La mar en sus caprichos o la pericia del hombre en otras oportunidades han hecho de las Islas Canarias desde tiempos inmemoriales caladero de intereses. En muchas ocasiones desde la Antigüedad fondearon sus naves frente a sus costas múltiples pueblos en pos de un feble comercio en ocasiones, las más de las veces en busca de un lucrativo expolio.
En 1738 comparecía ante la Cámara de los Comunes Robert Jenkins para hacer relato de un episodio supuestamente vivido en carne propia en las costas de Florida. Siete años antes había sido apresada su nave, que se dedicaba al contrabando, por el navío capitaneado por el español Julio León Fandiño. Según el testimonio del inglés Fandiño, hizo que le cortaran una oreja y le advirtió: “Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve”. Todo ello lo relató Jenkins como argumento de valor, oreja amputada en mano, conservada desde 1731 por el narrador de tales hechos. Aquella declaración motivada por la oposición parlamentaria al primer ministro Walpole, partidaria de un enfrentamiento con España, salió triunfante ante la negativa a un conflicto armado que sostenía previamente Walpole. Así se gestaba la Guerra de la Oreja de Jenkins, un conflicto de carácter colonial y cuyo campo primordial de operaciones sería el Caribe, haciendo de Blas de Lezo un héroe nacional tras su defensa de Cartagena de Indias en 1741. En 1742 el enfrentamiento bilateral pasaría a engrosar el conflicto de la Guerra de Sucesión Austriaca prolongándose hasta 1748. Todo a partir de una oreja que posiblemente quedó colgada en una picota en tierras americanas, como advertencia a futuros imitadores del contrabandista inglés, llevando Jenkins a sede parlamentaria una oreja espuria.
Al despuntar el alba del 13 de octubre de 1740 dejaba la población de Tuineje una tropa inglesa formada por 53 hombres fuertemente armados, en formación, al son desafiante de su caja de guerra y su clarín con rumbo a la costa de Gran Tarajal. ¿Qué hacían aquellas tropas en Fuerteventura? ¿Por qué se dirigían a la costa tras dejar Tuineje?
Decía George Glas en su A Description of the Canary Islands de 1764, adición a The History of the Discovery and Conquest of the Canary Islands, que en Lanzarote y Fuerteventura sus habitantes no tenían relaciones con extranjeros, por lo tanto eran incapaces de hacer distingo entre distintas nacionalidades, cosa que era extremadamente beneficiosa en tiempos de guerra para hacerse pasar por proveniente de un país neutral; y apostillaba: “Cualquiera que quisiera hacerse pasar por francés, deberá ir a misa, o de lo contrario será descubierto”. La afirmación nos caracteriza a los habitantes de la isla con una inocencia sorprendente, manifestando con este argumento el secular aislamiento de los majoreros como también su ignorancia de los negocios que se producían en el mundo. Ese aislamiento que pudiera ser motivo de seguridad para las Islas no tenía autoridad ante la máxima de que cualquier crisis mundial acaba por encontrarte, por muy ajeno que parezcas a ella. Así, el fantasma de la oreja clavada en la picota, o de la espuria quién sabe si aún conservada en estas fechas tras prestar servicio a los partidarios de la guerra, se había hecho presente en Fuerteventura.
