Prólogo
Sería por el mes de mayo cuando recibí un mensaje del ayuntamiento de Agaete comunicándome que tenían una propuesta que hacerme.
Yo, que estoy involucrado en múltiples proyectos de carácter cultural, pensé que dicha proposición sería en referencia a algún tema de investigación en el marco de las Fiestas de Nuestra Señora de las Nieves. Mi sorpresa fue mayúscula cuando la oferta consistía en ser el pregonero de mis queridas fiestas.
Mi primera intención fue decir que no pues, en mi opinión, el pregón es uno de los actos más importantes y fundamentales del programa. El pánico me invadió. No creía ser merecedor de un privilegio tan grande. Siempre consideré esta ceremonia como un momento solemne, en el que una persona ilustre habla de la importancia cultural y antropológica que los festejos tienen para Agaete. Un acto en el que hay que estar a la altura para que tu pueblo sienta la necesidad de escucharte y entenderte, haciéndole rememorar el significado que las Fiestas de Nuestra Señora de las Nieves tiene para todos en general y para cada uno en particular. Una tarea arduo complicada. El sentimiento de pánico poco a poco se fue mezclando con la alegría de ser el elegido y un inusitado cosquilleo por aceptar el reto. Solicité unos días de reflexión en los que consulté con familiares y amigos, que me animaron de forma vehemente a decir que sí; sopesé el trabajo intelectual que tal tarea requería y ajusté fechas de guardias en mi trabajo como médico del Hospital Universitario de Canarias para ir organizando todo el camino. Finalmente, por eso hoy estoy aquí, acepté la propuesta. Sigo pensando que no merezco tal honor, más aún conociendo a todas y todos los que me han precedido; pero de lo que sí estoy seguro es que, aunque vivo fuera, llevo constantemente a este pueblo, a sus gentes y a cada uno de sus rincones en mi mente y en mi corazón. Fui, soy y seré eternamente un HIJO DE AGAETE.
Siempre he considerado que las fiestas las hacen las personas y, por lo tanto, su tratamiento hay que gestionarlo de forma muy personal. Las tradiciones no surgen como la hierba tras la lluvia, sino que son el resultado de las inquietudes y el trabajo de muchas y muchos y del devenir histórico con el que estas personas se han ido encontrando en sus vidas.
El anuncio de la fiesta de Nuestra Señora de las Nieves puede ser abordado desde muchos puntos de vista: desde fuera o desde dentro, desde un enfoque histórico y etnográfico o desde el ámbito personal, familiar y comunitario. Yo voy a plantear hoy una inmersión en la que ustedes podrán asentir o disentir ante determinados sentimientos y percepciones que provoca esta fiesta. Sería interesante, incluso, cerrar los ojos e imaginar lo que yo, humildemente, les pueda ayudar a evocar: los sonidos, los olores, los sabores y saberes, el contacto, lo que vemos y lo que percibimos. Si bien cada uno siente y vive la fiesta a su manera, pues cada persona y familia ha tenido un bagaje diferente, estoy seguro de que algo les dirán cada una de las experiencias sensoriales que les quiero plantear.
Pero creo que no debo comenzar este camino que les propongo sin destacar que un aspecto importante de la festividad de Nuestra Señora de las Nieves es que es un momento para el recuerdo, un tiempo para rememorar a aquellos que estuvieron y disfrutaron de ella y ahora ya no están. Antropológicamente, los rituales festivos tienen un gran componente de evocación de los antepasados difuntos. La fiesta, al margen de la diversión y el jolgorio, representa el comienzo y el fin del ciclo anual de un pueblo, un momento para reír y llorar, para dar gracias por haber llegado hasta aquí, para el silencio y para el ruego. Me viene a la mente esa vuelta que cada año hace la Virgen de las Nieves, a la altura del Puente Viejo, para dar la última mirada al pueblo. Ese acontecimiento es de un profundo sentir y va cargado de un intenso significado. Es el instante de la oración y la plegaria.
Más de una vez oí susurrar a mi madre en la zona de Las Peñas, justo debajo del lugar donde se tiraban los cañones, implorando: «Virgen de las Nieves Bendita, dame salud para volverte a ver subir».
Para mí es un punto de esperanza, el momento exacto en el que comienza nuevamente el ciclo. Puede haber más actos, más actividades… pero este es el cenit. Tan importantes son las primeras notas de «El Soldado Español» para que se nos erice la piel y levantemos los brazos hacia el cielo, como ese giro que realiza el cuadro de la Virgen. Lo primero es un estallido de alegría y lo segundo un soplo de esperanza y gratitud. Dicho esto, iniciemos el viaje que les propongo. Si ustedes lo tienen a bien, vamos a dar un paseo por la fiesta, pero no un paseo cualquiera, sino que les invito a caminar por el «Sendero de los Sentidos», una evocación de las sensaciones y sentimientos que la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto nos trasmiten en esta celebración tan nuestra.
