Revista n.º 1073 / ISSN 1885-6039

La cochinilla vino para irse pronto.

Martes, 2 de junio de 2015
Agustín Millares Cantero
Publicado en el n.º 577

Es muy curioso que la riqueza de este Archipiélago emanase del parásito de una planta durante una breve coyuntura. Y más revelador aún que se haya transformado en referente principal de todo un siglo este corto lapso de bonanza económica. El Ochocientos pasó a ser la época del reinado de la grana cochinilla.

Mujeres trabajando la cochinilla.

 

 

Un reinado ciertamente efímero, aunque dotado del potencial suficiente como para encandilar con sus resplandores. Brilló en el tercer cuarto de una centuria en verdad terrible, marcada hasta entonces por un sinnúmero de adversidades: depreciaciones de los vinos y de las barrillas, epidemias catastróficas en las grandes urbes, hambrunas con el rango de “irlandesas” en 1846-1847, oleadas de emigrantes autorizados o clandestinos en diversos períodos, ocaso de la construcción naval, incremento de las presiones fiscales, etcétera. Y al término de la crisis del Antiguo Régimen sobrevino el paréntesis de ventura que dará paso a otra etapa de sinsabores.

 

La tunera crecía de manera espontánea en los barrancos, las faldas de los montes y otros puntos normalmente yermos. A menudo se empleaba para cercar las tierras de labor o servir de linderos a las fincas rústicas. En la dieta campesina ocuparon un modesto lugar los higos o tunos, que alimentaban también a camellos y otras bestias. De ahí que los labradores se resistiesen a la cría y propagación de un insecto al que estimaban tan perjudicial como la filoxera de la vid. A principios de la década de 1820 fueron habituales las demandas entre vecinos por las inoculaciones silvestres de cochinilla en las nopaleras. Las campañas periodísticas y la edición de folletos, alentadas por las Reales Sociedades Económicas de Amigos del País, tardaron en arrinconar las aversiones populares y en favorecer el nuevo ciclo de la agricultura de exportación. A su tardío éxito contribuyeron las espantosas sequías de los años 30 y 40, particularmente duras en las localidades sureñas de las islas centrales y en la globalidad de las periféricas. A finales de 1832 resolvió el Consulado de Comercio comprar toda la grana producida en Tenerife, protección que apenas sirvió de estímulo para unos pocos agricultores. De haber protagonizado la economía canaria el despegue de la grana cochinilla con sus propios recursos, semejante fenómeno cuestiona seriamente el presunto dinamismo de las clases dominantes.

 

Dibujos que versan sobre el mundo de la cochinilla.

Estufa para matar la cochinilla.

 

Hay testimonios sobre una temprana aclimatación del parásito (Coccus cacti) en el Sur de Tenerife hacia mediados de los ochenta del siglo XVIII, sin que los trajines ilustrados tuvieran continuidad. Las iniciales pencas que inauguraron la fase expansiva de la grana no aparecieron en dicha isla hasta 1820-1825. Al culminarse la emancipación de las colonias americanas, un pequeño núcleo de propietarios agrícolas aspiró a cubrir la demanda peninsular con muy escasos frutos. El cuasi monopolio hondureño-mexicano forzó el largo y penoso camino de las exportaciones isleñas, propiciadas al cabo por las franquicias comerciales de julio de 1852. Más de seis lustros tardó este renglón productivo en adquirir carta de naturaleza en el paisaje rural y alguna relevancia en el trasiego mercantil. Hasta el 56,74% de nuestras remisiones a Londres, Liverpool o Marsella desde 1848 se localizaron durante el sexenio de 1865-1870, gracias a la reproducción de la plaga de maleza en Honduras y a la preferente orientación de los competidores hacia los Estados Unidos. Entre 1865-1869 entrañó este rubro el 90% de las exportaciones canarias y los porcentajes de las cuotas de los mercados receptores se distribuyeron así: 73,29% para el Reino Unido, 22,25% para Francia y el 4,46% restante para otros países.