Durante fechas anteriores el frágil pero vital para los canarios tráfico interinsular se vio de nuevo alterado por la presencia de corsarios ingleses, amparados en la facilidad de la captura, y en refugio y base mercantil donde sacar beneficio del producto de sus rapiñas, que suponía el portugués puerto del Funchal, ajeno el país luso a las cardinales convenciones diplomáticas al haberse proclamado en este marco de guerra anglo-hispana como país no beligerante. Navíos de Albión habían hecho presa de barcos entre Tenerife y Gran Canaria y entre esta última y Fuerteventura; el mismo 11 de octubre tomaban en Gran Tarajal el barco Fandango, y este sería el precedente más inmediato de lo que ocurriría los días 12 y 13 del mismo mes. El reino británico había preferido dejar parte de sus operaciones militares en manos de la empresa privada, cediendo en uno de los principios básicos del Estado moderno, que es el ejercer el monopolio de la violencia, mediante la guerra del corso. Ello suponía que no se mermaba la Hacienda Pública, amén de otorgar su permisividad a la laxitud moral de los corsarios, cuya conducta en su propia patria fuera de la concesión de la patente de corso sería destinataria del patíbulo, por vulnerar las más elementales normas de la guerra. Pues bien, este tipo de contingente era el que estaba bojeando por aquellas fechas las costas de Fuerteventura en sus balandras. Travesías sin cortapisas porque aunque parezca inverosímil la raquítica política de fortificaciones denunciada varias veces a lo largo de los siglos, caso del ingeniero Leonardo Torriani ya hacia 1590, que además de la palmaria insuficiencia de su número pronto caían en el deterioro o la obsolescencia, en el caso de Fuerteventura se consumaba esta debilidad con la ausencia absoluta de fortificaciones en la isla. Más temeridad parece aún pues el imperio español había optado desde tiempos de Felipe II en fomentar la construcción de sistemas defensivos en tierra para defender las costas del reino a cambio de no potenciar una armada garante de sus posesiones trasatlánticas. En el caso de Canarias siempre hubo una inexistencia de bases navales. A ello hay que sumar los múltiples fondeaderos de la isla majorera y sus playas y orografía casi predeterminada para el desembarco. Hasta 1741 no se construyó ninguna fortificación en la isla, fracasado el intento de 1718 por el Capitán General Chaves Osorio tras la financiación obtenida años atrás por el Capitán General de Canarias Conde del Palmar, a pesar de que el reinado de Felipe V y su política internacional estuvo surcado en el breve periodo de 1724 a 1748 por la participación de España en tres conflictos armados internacionales en los que se enfrentó a potencias marítimas como Inglaterra.
Los ingleses, cuyo capitán y nombre de la balandra nos son desconocidos, el 12 de octubre de 1740 fondeaban en Gran Tarajal; en la noche desembarcó una tropa de 53 hombres fuertemente armados, con escopetas, dos y cuatro pistolas cada uno, chafarotes (alfanjes cortos) y un número impreciso de granadas. Tomaron franco el Barranco de Gran Tarajal y en su bifurcación con el Barranco Largo, ambos fácilmente practicables, se decidieron por tomar este último. Allegáronse de madrugada, según testigos, después del canto del gallo, al pago de Casilla Blanca, distante en tres kilómetros de Tuineje. Aparecieron por sorpresa entrando en las viviendas y apresando a algunos naturales pues intentaban procurarse un guía para poder seguir avanzando hacia la localidad donde residía el gobernador, como así expusieron a Pedro Domínguez, a uno de cuyos hijos se llevaron junto con otros dos habitantes más para este menester.
En el vértigo de la noche y el temor otro hijo del septuagenario Pedro Domínguez, Matías Domínguez, se llegó al pago de La Florida encaminándose a la casa del presbítero José Antonio Cabrera y su hermano, el alférez Manuel Cabrera. Era niño aún y, alterado por la sorpresa de la llegada de los invasores y por su travesía a campo abierto en noche cerrada, llegó sumido en llanto a dar testimonio a los dos hermanos de lo acaecido en Casilla Blanca. Allí la campana susurrante de la voz humana se puso en marcha y se enviaron mensajes a Pájara para alertar a su milicia, a Los Arrabales donde se encontraba el Gobernador de Armas de la isla y a Tuineje. Mujeres y niños fueron enviados a campo abierto fuera de la población para evitar que fuesen dañados si los ingleses llegaban a La Florida.
Compartiendo la misma noche de vértigo de Pedro Domínguez, un hijo de Diego Trujillo llegó a Tuineje. Población de casas dispersas, según el entendimiento de George Glas el pueblo más pobre de las Islas Canarias. Allí alertó al sargento Juan Matheo Cabrera, que empezó a reunir gente a la par que la población se levantaba de sus lechos despavorida huyendo algunos hombres fuera de la misma y obligados a partir mujeres y niños a campo abierto por la inminencia del peligro. A la par ordenó que se tocaran las campanas en señal de alarma. Al poco penetró en la población el alférez Manuel Cabrera con la intención de sumar efectivos a sus correligionarios de La Florida que esperaban a las afueras de Tuineje.
