Cristina Maya (CM): En Patrimonializar todo reflexiona acerca de cómo los activos patrimoniales contribuyen al desarrollo del “mercado lúdico-turístico-cultural” en las Islas. Este libro es un encargo de la Dirección General de Patrimonio Cultural. Es inusual que el Gobierno canario publique obras con perspectiva crítica. ¿A qué cree que obedece este giro?
Roberto Gil Hernández (RGH): Es importante que este tipo de planteamientos llegue cada vez a más gente. Nos estamos jugando mucho. Sin embargo, si estas publicaciones no se ven acompañadas por políticas que las respalden, no puede hablarse de un “giro” más allá del ámbito editorial. El modelo productivo por el que se rigen sociedades como la nuestra posee esa cualidad: pretende sacar rédito incluso de lo que ha sido concebido con la intención de combatir las desigualdades sociales y destrucción ambiental que le son inherentes. El resultado es siniestro.
CM: Si abandonamos la sospecha, es fácil caer en lo que Damián Tabarovsky denomina vanguardia académica, es decir, “tomar las ideas más radicales del siglo XX y XXI, pero pasteurizadas, estandarizadas y carentes de cualquier riesgo. Es la vanguardia convertida en producto, en intercambio, en acumulación”. Algo así sucede con el patrimonio cultural, ¿no cree?
RGH: Así es. La banalidad de la crítica es una realidad en numerosos espacios académicos. En este libro sostengo que el patrimonio cultural, a partir de su formulación moderna, ha sido utilizado demasiadas veces de acuerdo a la lógica de acumulación y despojo capitalista. De hecho, en la actualidad el desarrollo de la industria cultural y del ocio se basa en una promesa imposible: nos hace creer que puede obtenerse provecho económico de cuanto nos rodea y, por tanto, patrimonializar todo. Pero no es cierto. El valor patrimonial de un objeto, una práctica o un conocimiento viene dado por la carencia de valor precisamente de otros bienes, pautas y saberes. Y, todos ellos, además de ser susceptibles de insertarse en el libre mercado, también lo son de permanecer en sus márgenes u obtener su valor en otros espacios como, por ejemplo, el espacio político. Personalmente, son esas últimas manifestaciones culturales las que más me interesan por su enorme potencia transformadora.
CM: De hecho, asistimos a una creciente tendencia de “mirar” hacia los márgenes. En el mundo financiero, el margen (uno de los conceptos más importantes del trading) es un depósito que se necesita para mantener las posiciones abiertas en el mercado. Se requiere de los márgenes para funcionar e, incluso, para invertir. Los márgenes, con la patrimonialización de por medio, se convierten en zonas especulativas. Pienso, por ejemplo, en aquellos casos en los que se acude a categorías patrimoniales como estrategia para revalorizar el suelo. ¿Qué sucede con esto?
RGH: Vivimos con la sensación de que cuanto constituye nuestro mundo puede convertirse en patrimonio. Especialmente en lugares como Canarias, donde parece que el patrimonio está por todas partes, solamente a la espera de que un profesional lo “descubra”. Semejante lectura de nuestra realidad está fuertemente mediatizada por el funcionamiento de la industria cultural y del ocio. Efectivamente, en mi trabajo cuestiono esta deriva poniendo el foco en lo que ha sido desplazado hacia sus márgenes. Pero, insisto, para que un elemento adquiera valor patrimonial, otros elementos deben ser despreciados. Sin esa tensión dialéctica no hay patrimonio. Así ocurre, por ejemplo, con el centro histórico de La Laguna, cuyo valor patrimonial se mide en la carencia de valor de la ciudad que crece a sus alrededores. Por eso, cuando abogo por patrimonializar “nada”, lo hago enfatizando aquellas formas de valor que se construyen más allá de los límites del patrimonio como experiencia totalizante. Los “vacíos” patrimoniales que representan la gestión comunitaria de la ganadería en ciertas zonas de Fuerteventura, la lucha contra la especulación urbanística del barrio de Guanarteme, en Las Palmas, revelan el potencial transformador que encierran manifestaciones culturales que, aparentemente, no poseen ningún valor patrimonial. Y lo mismo puede decirse sobre El Puertito de Lobos, donde estoy en sintonía con la investigación que usted está realizando y su apuesta por cambiar de modelo patrimonial.
CM: ¿Patrimonializar “nada”? ¿Invita a la no acción?, ¿a asumir la intemperie? O, por el contrario, ¿plantea incorporar también esas manifestaciones culturales como activos patrimoniales? ¿Qué haría, si es que hay que hacer algo, con los “vacíos” patrimoniales?
