Hace 75 años, un 22 de agosto, nacía la Unión Deportiva Las Palmas, un club que no solo ha sido un símbolo para los habitantes de Gran Canaria, sino también una parte fundamental de mi historia familiar. Guardo con orgullo y nostalgia el carnet de socio de mi padre, que con tan solo 29 años decidió hacerse socio del club, apenas un año después de su fundación. Desde entonces, su vida quedó entrelazada con los colores amarillo y azul, y, gracias a él, la mía también.
Mi padre tenía su asiento en la grada Sur del antiguo Estadio Insular, y ese lugar se convirtió en su segunda casa durante muchos años. Desde pequeño, siempre lo escuchaba hablar de su amor por el equipo, de los partidos y de los jugadores que para él eran como héroes. Juanito Guedes, el Mariscal, casado en Tamaraceite, era habitual en mi casa. Su mujer, prima de mi madre, recién casada con Guedes, llevaba a mi hermana a los partidos de la UD. Tengo algunos recuerdos de él, de su esbelta figura a la puerta del bazar de mi madre y sobre todo de su enfermedad y el día de su muerte. Recuerdo como si fuera ayer la llamada de mi tía que se estaba quedando con él aquella noche en la Clínica Santa Catalina, comunicándole a mi madre su fallecimiento. Su muerte nos unió mucho más con su familia, Georgina y con sus hijos Juani y Javier, mis primos.
Y ella fue la que una noche de fútbol, aún de luto por su marido, le dijo a mi padre que por qué no llevaba a los niños al fútbol. Y así, desde esa misma noche, empezó nuestra aventura futbolera con la UD Las Palmas de Tonono, Castellano, Estévez, Germán, Gilberto, Martín, Hernández, Trona... Nos sorteamos mi hermano Luciano y yo a ver quién iba y me tocó a mí, y cada jornada iba uno. Eso porque a Nicolás, el más pequeño, no le gustaba el fútbol y encima lo obligábamos a ponerse de portero en nuestros partidos familiares con mis primos. Mi primera vez en el estadio se me quedó grabada a fuego, hace ya medio siglo. Yo era un niño, y la emoción que sentía era difícil de describir. Aquella noche jugábamos contra el Rácing de Santander, un equipo que, aunque lejano, se me quedó grabado en la memoria gracias a nombres como Chinchón, Juan Carlos y Zuviría.
El camino hacia el estadio fue una experiencia en sí misma, en el Renautt Dauphine, que siempre estaba dispuesto a llevar a algún amigo. Lo dejábamos aparcado por Haricana, por encima de Fernando Guanarteme, e íbamos caminando atravesando Madera y Corcho hasta llegar a Pikolín, que era el preludio de la gran entrada al campo. El ambiente fuera del recinto era mágico: el bullicio de la gente, las risas, las voces que se mezclaban en un murmullo constante, y ese olor inconfundible a jarea que impregnaba el aire. A medida que nos acercábamos al Estadio Insular, sentía cómo crecía mi emoción, como si compartiera un secreto con las miles de personas que, como nosotros, se dirigían a presenciar el partido. Otros estaban ya en los bares de la zona tertuliando o hablando de lo que se podía esperar.
Nosotros íbamos directamente a la puerta de acceso, ya que siempre íbamos con el tiempo justo. Al llegar a los tornos, recuerdo cómo mi padre nos mantenía lo más pegado posible a él, para que pasáramos juntos sin problemas. Era un ritual que me hacía sentir parte de algo mucho más grande, como si, de alguna manera, formara parte del equipo desde el momento en que cruzaba ese umbral. Subir las pequeñas escaleras y ver el césped, respirar el olor, escuchar la megafonía, envolvía a la tarde noche en una magia especial. Vi muchos partidos grandiosos y equipos de bandera como el Madrid de Amancio y Pirri, el Barcelona de Sadurní, Gallego, Cruyff, Sotil y tantos otros. Pude disfrutar de varias etapas de la UD, pero verlo con mi padre era único. Cuando él falleció, en el 78, el año de la final de la Copa del Rey con el Barcelona, con los jugadores argentinos Brindisi, Wolff o el mismísimo Carnevalli, internacional por Argentina, ir al fútbol no era igual. Nos llevaba un amigo de mi padre o cogíamos la guagua enfrente de casa, pero ya no había emoción, ya no olía a las fragancias de antaño y no disfrutaba de los triunfos del equipillo.
Ahora, al cumplirse 75 años de la fundación de la Unión Deportiva Las Palmas, no puedo evitar sentir una profunda gratitud por esos recuerdos que compartí con mi padre. Él fue uno de los primeros en creer en el club, y a través de él yo también aprendí a amar a la UD Las Palmas. Aunque los tiempos han cambiado, y con ellos el fútbol, el sentimiento sigue siendo el mismo. Cada vez que pienso en esos días, vuelvo a sentirme como aquel niño que, con los ojos llenos de ilusión, entraba al estadio de la mano de su padre.
Hoy, más que nunca, celebro esos 75 años de historia, no solo por lo que significan para el fútbol canario, sino por lo que representan en mi vida personal. Porque más allá de los goles, las victorias y los trofeos, la Unión Deportiva Las Palmas siempre será para mí un puente hacia los recuerdos más entrañables de mi infancia, y un legado que mi padre me dejó, y que llevo con orgullo.