Entraron en Tuineje al mismo tiempo que las campanas de la ermita tocaban a rebato, delatoras de su acción incursiva. Mujeres y niños despavoridos dejaban en dirección contraria la población para no caer en sus manos. Los corsarios se dirigieron a casa de los vecinos factibles de representar la obtención de algún botín, dato que les fue indicado por los hombres que habían capturado como guías en Casilla Blanca. Resultaron ser Francisco López, administrador de la renta del tabaco, y Cristóbal García, de los que obtuvieron cucharillas de plata, y reales de plata y oro, dañando un dedo de Francisco López que, levantado por el tumulto formado por los ingleses al entrar en su casa, había intentado ofrecerles resistencia. Luego se dirigieron hacia la ermita de San Miguel Arcángel forzando la puerta lateral de la misma con ánimo de comenzar su saqueo, cosa que hicieron a continuación destruyendo dos de sus ventanas y arramblando con cuanto objeto litúrgico hallaron de valor, cálices y vestidos ceremoniales. No contentos con ello se dedicaron a realizar un penoso acto de profanación. Desposeyeron a la figura de la Virgen de su atributo del Buen Viaje lanzándolo por tierra y arrastraron la representación sacra por los cabellos. Este hecho tiene a mi entender más que una motivación puramente iconoclasta, propia de credos antitéticos, trasluciéndose en un acto de humillación al enemigo que se tiene a merced, al que se intenta subyugar psicológicamente vejando sus símbolos. Volviendo a George Glas, en su relato nos narra la importancia que los majoreros dan al tema religioso, teniéndolo como componente fundamental de la vida diaria, y los encuentros que él tuvo con los habitantes de la isla, siendo tema primordial de cualquier conversación, independientemente del estatus social al que se perteneciese.
Establecido lo anterior debemos imaginar el impacto emocional que sufrieron los habitantes de Tuineje ante aquel despropósito causado por el enemigo. Canarias tuvo a lo largo de su historia ocasión de comprobar estos actos de oprobio hacia lo religioso, cuando no de su más pura destrucción. La propia capital de la isla, Santa María de Betancuria, lo sufrió por medio del pirata Xaban Arráez, que asoló la parroquia, el monasterio y las ermitas y casas de la misma en 1593. El afán de destrucción, y no solamente de los bienes materiales, en las diferentes incursiones piráticas a las Islas ha hecho que se perdieran los principales archivos de las mismas, que fueron pasto de la piromanía de los sucesivos invasores no satisfechos con su ganancia, sino ejecutores de la destrucción de la memoria de sus enemigos. Documentos perdidos que tanto añoraba el arcediano Viera y Clavijo, él más bibliófilo que amante de los archivos.
Sumado al valor religioso no ha de menospreciarse el valor estético. La arquitectura civil de Fuerteventura de relevancia en esta época tiene un valor prácticamente testimonial. La única forma de acceder a la belleza y al agrado de los sentidos de una población, en su mayoría de condición humilde o rayana en la miseria, era su acceso a los templos y a las formas de arte y a los materiales nobles que en ellos se contenían. Por otra parte, no hay que negar el valor identitario que las manifestaciones religiosas locales tienen en la población. Este será un motivo de exaltación más para los defensores de la isla en sus siguientes actuaciones.
Fuerteventura sufrió en los siglos XVII y XVIII hambrunas que produjeron muchas muertes por inanición de la población y hasta amagos de revueltas generales. La alimentación básica y casi exclusiva de la mayoría de la población era el gofio, tanto de trigo como de cebada. La isla, que era el granero de Canarias, dependía esencialmente del grano tanto para su supervivencia como para obtener bienes del exterior. La fragilidad intrínseca que relacionaba la producción de grano con las precipitaciones produjo que en años secos se diesen tales hambrunas. José Sánchez Umpiérrez se apoderó en la hambruna de 1721 de una carga de grano que provenía de Sevilla a Gran Canaria. Con aquel abordaje ilegal del Teniente Coronel se palió el hambre de la isla hasta la nueva llegada de granos. Sírvanos el relato de esta experiencia extrema para comprender cómo los habitantes de Fuerteventura en el filo quebradizo de la miseria, que muchos de sus habitantes ya habían creado, se vieran a su vez víctimas de la rapacería de fuerzas foráneas que venían a lucrarse en donde ya solo había lo estrictamente necesario para sobrevivir.
