguiente día. Ni que decir tiene que la información sobre las telas que escaseaban se corría, de boca en boca, entre el vecindario, e incluso se pregonaba concretando el día, y hasta la hora, en que iba a llegar.

-  Hoy llegó tela a Casa -o tienda- de Regidor.

 

Era esta, y otras parecidas, las noticias que corrían, como la pólvora, de boca en boca, por todo aquel humilde y empobrecido vecindario.

- ¿Sabes -se decían unos a otros- que en Casa Regidor venden tela mañana? -le comunicaba una vecina a la otra, con la sorpresa y alegría de quien ha visto al mismo Dios.

- ¿Qué me dices?

- ¡Ay, María! Mañana tengo que madrugar mucho para hacer cola a la puerta de la tienda de Regidor por ver, si tengo suerte, y puedo conseguir algo.

- No te hagas ilusiones  -contestaba la vecina.

- Y… ¿por qué, mujer?

- ¿Por qué dices? Te cuento: El otro día estuve desde las cinco de la madrugada haciendo cola en la tienda de Triana. Las pasé canutas y muerta de frío y hasta de hambre, y cuando ya casi iba llegando a la puerta de la tienda, dijeron: “Se terminó la tela...”.

- ¡No me digas!

- Sí, mi hija. Y lo peor del caso fue que de regreso a casa, subiendo por El Frontón... di un mal paso, me resbalé, con tan mala suerte que caí sobre aquellas malditas piedras. Todavía me está doliendo el culo… y… ¡Quiera Dios...!

- Y… ¿por qué no vas al médico?

- Porque no tengo ni un duro para pagarle la consulta. Si te digo que encima a perro flaco, todo son pulgas

- Mira, ahora por eso... Mi marido se cayó el otro día y se dio un coñazo bien fuerte en una pierna y estuvo tres días en cama, sin poder ir a sembrar las papas que ya tenía preparadas en el cesto.

- ¿Y cómo se curó?

- Le juntaba todas las noches sebo de carnero y enjundia de gallina negra y… ¿tú puedes creer que se quedó sano… el puñetero?

- Bueno... ¡Ay, estoy que me olvido de todo...! ¿De qué estábamos hablando ahora?

- Pues ahora sí que ni yo me acuerdo...

- Si te digo que tengo la cabeza… que no puedo más...

-   ¡Ah! ¡Sí, coño…! Ahora ya me acuerdo: de las telas...

 

Era esta y otras parecidas las conversaciones que sobre miserias cotidianas y enfermedades de aquella negra época se intercambiaban las vecinas del barrio.

 

Pero ¿qué hacia la madre en su máquina de coser? Calzoncillos de muselina y pantalones de peto. Eran su especialidad, aunque por coser cosía de todo lo necesario para el cotidiano vivir. Eran pues las madres especialistas en la fabricación de vestidos y en el arte de remendar los ya averiados.

 

 

La muselina era una tela de color blanco sucio y tejido áspero que generalmente se usaba para confeccionar ropa interior. Los calzoncillos, de aquella época, llevaban braguetas y casi te llegaban por las rodillas. Si tenías que irte de viaje, generalmente a Tenerife, entonces la madre fabricaba un calzoncillo especial. Esta especialidad consistía en hacerr un bolsillo interior en el calzoncillo provisto de uno o dos botones. En dicho bolsillo colocabas los dineros del viaje; que, por cierto, eso de viajar era en muy contadas ocasiones. Esta manera de transportar los caudales era, a veces, muy comprometida y peligrosa ya que, si necesitabas comprar algo, o hacer algún gasto, primero tenías que ir al baño para sacar los dineros del bolsillo de los calzoncillos… Pero… ¡cuidado!, porque entre este mete y saca billetes pudiera ocurrir que dichos dineros se te cayeran dentro de la taza del asqueroso váter y encima de la… y ahora sí que estos dineros salían perfumados.

 

Lo peor del caso es que no había otra manera de trasportar los caudales ya que no existían ni cajeros ni tarjetas ni dada de nada. Cosa que se sabían muy bien los cacos de la época, los cuales, por experiencias vivenciales, te reconocían como un gomero, un palmero o un herreño despistado y era presa fácil para vaciarle los bolsillos.

 

Otra prenda de vestir que fabricaba la madre, con mucha frecuencia, eran unos pantalones de peto, con sus dos tirantes y su peto propiamente dicho, que te llegaban hasta la rodilla, por abajo, y hasta el cuello por arriba. Además, cuando eran cuatro hijos pues a fabricar cuatro pantalones. De tal manera que, cuando dejaba de fabricar el último, ya el primero estaba roto, remendado o inservible. Digo inservible porque, si no estaba muy averiado, se le pegaba un remiendo, o dos, o tres... en el culo y ya está.