RGH: Los procesos de patrimonialización están compuestos por tres momentos: apropiación, mantenimiento y transmisión. Eso significa que cuando se reconoce que una manifestación cultural tiene valor, lo primero que se hace es aclarar a quién pertenece. Los problemas comienzan cuando su propiedad es incautada por administraciones o empresas. La comunidad que hasta entonces la mantenía y transmitía pasa a ser un actor secundario. Sus miembros tienen que elegir entonces entre dos opciones que no son excluyentes entre sí: pueden seguir participando en su producción, pero ahora de manera subsidiaria, o bien pueden convertirse en sus consumidores. A este último grupo, por cierto, somos susceptibles de pertenecer todos. Eso sí, siempre y cuando podamos pagarlo. Como se puede apreciar, nuestro modelo de gestión patrimonial ha asumido acríticamente la lógica capitalista: unos pierden para que otros ganen. Frente a ello, reivindico el valor político de estas manifestaciones culturales por encima de su valor de cambio en el mercado. En eso consiste mi apuesta por patrimonializar “nada”: en positivar los vacíos patrimoniales. Cada vez que un grupo apuesta por mantener el uso comunitario de un bien, un hábito o un saber se está habilitando un espacio de resistencia que nos invita a imaginar otro modelo de sociedad. Lo patrimonial también es político.
CM: La positivación es cuestionable. Sin embargo, al explicitar la transformación económica que conlleva la declaración patrimonial, confirmo la necesidad de cambiar el modelo a fin de prestar atención a la memoria social y la singularidad de los lugares. Según Maurice Halbwachs, la comunidad viva orienta las transformaciones urbanas a partir de las relaciones entre lugar y memoria. El verdadero contenido de la memoria es construir un futuro mejor. A diferencia de la relación que mantienen las categorías patrimoniales con el pasado y la historia, la memoria social del lugar no busca reforzar la identidad, sino ayuda a vivir en un mundo más habitable. El bien común (una categoría dotada de autonomía jurídica y estructural), en combinación con otras figuras urbanas y legales, esboza una alternativa al modelo de gestión patrimonial, aunque esta propuesta no coincida, como se ha podido comprobar en las Islas, con los planes de nuestros gestores públicos, expertos y empresarios. Tal y como sucedió, por ejemplo, con el informe al que usted se refiere sobre el caso de El Puertito de Lobos, que elaboré en 2020 y que fue encargado por la administración.
RGH: En lo que se refiere al patrimonio, los cambios son inevitables, pues heredar también es transformar. Y, en la medida en que el pasado solo puede conocerse desde el presente, no es extraño que tratemos de ajustarlo a nuestros deseos. La cuestión, sin embargo, es que no todas las personas deseamos lo mismo ni deseamos igual. En este sentido, apelar a la memoria social suele ser un recurso artificial que los grupos de poder activan para justificar su mirada sobre la historia, haciéndola pasar por la única memoria legítima. El uso recurrente en el ámbito del patrimonio de significantes vacíos como el que constituye lo popular muchas veces encubre una visión elitista y fragmentada de las clases oprimidas. Como decía Fernando Estévez, “las memorias de unos llevan aparejadas el silenciamiento u olvido de las memorias de otros”. Los instrumentos legales con los que cuenta el Estado-nación suelen estar al servicio de los intereses de los grupos que lo manejan, los cuales no suelen identificarse con ideas como la del bien común, sino con la cultura burguesa. Por eso en Canarias se cometen tantas atrocidades con la ley de patrimonio en la mano.
CM: Efectivamente. Tanto la memoria social como muchos otros conceptos corren el riesgo de ser instrumentalizados. Pero la memoria social, justamente, se caracteriza por no ser intencional. Es articulada por la sociedad civil, a diferencia de la historia que es producida desde el poder. Precisamente, es una herramienta de lucha contra el silencio o el olvido de la pluralidad de memorias. El propio Halbwachs señala que “no tiene nada de artificial, puesto que retiene del pasado lo que aún está vivo o es capaz de vivir en la conciencia del grupo que la mantiene”. Por cierto, cuando menciona la Ley de Patrimonio y las atrocidades cometidas bajo su amparo, ¿se refiere a algún caso en concreto? ¿Propondría una revisión de la misma?
