En una de las primeras clases que tuve de Literatura Canaria (una optativa que me servía para completar créditos durante mi licenciatura) el profesor hizo un comentario que se me quedó grabado: “cada vez cuesta más encontrar a alguien leyendo bajo un árbol”. Es probable que la frase no fuese exactamente así, pero palabra más o palabra menos tuvo el efecto de hacerme querer leer un libro bajo un árbol inmediatamente. Era como si el deseo naciera justamente con la delicada situación de los libros, quizá más ignorados ante nuevas maneras de narrar y transmitir.
Un conocido, que había asistido años antes a la misma asignatura, nos contó, a mí y a un compañero, que el profesor hizo en su día un estudio muy completo sobre Literatura Canaria y que, además, había editado varias obras que se consideraban perdidas o que simplemente permanecían desconocidas e inéditas. Así fue que me interné voluntariamente en archivos y bibliotecas. Encontré entonces que el profesor Pablo Quintana no sólo había editado libros, sino que además había fundado una revista llamada ROA (Revista del Oeste de África). También encontré dos libros fascinantes de su puño y, por si fuera poco, los otros que ahora aparecían editados por primera vez contaban siempre con una introducción suya, que a veces firmaba con el pseudónimo Africo Amasik. Todo el material formaba un cosmos, un circuito encantado: palabras que se repetían, un africanismo reivindicativo con atención al pueblo canario, una denuncia directa del colonialismo (especialmente el cultural) y una atención a la oralidad que permitía romper lo que en ese entonces era un obstáculo que limitaba la Literatura Canaria a algo formal y escrito, muy desapegado de la propia historia canaria y poco crítico con los procesos políticos que constituyen esa misma separación. En otras palabras, la Literatura Canaria es mucho más que lo escrito y tiene un fondo imaginativo enorme, al tiempo que es la primera literatura criolla de su lengua actual y que va a conectarse con otros pueblos coloniales del sur global. Cuando entendí esto, también comprendí que Literatura Canaria, la asignatura optativa, merecía ser algo más que un estanque para pescar créditos. Quintana, Africo Amasik, lo puso así en un accidental trabalenguas, que hay que leer despacio para captar el estado descuidado de la Literatura Canaria: “El Occidente ha confundido la historia con la historiografía y ha limitado la historia de la literatura universal a la historia de su literatura, limitando la historiografía universal de la literatura a la historiografía particular de su literatura escrita”1.
Entre esos textos aparecían conceptos que se han visto reflejados en estudios del colonialismo, que nos llegan ahora como novedosos marcos de referencia para comprender Canarias y su historia colonial. En los libros (Literatura africana hoy y El árbol de la nación canaria), en la ROA y en los estudios introductorios se hablaba ya de canariedad, de colonialidad, de criollidad, de policía cultural, de amazighismo (escrito como amazikismo2), etc. Y, como digo, esas repeticiones, ese nuevo patrón de análisis literario, creaban un discurso propio, muy inusual entonces, con un objetivo claro: mientras la ROA servía para ampliar la información multidisciplinar sobre Canarias y el oeste de África a través de muchos autores y sus miradas, abanicadas desde el discurso amplio de Quintana, las obras rescatadas o reeditadas pretendían formar un núcleo básico para una literatura nacional. El proyecto fue llamado BOC (Biblioteca de Obras Canarias). En cada librito de esta colección aparecía una nota explicando: “Ofrecemos las obras de nuestros clásicos (…) las introducciones no son ni quieren ser académicas, sino generadoras de la memoria y de la imaginación (…) que este pueblo quiere recuperar (…). Los canarios somos gente joven del Sur y la estética de esta BOC, que reaparece ahora con Benchomo, dentro de este Centro canario de Estudios Africanos, es una estética del Sur”.