Tras la violación del lugar santo los vigías anglosajones se percataron de que se encontraban gentes apostadas a las afueras del pueblo en dos grupos. Esto hizo que abortaran su empresa inicial, que era la de dirigirse a Betancuria, para volver por donde habían venido hacia la balandra surta en la bahía de Gran Tarajal. Al salir de la población parecieron conservar la soberbia que habían sostenido hasta ese momento, poniendo a redoblar la caja de guerra y a retumbar el clarín. Pero por muy desafiante que pareciesen, lo que estaban haciendo era emprender la huida ante un enemigo del que aún no conocían su número ni los pertrechos bélicos que poseía. Lleváronse consigo los efectos de sus latrocinios y a siete hombres de la tierra como rehenes por si les fuesen de provecho ante las nuevas circunstancias que se avecinaban.
Quiso la fortuna que el Teniente Coronel y Gobernador de Armas de la isla, don José Sánchez Umpiérrez, se encontrara pasando un periodo de descanso en su cortijo de Los Arrabales, a 25 kilómetros de Tuineje. No es de extrañar que desde el primer momento en que los ingleses tuvieron contacto con los insulares en el pago de Casilla Blanca, estos siempre tuvieran en su pensamiento que se enviase mensaje de la situación a su jefe militar. En teoría Sánchez Umpiérrez venía a ser la segunda autoridad militar pues el señor jurisdiccional de la isla ostenta el título de Capitán de Guerra de la Isla, pero su ausencia de Fuerteventura de forma permanente (hubo detentores del Señorío de Fuerteventura que nunca pusieron pie en sus posesiones) hacía de este cargo un elemento virtual, colocando a Umpiérrez en el primer puesto de autoridad militar. A lo largo del siglo XVIII, los llamados Coroneles irán tomando mayor ascendencia económica y militar en el territorio insular, haciendo de su cargo un elemento de dos familias: los Sánchez Dumpiérrez y los Cabrera, que lo tornarán prácticamente hereditarios. Ello hará que el señor de la isla intente revertir la situación producida y recuperar su poder de decisión sobre los nombramientos de los Coroneles como privilegio de su Casa, cosa que no logrará revertir.
Así, don José Sánchez Umpiérrez parte de su cortijo, montado en su caballo, mandando aviso para que se alerte a los habitantes de Tiscamanita de la situación y que aporten hombres para aumentar el grueso de la improvisada tropa. De dicha población sale un grupo encabezado por el capitán de compañía, don Baltasar Matheo, encontrándose con Umpiérrez en la zona de El Madrigal. Con el encuentro de los dos mandos se va a completar la caballería con que contarán los majoreros Sánchez Umpiérrez, de 57 años a caballo, y don Baltasar Matheo, glorificando sus 84 años cumplidos a lomos de un asno. Al grupo se sumaron algunos hombres de Aguas Bueyes uniéndose todos los grupos en la Cañada de la Mata: los de La Florida, los de Tuineje, los que marchaban con Umpiérrez, los de Tiscamanita y los de Aguas Bueyes.
En todo tiempo el poder central, la monarquía hispana, fue reacio a la implantación en las Islas de un ejército regular. Se dejó en manos de los naturales la defensa de su territorio; ya se ha mencionado la raquítica presencia de fortificaciones en las Islas y la ausencia de una base naval que garantizase las indispensables redes marítimas insulares y su posible anexión por parte de potencias extranjeras. La institución de las Milicias debía convertirse en instrumento tanto de la paz interior como de la exterior. Una organización militar que permitía al erario regio no gastar un real, haciendo dejación de su deber para con sus territorios y sus súbditos. Los mandos de dichas milicias estaban formados por las oligarquías locales dominantes, y su cuerpo de ejército por campesinos que acudían a las armas en cuanto se les llamaba. La preparación militar de mandos y milicianos resultaba las más de las veces precaria o inexistente, sobre todo en las islas “menores”. En la situación que nos ocupa se había llamado a las milicias de Pájara, pero en la celeridad de la actuación hizo que los participantes en la gesta que nos ocupa fuera este grupo heterogéneo recogido en los diferentes pagos antes mencionados. Una verdadera representación de la pirámide social pues había representantes de la oligarquía local e insular como Umpiérrez, campesinos, siervos y hasta hay constancia de la participación de dos esclavos que lo eran de los presbíteros don José Antonio Cabrera Dumpiérrez y don Sebastián Trujillo Dumpiérrez. En cuanto a la edad de los participantes (se recogen en las declaraciones sobre los hechos realizadas el 15 de octubre de 1741 ante Juan Mateo Cayetano de Cabrera, alcalde de la isla, en el magnífico libro Ataques ingleses contra Fuerteventura de A. de Benthenocurt y A. Rodríguez), es muestra de un abanico amplio de edades: desde los 84 años 34 años. Destacan declarantes que sobrepasan la cincuentena y debemos tener en cuenta que el medio siglo de aquella época dista bastante del de nuestros cincuentones actuales. Sabemos por las fuentes que algunos participantes en el combate que se produciría más adelante quisieron disuadir a Umpiérrez por lo avanzado de su edad, 57 años, de que interviniesen directamente en la refriega.
