Revista nº 1036
ISSN 1885-6039

Cuentos contextualizados XXV: Junta de Médicos.

Lunes, 26 de Julio de 2021
Manuel García Rodríguez
Publicado en el número 898

El hecho es que, ya sea por común acuerdo o por casualidad, ambas comparecían el mismo día y a la misma hora en una de esas piletas públicas cargadas con un cesta de sucia ropa. Este lavadero público que ahora nos ocupa, tenía seis piletas y por lo tanto Luisa e Irene solo ocupaban dos piletas contiguas.

 

 

Ahora, en estos mismos momentos, cuando estas páginas leemos, retrocedemos en el tiempo y nos situamos, por un momento, en los primeros años del siglo pasado... El agua corriente, como así llamamos al agua que a nuestras casas llega a través del grifo, un día y otro también, no existía en la mayoría de los hogares de Santa Cruz de La Palma, por no decir en ninguno. Sin embargo, sí que existían las llamadas fuentes públicas, a las cuales los vecinos acudían, casi a diario, provistos de recipientes, generalmente de cántaros o baldes, para recoger agua potable de la fuente y llevarla a sus hogares, para al menos preparar la comida y el aseo personal.

 

Como digo, en Santa Cruz de La Palma existían las llamadas fuentes públicas. Había varias. Sé que una de ellas estaba en La Alameda, junto a la parroquia de San Francisco; otra estaba en la Plaza del Ayuntamiento y otra en el Muelle. Pero, por el momento, a nosotros, más que las fuentes, lo que interesa son los lavaderos públicos.

 

Eran estos, como su nombre indica, los lugares donde las mujeres, cargadas con sus cestas de ropa, acudían con cierta frecuencia a ellos con la finalidad de lavar la ropa de la casa. Sé que en otros lugares de España, allá en tierras peninsulares, había pueblos o aldeas donde las mujeres tenían por lavadero las orillas de ríos o de arroyos, y que allí, además de lavar, se intercambiaban la información local.

 

Allí, como aquí, esos lugares, además de servir de lavaderos, en otras muchas ocasiones también eran lugares en los que se producía una intercomunicación entre las mujeres, actualizando las cosas o sucesos que, valga de redundancia, sucedían en el pueblo, y en algunas otras ocasiones era una oportunidad para entonar, a viva voz, algunos cantos populares mientras se lavaba la ropa.

 

Rebobinando, creo recordar que en Santa Cruz de La Palma había un lavadero público en La Alameda. Después teníamos otro en el barranco del Río y otro en La Dehesa. Seguro que existían más, pero yo, ahora mismo, desconozco su ubicación.

 

Allí, al lavadero, acudían al menos una vez por semana Luisa e Irene con sus cestas llenas de ropa, necesitada de lavado. Lo que yo no sé es si ellas se ponían de acuerdo para asistir al lavadero el mismo día y a la misma hora, o eran días y horas que previamente le habían asignado alguna autoridad local. El hecho es que, ya sea por común acuerdo o por casualidad, ambas comparecían el mismo día y a la misma hora en una de esas piletas públicas cargadas con un cesta de sucia ropa. Este lavadero público que ahora nos ocupa, tenía seis piletas y por lo tanto Luisa e Irene solo ocupaban dos piletas contiguas para así, de esta manera, lograr que la intercomunicación fuera más audible.

 

El encuentro normalmente era mañanero, y siempre comenzaba a la misma hora y de la misma manera. Generalmente era a las diez u once de la mañana, después de que estas señoras prepararan los desayunos a sus maridos para que estos acudieran a su trabajo en el campo y a los niños para que los chavales estuvieran a su hora en la puerta de la Eescuela. El chorro de agua que llegaba a cada una de las piletas era de muy poco caudal. Ello hacía que la piletas no se llenaran en poco tiempo sino que, por el contrario, estuvieran largas horas llenándose y empapando la sucia ropa de uso diario que estas señoras habían depositado en sus respectivas piletas.

 

Este ya previsto espacio de tiempo que necesitaba el llenado de la pileta era, en principio, aprovechado por ellas para dialogar y preguntar, en primer lugar, por sus respectivas familias, especialmente por aquellos miembros familiares que estaban o habían estado enfermos de la gripe,  o de otras patologías.

-Y… ¿cómo esta tu marido?

-Hace unos días tuvo fiebre y casi se me muere -respondía la otra.

-Y.. ¿de qué fue?

-Yo creo que fue de una jartera de carne de cochino y de vino con papas arrugadas que se mandó.

-Pero el mío también, el puñetero, a cada rato se jarta de beber y, es más, creo que le sienta bien porque está gordo y colorado que da gusto verle.

-Y mira que se lo he dicho y repetido.

-¿Qué le dices? ¿Que coma?

-No, lo que le dije el otro día fue que cualquier rato le va a dar una cagalera o patantún que lo va a dejar más pallá que pacá.

-Ahora… por eso el que está jodido es Pedro el Julia.