Culetas y culetos… COMENCEMOS.
En primer lugar, el OÍDO
¿Por qué comenzar con este sentido? Precisamente porque a través de él se anuncia la fiesta.
Los estampidos de los voladores y los repiques de las campanas nos han ido acostumbrando a percibir desde niños, no sin cierta ansiedad anticipatoria, que la celebración está muy cerca o bien que ya está en la calle.
Diez días separan la onomástica de Santiago de las celebraciones centrales en torno a la Virgen de las Nieves. Diez días en que voladores y campanadas suenan al mediodía y al caer la tarde para recordarnos que estamos a un día menos... un día menos. Nuestra psique, que se ha ido forjando desde la infancia, juega con nosotros colocándonos un nudo en la boca del estómago; nos advierte acerca de que algo reconocidamente familiar está por llegar. El lanzamiento de voladores siempre ha tenido sus artífices: unos con una vinculación laboral con el ayuntamiento, como Eduardillo, Rafael el de Lucía, Paco Mariano el de Martina, etc., y otros simplemente aficionados, que iban aprendiendo de los mayores, como mi tío José, Suso el Conde y muchos más. Todos ellos disfrutaban manipulando un volador o una traca.
La pirotecnia anticipatoria de esos días previos nos suele coger ciertamente desprevenidos, pero cuando ya la fiesta está en la calle, los voladores que se lanzan para dar comienzo a los principales actos rituales del día cuatro de agosto ya son, por supuesto, muy esperados. Y son en esos momentos cuando otros sonidos captan toda nuestra atención: la música, el bullicio y aquellos que, aunque secundarios, no dejan de ser evocadores: risas, cantos, juegos de niños, conversaciones airadas... Del mismo modo, y dentro de sus múltiples usos, el shiiiiiiiii pum de los voladores daba información puntual de la evolución de los romeros que cogen la rama en el pinar.
Los voladores anunciadores de la fiesta son sustitutos de los antiguos cañones que, situados en la zona de La Cruz, en Las Peñas, a base de ser «atacados» con papel de periódico húmedo en su interior, delante de una talega con la pólvora y dirigidos hacia Las Nieves, no solo hacían la función de pregoneros de la celebración, sino que, además, informaban de la progresión del paso de la Virgen en su subida al pueblo cada cinco de agosto. Los cañonazos eran también un espectáculo visual y oloroso que dejaban impregnadas de trozos de papel a medio quemar las azoteas de las casas colindantes. Si bien su presencia es posible que sea bastante temprana en la historia de nuestras celebraciones, su localización se comienza a constatar en la prensa a partir de 1903. Aunque hubo varios intentos por recuperar su uso en nuestros festejos en los años ochenta del pasado siglo, los cañonazos festivos de Agaete terminaron por desaparecer y hoy solo podemos encontrar un testigo de lo que fueron expuesto en el Museo de la Rama.
Veintiuna salvas, ni una más ni una menos, que constituyen un saludo protocolario; cañonazos sin proyectiles que son la señal de júbilo y de bienvenida al pueblo para Nuestra Señora tras el saludo de su esposo san José en el Puente Viejo. Más tarde, un potentísimo estruendo parece resetearnos tras unos días de emociones desbordadas. La traca pone el broche de oro al recibimiento que el pueblo hace a su Virgen. Tan esperada, temida, huida y enfrentada detonación no pasa sin un aplauso, sin una lágrima y sin un recuerdo, porque ella representa el final de un largo camino en nuestro año, en nuestra espera, convirtiéndose en el culmen de ese sacrificio al que hemos sometido nuestro cuerpo los días previos.
Pero no nos olvidemos de las tracas de promesas o votivas que se dedican a la Virgen en su recorrido por el pueblo. Me vienen a la mente las que se tiraban en casa de Magdalenita, las que tirábamos de forma familiar en Las Peñas, la de los vecinos de El Calvario y las que se repiten en la plaza. No se me van de la retina los saltos de júbilo que Lola la de Escolástica, con su perenne hábito de las Nieves, daba en la azotea tras finalizar su traca al pasar la Virgen por el Barranquillo. Tampoco se me olvidan aquellas peligrosísimas y características tracas compuestas por un manojo de voladores sobre el que descansaba una gran piedra, y que, tras prender la mecha, uno no sabía hacia dónde salían despedidas sus cabezas. Pero pasemos a hablar de otra señal sonora: la música.