 

Generalmente las madres tenía dos horarios para dedicarlos a la máquina de coser. Uno era alrededor de las once de la mañana, ya que a esa hora ella  tenía el almuerzo preparado. El otro horario era alrededor de las cuatro o cinco de la tarde, cuando ya la cena tenía los ingredientes colocados dentro del caldero, pero sin poner al fuego... ¿Cuáles eran estos ingredientes? No hace falta pensar mucho, ni estrujar el cerebro, para recordarlos, porque habitualmente eran: papas peladas, un pedazo de col, un trozo de carne de cochino, una piña de millo tierno, algunos garbanzos, una col cerrada y poco más... y a veces menos, dependiendo todo de la  época del año. Así que cuando llegaba la hora de poner la  comida al fuego, solo había que añadir agua al caldero.

 

Debemos recordar aquí que la hora de poner la comida al fuego, a veces, la sabían las madres porque hasta ellas llegaba el olor del potaje de los vecinos, habida cuenta de que la chimenea era una alcahueta, ya que, por el olor, decía a los vecinos lo que comías y a la hora en que esta comida se estaba guisando.

 

Pero… ¡cuidado con el caldero! Porque si añadías mucha agua, aquello era un chinguango que no había quien lo comiera, y si ponías poca se formaba una paliada pegajosa. Debo puntualizar, y puntualizo algo más: en eso de calcular el agua del potaje, había que ser un artista ya que antes de servir este potaje había que escaldar el gofio, extrayendo el agua del caldero que contenía el potaje o caldo...

 

Ya preparada la cena, a disposición de ellas quedaba toda la tarde, y la dedicaban las madres a la costura... Ahora era ropa de mujer para uso propio. Generalmente la ropa, tenía como patrón o referente los famosos figurines.. Eran estos unas revistas en las cuales se presentaban unas prendas de vestir como patrón o modelo. Este modelo o patrón se proponía como referente. Se dibujaban y se le daban las medidas referenciales. Así que la costurera copiaba sobre la tela, objeto de fabricación, el mismo modelo, pero con las medidas de la persona que lo iba a lucir.

 

A veces los niños pequeños de la casa, aprovechando la ausencia de la madre, jugaban con la máquina de coser. La rompían y después venía el correspondiente interrogatorio para ver quién fue. Huraños, nerviosos y cabizbajos,  uno a uno íban entrando en la habitación esperando lo peor. Comenzaba el juicio: "¿Cuál de los tres estuvo andando en la máquina de coser?". Respuestas: 

- Yo no -decía Manolo rápidamente antes de que le preguntaran.

- Yo tampoco -afirmaba Paco.

- Yo menos -por fin decía Eduardo, pero con la mirada acusadora dirigida a Manolo.

- Entonces, ¿no  fue ninguno de los tres?

- Pues no sé -contestábamos al unísono.

 

El hecho fue que, en este caso, le rompieron la aguja. Digo en este caso porque en casos anteriores a veces era la correa o el pedal, cuando no algún mecanismo más importante. ¿Qué hacíamos nosotros en la máquina de coser? Normalmente era estar entretenidos jugando. Pero, en otras ocasiones, disfrutábamos cosiendo, en la máquina, pedazos de cuero para hacer carteras y, cuando no, cosiendo papeles. 

 

Había para nosotros un momento de tensión nerviosa. Este era cuando la madre te llamaba para probarte alguna prenda de vestir. Nosotros solo pensábamos en jugar y jugar, y por ello nos poníamos nerviosos al tener que estar de pie un largo rato, mientras que la madre quitaba por aquí, añadía por allí, subía un poco o bajaba algo.

- Ponte quieto -decía.

- ¡Que te pongas quieto! -repetía con frecuencia.

 

… Y al final venía aquella esperada frase: "Bueno, pues ya está". Y salíamos corriendo de la habitación para recobrar la libertad... Hoy entras en la misma habitación, la miras y… un vago recuerdo aflora en tu mente, pero ni siquiera te paras a reflexionar qué fue ella, la máquina de coser de tu madre o abuela... la que en una época de tu vida pasada, y a la orden de tu madre, fabricó para ti y para tus hermanos batas, pantalones, camisas, calzoncillos y otras  muchas, muchas más prendas de vestir, de las cuales ahora ni  tú mismo te acuerdas...

 

Septiembre 2020

 

 

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