-Pero… ¿y qué tiene?

-¡Ay, mi hija, si lo supiera...!

-Bueno, el médico sabrá lo que tiene...

-Sí, ellos fueron al médico.

-El médico le mandó un purgante, una lavativa por la mañana, otra al mediodía y otra por la noche, y que no comiera nada.

-¿Na más que eso?

-No, le dijo que no se levantara de la cama.

-¿Y le fue bien?

-Pues no lo sé. Sí sé que cagó, que cagó... pero mucho, mucho, eh…, según me cuenta...

-Y ahora, ¿ya se quedó bueno?

-¡Qué va! Siguió peor...

- Entonces… ¿qué?

-Pues volvieron al mismo médico.

-¿Quién volvió?

-Perdona… lo dije mal. Quiero decir que el mismo médico, a la vista de que no se curaba, le recetó una cataplasma de linaza caliente en la barriga. Una por la mañana y otra por la tarde y recalcó enérgicamente que siguiera otra semana en cama y… sin comer.

-¿Se mejoró ahora?

-¡Qué va! Al contrario… se puso peor, mucho peor. Últimamente ya casi no habla, apenas se le entiende lo que dice. Balbucea.

-Pues ¡y qué me cuentas! Yo, sin ser médico, veo que la va a empalmar muy pronto.

-Así mismo lo creyó la familia.

-Y… ¿qué hicieron?

-Hablaron en serio con el médico.

-Y… ¿qué pasó?

-Este les escuchó muy atentamente y empezó a decir que si es un hombre ya mayor… que si ya estaba muy flaco y de mal color… que si ya fumaba y se pegaba unos tanganazos de vino...

-Entonces?

-Pues entonces este médico, pa sacarse el mochuelo de encima, les dijo: "Señores, lo que podemos hacer es que yo hable con mis compañeros de profesión y vayamos a verle en Junta de Médicos”.

-¡Ay Dios, sí, por favor, vayan a casa a verle para saber si a este le curamos o le mandamos… pállá!

 

Preparó la mujer un toallero que tenía medio abandonado, lo fregó bien, compró jaboncillo de ese que “güele” bien, fue a casa de don Silvestre y compró una palangana de las mejores, y con hierbaluisa y eucaliptus perfumó la casa esperando la llegada de los médicos. 

 

Eran casi las cinco de la tarde cuando en un coche de la parada, que ahora llaman taxi, aparecieron en su casa los tres médicos, lo que los vecinos precisamente llamaban Junta de Médicos. Entraron en la casa del enfermo y, dirigidos por Julia, penetraron en la habitación del paciente. Estaba en la cama tan estirado que parecía un lagarto al sol, y dando unos quejidos espantosos que parecía que le estaban quemando vivo. Así que tan espantosos eran que se oían, como digo, desde la carretera, porque esto propiciaba que algunos vecinos, al oirle, se pararan asustados y preguntaran por lo que pasaba.

 

Los tres doctores entraron en la habitación. Pedro estaba inmóvil, amarillo, tendido en la cama y gritando. La cara la tenía más afilada que un cuchillo de desflorar plàtanos. Por lo que se apreciaba la barriga era ya más fina que el tubo de la cisterna del wáter, y la voz, para qué decir, más que voz era un grito salido de las profundidades del mismo infierno. Los tres médicos, al ver y oír al enfermo, asombrados se miraron entre sí. Uno de ellos se acercó a su compañero y le dijo al oído, en voz muy baja: “Este lo que tiene es hambre... y de seguir asi se nos va a morir pronto".

 

Estas dos coincidencias entre los dos facultativos querían comunicarlo al tercero, pero como no querían hablar ante el enfermo, por si este pudiera escuchar algo, uno de los médicos dijo a la mujer de Pedro:

-Por favor, señora, ¿nos puede dejar un momento solos?

 

La puesta en común entre los facultativos fue rápida. Uno de ellos dijo con voz ronca y muy baja a los otros dos compañeros:

-Este lo que tiene es un hambre que pela, y si no le damos de comer pronto de seguro que se nos va a morir...

-¿Quién se lo comunica a la la mujer?

 

Todos miraron al más viejo de los galenos.

-Bueno, pues seré yo.

 

Lo primero que comió Pedro fue un caldo de pollo caliente, que le trajo una vecina. Al otro dia lo mismo. Pedro gritaba "¡quiero comer gofio amasado con queso1", y en vista de su buen apetito, su mujer le trajo lo que ella sabía que le apetecía, o sea, unas papas guisadas con carne de cochino y mojo. Al tercer día, aparte de la carne de cochino, se mandó dos vasos de vino del Puntagorda cosechado por Carlos Chocho.

-Ayer lo vi.

-¿Cómo está?

-Coño, ahora está que da gusto de verle.

 

Así que si no llega a ser por la Junta de Médicos este empina las patas.

 

 

Foto: lavaderos en Gran Canaria a comienzos del XX (Archivo de la Fedac)

 

 

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