La primera vez que estuve ojeando estas revistas y estos libros tuve la impresión de tener en mis manos un tesoro. Y me refiero a un tesoro material. No es solamente lo que hubiera escrito en esos libros, sino los libros en sí. Parecían delicados, pero, a su vez, se hacían duros por la urgencia y claridad de sus textos; las portadas consistían en un fondo blanco (ninguna copia que yo haya visto se mantiene de ese color, sino presenta una suerte de blanco envejecido) con un símbolo indígena, un sello o pintadera con forma circular. ROA salía siempre con la letra amazigh del alfabeto tifinagh. El nombre de la editorial, Benchomo, salía bajo el recuadro de la portada, con un dibujito precioso de un drago. Luego entendí que la editorial no la llevaba Quintana en solitario, sino que había otro componente vital, especialmente en los aspectos técnicos. Su nombre aparecía siempre dentro: Cándido Hernández. Si seguías pasando páginas, tras el número de teléfono de Cándido, encontrabas los textos en una tipografía parecida a las de las máquinas de escribir clásicas, en courier. Todo estaba cuidado, todo estaba clarito y todo invitaba a sentarte y compartir. ¿Acaso no era este el objetivo declarado? Me parece pues que los libros se convierten en extraños agentes, diferentes a otros libros en cualquier estantería, que humildemente ofrecen una invitación, o más de una. Y la primera cosa a la que invitan es, más que a pensar la nación o a crear un frente cultural, a leer, a simplemente sentarte a leer bajo un árbol.
La mayoría de libros se publicaron durante los ochenta del siglo pasado. Enseguida entendí que ese proyecto había cambiado cuando yo di con ellos, que el análisis de la situación era otro; y esto lo supe por aquella frase que se quedó conmigo. En otro momento de las clases de aquel curso, Quintana nos preguntó por nuestras series de televisión favoritas. ¿Había cambiado tanto la manera de comunicar? ¿Estamos pasando ahora a una nueva asunción de la cultura de las imágenes?
¿Qué pasaría entonces con estos libros materiales? Los pienso hoy como libros de incógnito en una biblioteca de libros uniformados, aullando desde las estanterías mientras potenciales lectores giran curvas rectilíneas sin percatarse. Pero al tiempo los pienso como algo más, como demasiado poderosos en su originalidad, demasiado peligrosos para reabrirlos ahora. Entre la humildad y la carga política, me atrevo a verlos no como el árbol de la nación canaria, sino como semillas para distintos árboles. Ahora mismo es lo que son: abrir Los incognoscibles puede llevar a una imaginación anarquista; abrir El cacique puede servir para afrontar una estructura político-económica que persiste; abrir República bananera puede darnos la gracia adecuada para soportar el nuevo sistema turístico y comprender las nuevas transculturaciones. Abrir un libro llamado El árbol de la nación canaria, del propio Quintana, es abrir una ventana para ver la historia que nunca fue reconocida por estar detrás de palabras cortantes como naifes. Ese árbol es otra semilla más.
Creo que pasaron más de cinco años desde que me interné en este mundo particular y casi nostálgico. Había guardado algunas fotocopias de la ROA y nunca vi en ninguna librería de segunda mano ejemplares de la gloriosa BOC; nunca tuve siquiera en mi posesión un libro de Benchomo. Y, un buen día, distraído en la asociación de vecinos de mi pueblo, donde me encontraba sorbiendo un ron con Seven up, se me acercó un señor con un sombrero blanco y una camisa de botones igualmente pálida. Parecía un indiano. Nadie lo conocía mucho en el bar de la asociación. Al rato de estar hablando me contó que una vez estuvo a cargo de una editorial. "Publicábamos cosas de temas canarios, una revista africanista y muchos libros", me dijo. "Muchos libros", repetía.
“¿Cómo se llamaba la editorial?”, le pregunté. Él respondió: “Benchomo…”.
Notas
1. Amasik, Africo (1985). La literatura africana hoy. Benchomo. La Cuesta, Tenerife, p. 28.
2. Quintana explica su uso de la k para la fonética en Canarias en La literatura africana hoy (ver nota anterior): “Pero en nuestra lengua, falta del fonema (que no tiene ningún sentido fonético transcribir como gh) y necesitamos de un nombre familiar para llamar a estos antiguos parientes nuestros, los canarios podemos seguir hablando de la tamasik” (p. 67).