La columna de los majoreros se puso a caminar a la estera de la columna de los anglosajones que hacía retumbar el aire con su caja y clarín de guerra, mientras que la brisa parecía traer desde el otro lado un caudal de ajijíes isleños que espantaban el miedo arrastrándolo por el aire hacia las tropas británicas. A falta de ir incrementándose con nuevos efectivos, Sánchez Umpiérrez ordenó que se fuese formando una recua con los dromedarios que iban encontrándose a su paso, llegando a hacerse con un número entre 40 y 50. En la cabeza ya tenía la idea de que se debía, en algún momento, detener el avance enemigo antes de que estos se aproximasen a Gran Tarajal. En el pensamiento del cabeza de filas de los isleños debía pesar la insalvable desventaja que arrostraba su contingente. En primer lugar el número, 43 isleños contra 53 ingleses, la nula preparación militar de los isleños y la ausencia total de armas de fuego, y también de armas blancas entre los majoreros. Tiempo atrás Umpiérrez había expresado que en la isla de Fuerteventura no se encontraba ni una libra de pólvora y había propuesto enviar algunas fanegas de trigo a Tenerife para conseguir a cambio las armas. La situación permanecía en el momento en que contamos con la ausencia total de armas de fuego. Además, los enemigos contarían con cobertura de artillería si llegaban a acercarse a su balandra surta en Gran Tarajal.
Los ingleses, enterados de que en la columna paralela a ellos marchaba el Gobernador de Armas de la Isla, intentaron con el rehén Cristóbal García por dos ocasiones sostener conversaciones de paz con el mismo mensaje: liberar a los rehenes a cambio de vía libre hacia Gran Tarajal. Por su parte, la respuesta fue siempre que las condiciones eran dejar en libertad a los rehenes, devolver lo usurpado y hacer entrega de las armas. Umpiérrez intentó desde el primer momento diferir el final de las conversaciones para ver si podían llegarse nuevos refuerzos a su grupo, cosa que no sucedió.
El Teniente Coronel mandó parte de su tropa a la vanguardia para impedir el avance de la columna inglesa. Estos, decididos a regresar a su navío, optaron por que tuviera lugar un conflicto de resolución rápida para poder proseguir su avance. El teatro de operaciones se desarrolló en las Quemadas del Cuchillo, en una montañeta cercana al Cuchillote. Los ingleses formaron en cuadro preparando sus armas y beneficiándose del desnivel que tenían que sortear los isleños. De nuevo los ingleses obtenían una nueva ventaja respecto a los naturales al elegir ellos el escenario de la batalla.
La escuadra canaria se dividió en tres para rodear la montañeta. Umpiérrez entregó al presbítero su bastón de mando y le dijo: “primero es la honra que la vida: encomiéndenos a la Virgen de la Peña”. Sabedor de la dificultad de la empresa es consciente de que la fatalidad puede cernirse sobre sus acciones si la providencia divina no le es favorable.