¿Qué les voy a decir de la música que ustedes no sepan y hayan experimentado? Protagonista principal y primordial de los sonidos de la fiesta. Las melodías de diana, las castrenses y muchas otras que de moda pasearon por nuestro pueblo, se han interiorizado en nuestra psique y en nuestra memoria musical de tal modo que sus sones van a producir en nosotros una serie de sensaciones que pueden ser descritas de mil maneras, tantas como personas las perciben.
Las que se oyen cada cuatro de agosto se mezclan con todo el resto de sentidos formando un conglomerado de sensaciones que casi llega a saturarnos. La música se convierte durante un día en un ente caprichoso que, como el corazón de un ser vivo -y de ello el bombo es protagonista-, nos indica en cada momento dónde se encuentra el latido de la fiesta, con un característico efecto sonoro similar al doppler de los ultrasonidos, con la reverberación envolvente de determinadas calles, tal y como reflejó en su pregón el añorado Paco Sánchez.
Enlazando lo dicho con la parte médica, el oído también está relacionado con el equilibrio; concretamente el oído interno. De este modo, el mantenimiento del equilibrio es también parte fundamental de la celebración y no solo porque se pierda a poco que bebamos de más. La fiesta es todo un alarde de equilibro físico. Piensen si no en la tarea de poner las banderillas y el resto de la decoración festiva, que cuelga de casas y farolas, cuando no existían las modernas grúas; o colocar los antiguos arcos frutales que se levantaban a la entrada del pueblo; o -y de eso tengo un profundo conocimiento personal corroborado por alguna imagen fotográfica- encaramarse a la barandilla de una azotea o una plaza para sujetar en alto una bengala encendida.
En referencia a este aspecto, cabe destacar el arte de mantenerse prácticamente en el aire durante el baile de La Rama, sobre todo en momentos pretéritos en los que la ausencia de los actuales tumultos te permitía un desarrollo de saltos y una danza más libre y ancestral.
Equilibrio que deben tener también los bailadores de los papagüevos. Sus piruetas e inclinaciones, hasta casi llegar al suelo con las cabezas, requieren una gran destreza, formación física y tener a punto el oído interno. De otra manera no podría tener lugar esa danza tan característica, uno de los elementos más importantes e interesantes de nuestros rituales.
Escarbando en mi memoria, recuerdo otro sonido: el de las caracolas. El mismo que, en otros tiempos, sirvió para que los vigiadores de las muelas y manteríos de sardinas pudieran avisar a las cuadrillas de pescadores para echar el copo y facilitar el chinchorreo. Su llamada era a una determinada hora (las once o doce de la noche del día tres de agosto) delante de la iglesia, donde se daban cita aquellos que subirían esa misma noche hasta el Pinar de Tamadaba. Acompañaban esa señal con hachones y mechones que les alumbraban su camino y les servían de guía para mantener cohesionado el grupo hasta llegar a su destino.
Será también el sonido de la caracola con el que los romeros anuncian su llegada al pueblo, convirtiéndose lo que comenzó siendo una pequeña comitiva en una marea ritual verde que camina hacia la Virgen. Este toque ancestral se sigue escuchando constantemente en la fiesta como manifestación de júbilo exaltado y alegría desbordada. Mi amigo Alejandro Álamo y su hijo son fieles herederos de esta tradicional manifestación... Y que no se pierda nunca. Por último, están esos otros sonidos y melodías de notoria antigüedad que resuenan en un ambiente de mayor recogimiento, en los escenarios religiosos. Tales son: los «Gozos a la Virgen», una joya musical de Agaete de la cual el amigo Miguel Sánchez hizo, en una ocasión igual a esta, una extraordinaria inmersión histórica; la «Canción de los adioses», con la que el pueblo despide cada dieciséis de agosto a su señora; y la «Salve de los marineros», que se cantaba a capela mientras el retablo pasaba de su trono al altar.
La última obra que he citado, la «Salve de los marineros», es otro distintivo sonoro del pueblo que tendría que recuperarse y ponerse en valor dada su importancia no solo dentro del devenir de las Fiestas de Nuestra Señora de las Nieves, sino por su significación desde el punto de vista musicológico. Aunque su letra se conoce desde el siglo XI, su melodía, posiblemente traída al pueblo por el músico de la Banda de Agaete y sochantre «Cielito», presenta unas particularidades musicales muy interesantes.