RGH: Creo que lo que hay que cambiar es de modelo. El patrimonio ha servido para afianzar el Estado-nación, la reproducción del orden patriarcal y la generalización del libre mercado, con todo lo que ello implica. El malestar que experimenta una parte significativa de la población de las Islas por cómo se gestiona el patrimonio es la prueba de cómo las leyes responden a unos intereses concretos: los de su élite económica. Las luchas recientes por salvar Tindaya, el Puertito de Armeñime o el paisaje rural de La Pavona, todos ellos proyectos “legales”, son solo algunos ejemplos. Ni siquiera la existencia de gobiernos progresistas ha evitado que estos episodios se sigan produciendo. Aunque es cierto que en los últimos años ha habido cargos públicos más sensibles a las demandas de la gente que pone el cuerpo en estas batallas. Para que las leyes cambien es necesario multiplicar los espacios de resistencia frente a las prácticas especulativas, expropiadoras y destructivas que a menudo encubre el discurso autorizado del patrimonio.
CM: Ahora que menciona la noción de discurso autorizado del patrimonio introducido por Laurajane Smith, cabe subrayar que: el patrimonio cultural tiene una “historia” pendiente con las mujeres. Dentro del ámbito patrimonial, muchas compañeras como la propia Laurajane o Guadalupe Jiménez-Esquinas han explicitado que mientras los criterios y la gestión estén masculinizados, poco podremos hacer. ¿Cómo lo ve?
RGH: El mismo concepto de patrimonio arrastra una genealogía evidentemente patriarcal. Como plantea Hellen Hertz, en la Francia medieval existía la noción de matrimonio como sinónimo de herencia materna hasta que el término patrimonio convirtió a las mujeres en una parte de la herencia del padre. En el libro planteo la posibilidad de recuperar, aunque sea solo parcialmente, esa herencia femenina. Lo hago citando el caso de los grabados que se encuentran en muchos espacios de importancia para la cosmovisión indígena en las Islas. Las formas que estos describen parecen representar elementos no masculinos, como triángulos púbicos. Cabe especular con la posibilidad de que, en esos lugares, se haya mantenido algún legado de las antiguas canarias codificado en piedra. Patrimonializar esa “nada” desde el presente y aplicando una perspectiva comunitaria podría ser una forma más de ajustar cuentas con el patriarcado.
CM: Justamente han sido las mujeres quienes han trabajado para construir lo comunitario. Reconocer, como hace Silvia Federici en Reencantar el mundo, el papel que tuvieron y tienen en relación a la defensa y el cuidado de lo común, así como las implicaciones que esto conlleva, es esencial. Pero, bueno, ante este “retorno de la comunidad” que desde el patrimonio cultural estamos viviendo, ¿qué se entiende por comunidad?
RGH: Lo común es lo que nos falta, como plantea Roberto Esposito. Y es la tensión generada por esa exclusión a la que quiero referirme cuando hablo en mi trabajo de lo comunitario. Entiendo este término como el resultado de la interacción entre multitud de agentes que, pese a sus diferencias, pueden volver equivalente su exterioridad, la nada o el vacío al cual han sido condenadas por ser mujeres, indígenas, migrantes, trabajadores, etc. La idea de lo común que defiendo no es el producto de una suma ni de ninguna esencia, sino la expresión de una carencia que nos mueve a actuar. En resumen, la finalidad del patrimonio es conservar, mientras que la vida en comunidad es siempre una respuesta al cambio.
CM: Por último, en su libro habla del fetichismo patrimonial. Díganos: sobre los procesos de patrimonialización en Canarias, ¿le queda algún secreto por develar?
RGH: Prácticamente todos (ríe). Lo que digo sobre el fetichismo se basa en una combinación de los planteamientos de Freud y Marx. Cuando convertimos determinados elementos culturales en mercancías nos vemos obligados a mistificarlos, pues actuamos con respecto a ellos como si encarnaran las relaciones sociales que hacen posible su patrimonialización, sustituyéndolas. Esta atribución de cualidades humanas a objetos, hábitos y conocimientos oculta las formas de opresión que reproduce el patrimonio. La insatisfacción que solemos experimentar con determinados espacios patrimoniales, como el que rige, por ejemplo, en el Parque Nacional de El Teide, es un ejemplo de ello. Invocando su valor excepcional se han excluido de sus límites muchos de sus usos tradicionales, algunos de ellos milenarios, como el pastoreo. Sin embargo, el mismo esquema no es aplicable a la economía de servicios que ahora lo domina. El malestar que genera la forma en que construimos nuestro patrimonio cultural es hoy un secreto a voces. Mi deseo, con este libro, es que ese malestar impulse la transformación social.
*Una versión reducida de esta entrevista fue publicada el sábado 10 de febrero de 2024 por los suplementos de Cultura de los periódicos La Provincia y El Día.