En pos del enfrentamiento los dos bandos semejaban pertenecer a épocas diferentes. Como si se tratase de una rememoración del pasado de las Islas, el retorno al período de su Conquista, un ejército moderno se enfrentaba a un grupo de indígenas empuñando armas que bien podrían ser calificadas de prehistóricas. En aquellos hombres, ante tan desproporcionada diferencia, el fin de su gesta tenía más de obligación moral, amor patrio, que de pretensión de lograr la meta, poco factible en aquellas condiciones, de la victoria. Antepusieron como ineludible el acto de enfrentarse al enemigo descartando a priori los resultados nada halagüeños para su parte del mismo. Citando a Thomas Carlyle, “puede ser un héroe lo mismo el que triunfa como el que sucumbe, pero jamás el que abandona el combate”. Esta parecía ser su consigna.
Sembrado el bando majorero por las almenas doradas que eran las ojivas de los camélidos, se lanzaron contra el enemigo parapetados entre los animales; en palabras de don Joseph de Viera y Clavijo: “para amedrentar a los ingleses, como Pirro con sus elefantes a los romanos o para que recibiesen como trinchera la primera descarga del enemigo”. Crucial fue este momento tras la primera andanada de fusilería pues para un ejército sin armas de fuego la única oportunidad era el cuerpo a cuerpo, solo posible entre descarga y descarga. El pavor de los propios animales ante el fuego abierto sobre ellos y su huida hacia adelante, la polvareda levantada y el mar de ajijíes entre la confusión acercándose antes de que pudiesen recargar sus armas, precipitó a los canarios sobre el enemigo, aún capaz de valerse de sus pistolas y sus armas blancas, pero sorprendido por el ímpetu de los isleños. Capaces de salvar la pendiente que daba aún más ventaja a las tropas invasoras, los majoreros utilizaron su panoplia vegetal: garrotes, palos, chuzos contra las habilidades militares de un ejército moderno, de hombres que habían elegido como medio de vida la violencia. El caballo de Sánchez Umpiérrez sirvió como segunda cuña, tras la primera de los camellos, en desbaratar las filas de los ingleses alanceándolos, seguido por los hombres de a pie duchos por naturaleza en los juegos del esquive y con alguna pericia en el manejo de los garrotes, quizá por la practica ancestral de la lucha del palo. El enfrentamiento duró dos horas de encarnizado combate en que los canarios en minoría obtuvieron la victoria sobre unos ingleses que tras la primera embestida salieron desbaratados.
El resultado de la batalla fueron 33 ingleses muertos y los restantes 20 fueron hechos prisioneros. De los canarios en el campo de batalla fallecieron tres: Agustín de Armas, Diego Chrisóstomo y Juan de Oliva, que fallecería a posteriori a causa de las heridas recibidas en el combate. Es de suponer que algunos camellos también hubiesen caído por impacto del fuego inglés. El armamento inglés desapareció en manos de los combatientes, como elementos de valor incalculable ante la inexistencia, como ya hemos citado, de pólvora en la isla. Ante el hecho consumado el Comandante General de las Canarias don Andrés Bonito Pignatelli ordenó que las armas se repartiesen entre los participantes en la función. Ya Sánchez Umpiérrez había dado cuenta de su desaparición en el propio campo de batalla.
El 24 de noviembre se produciría un nuevo desembarco británico, posiblemente de carácter punitivo, a los mandos del capitán corsario Davidson. Esta expedición de igual manera llegó a Tuineje, donde cometió iguales desafueros. En la batalla del Llano Florido contra las milicias majoreras recibieron peor suerte que sus antecesores pues no hubo supervivientes entre las tropas invasoras.
El hombre, respetando todo credo, suele atribuir lo incomprensible a la acción divina y así sucedió en el caso de la Batalla del Cuchillete. El éxito de la increíble victoria se atribuyó a la figura de San Miguel Arcángel y al castigo divino provocado a los ingleses por su profanación en la ermita de Tuineje. Entre el 12 y el 13 de octubre se celebran, en conmemoración de lo ocurrido, en Tuineje, las Fiestas Juradas de San Miguel Arcángel. Aproximadamente hace unos 20 años se hace una representación del desembarco inglés en la playa de Gran Tarajal y los hechos posteriores, sumándose a los tradicionales Cantares de Tamasite y del Señor San Miguel y a la procesión del 13 de octubre del Señor San Miguel.
Este texto fue uno de los presentados al I Concurso de Textos Canarios, organizado por BienMeSabe.org.