El avance de la sociedad depende del progreso de la mujer. Este pensamiento de Florence Nightingale es el reflejo de una mujer tamaraceitera nacida a finales del siglo XIX y fallecida en los años 70 del pasado siglo y que me gustaría sacar del baúl de los recuerdos de nuestro Tamaraceite (Gran Canaria). No es una mujer que destaque por su faceta artística ni profesional, pero sí que fue un ejemplo para muchas mujeres de la época por su gran caridad con los más necesitados. Ella es Ángela Guinart, nacida el 31 de julio de 1896, y fue una mujer ejemplar de su tiempo, hija de don José Guinart y hermana del sacerdote don Ceferino Hernández, que da nombre a la Plaza de Tamaraceite. Su vida estuvo marcada por una profunda devoción religiosa y una firme dedicación a la comunidad, siguiendo los pasos de su padre y su hermano, hijo de la misma madre, pero de distinto padre ya que su madre enviudó y se casó en segundas nupcias con don José Guinart y Terradas.
Desde muy joven, Ángela mostró un notable compromiso con la fe y la educación religiosa. Con tan solo ocho años, ya sabía leer el misal y lideraba oraciones en su comunidad, demostrando una madurez y una devoción inusuales para su edad. Inspirada por los consejos de su padre y las enseñanzas de su hermano, Ángela se dedicó a fortalecer la vida espiritual de su parroquia en Tamaraceite.
En 1921, su hermano Ceferino Hernández impulsó la construcción de una nueva parroquia en Tamaraceite, separándose de la parroquia matriz de San Lorenzo años más tarde, un proyecto que Ángela apoyó fervientemente. Contribuyó económicamente y con bienes materiales. Su generosidad permitió a los vecinos de Tamaraceite, El Toscón, Tenoya, Casa Ayala y alrededores disfrutar de un renovado templo cercano, sin tenerse que desplazar hasta San Lorenzo. El obispo Justo Marquina, el 1 de enero de 1922, decretó en prueba de reconocimiento declararle protector de la iglesia y le concedió, entre otros privilegios, que pudiera abrir una puerta que comunicara su casa con la iglesia y que se celebraran anualmente tres funerales de primera clase: uno el 18 de abril por D. José Guinart, otro el 26 de octubre por doña María José Rodríguez y otro por el alma de este bienhechor, después de su fallecimiento. Terminó el obispo Marquina ordenando que estos mandatos se grabasen en una lápida en la sacristía de la iglesia.
La construcción del templo se hizo gracias al esfuerzo de los vecinos, hombres, mujeres y niños, que los domingos colaboraban con su trabajo. Los hierros de la construcción se trajeron de los restos de un barco a vapor de bandera inglesa cargado de carne argentina, el Zuleika, que había embarrancado en la ciudad en 1920. En 1922 ya empezó a utilizarse el templo para el culto religioso, aunque aún faltaban muchos arreglos por hacer.
En 1937, siendo obispo de la diócesis don Antonio Abad Pildain y Zapiain, el antiguo oratorio pasa a ser considerado parroquia cuya cura pastoral, siempre bajo la autoridad del obispo diocesano, comenzó a ejercer don Mariano Hernández Romero, el primer cura párroco de Tamaraceite.
La vida de Ángela no solo estuvo marcada por su religiosidad, sino también por su capacidad para combinar sus responsabilidades domésticas con actividades productivas y comunitarias. Era hábil en oficios artesanales como el bolillo, el corte y confección, el ganchillo y el bordado, que realizaba con dedicación. En la posguerra, su labor se tornó aún más relevante, contribuyendo significativamente a la vida parroquial y donando propiedades para el bien común.
En 1944, donó una casa terrera con jardín y patio a la parroquia de San Antonio Abad para la construcción de una escuela. Este inmueble se convirtió en un cine parroquial, luego en teleclub, y en los últimos años hizo la función de aparcamiento parroquial.
A principios de los años cincuenta, Ángela y Ceferino decidieron donar sus bienes a las familias necesitadas, incluyendo la casa de Ceferino en la calle Bravo Murillo, que Ángela entregó a la Iglesia como era su deseo. Hasta su fallecimiento el 11 de marzo de 1971, continuó desafiando la idea tradicional de la mujer como ser sumiso, demostrando una independencia y un compromiso social ejemplar.
Su empatía y compasión fueron sus mayores motivaciones a lo largo de su vida. Ángela nunca habló de dinero; se centró en el bienestar emocional y la solidaridad, siguiendo el legado fraternal de su padre y hermano. Como ella misma recitaba, según nos cuentan sus nietos, inspirada por Pablo Neruda: "De la vida no quiero mucho, quiero apenas saber que intenté todo lo que quise, que amé lo que valía la pena y perdí apenas lo que nunca fue mío".