 

Una voz tan autorizada como la del pionero Santiago de la Cruz advirtió que el cultivo no exigía “trabajos penosos, ni dispendios ni desvelos”. Las condiciones ecológicas eran, sobre el papel, favorables para una rápida expansión. Cinco quintales (5250 kilos) llegaba a producir en Gran Canaria una fanegada de terreno (5503,6 m2) por cosecha, y la explotación intensiva de un tuneral proporcionaba por término medio dos anuales e incluso más. Los instrumentales de trabajo fueron por lo común bastante rudimentarios y la instalación de estufas para matar al parásito únicamente estuvo al alcance de los mayores cosecheros. Las técnicas del cultivo distaron de caracterizarse por su racionalidad o eficacia, realizándose con frecuencia la semillación o inoculación al año, cuando resultaba ventajoso aguardar dos o tres por lo menos. A pesar de las facilidades que las franquicias reportaban para la importación de guanos, la práctica de abonar las tierras no se generalizó hasta 1868-1870. Y por falta de aptitudes la producción se basó más sobre los tipos negra y plateada, de menor sustancia colorante, que sobre el denominado zacatilla, de mayor cotización.

 

Pencas con cochinilla y hombre con pipa en primer plano.

 

Los tunerales cubrieron por fin las mejores zonas de cultivo en todas las Islas, desde las llanuras costeras hasta las medianías altas, próximas a las cumbres. Tapizaron las explotaciones en barlovento y en sotavento, de tal forma que solo la grana cochinilla puede hacer buena la desechada tesis monocultivista. El insecto se aclimataba mejor en las áreas costeras, con mayores disponibilidades hídricas y elevadas temperaturas durante todo el año, pero su entronización también fue posible en Lanzarote y Fuerteventura y por encima de los 300-400 m. de altitud, en las regiones medias y altas de las demás islas, no obstante el peligro de muerte que afectaba a las madres durante los inviernos. Entre 1858-1878 la superficie cultivada de secano se redujo en un 36%, mientras la de regadío creció en un 20%. El horizonte de las inmediatas y sustanciosas ganancias trajo consigo el repliegue de la agricultura policultivista en todas las esferas. Los mejores terrenos de cereales y vides, efectivamente, se destinaron a la grana, sin que preocupase en demasía la diversificación agrícola. Por ello brotó una sencilla paradoja, que el doctor Gregorio Chil y Naranjo expresó con una plástica fórmula ante la crisis carencial de 1868: “Somos unos ricos voluntariamente pobres”. No representaba un buen negocio, desde luego, vender la cochinilla a precios cada vez menores y tener que adquirir trigos, millos o papas a importes progresivamente elevados.

 

Se ha dicho de la grana cochinilla que transformó en “Don” a muchos “Cho” y el historiador liberal Agustín Millares Torres adujo que “generó ríos de oro que inundaron campos y ciudades”. Los salarios familiares del campesinado subieron por la masiva incorporación al mercado de trabajo de mujeres y de niños. Mas el panorama halagüeño resultó muy transitorio. El boom de finales de los 60 dio paso al avanzar la década siguiente a los primeros síntomas del crack. La Exposición Internacional de Londres en 1862 difundió los avances de la química de síntesis. Esa amenaza de los colorantes sintéticos (las anilinas) no había escapado a los cosecheros-exportadores de mayor perspicacia, y sin embargo sucumbieron ante los cantos de sirena que auguraban la continuación de las vacas gordas y un espléndido porvenir. Nadie previó una caída tan drástica y en tan corto trecho. Las capas populares tornaron a la miseria de siempre. Muchos humildes parcelistas, que habían arrendado fundos con empréstitos onerosos, cayeron en la ruina al no poder afrontar los crecidos intereses que devengaban. No pocos tuvieron que malbaratar sus heredades a cambio de un billete para marchar rumbo a las Américas. Y el grado de desconcierto entre la oligarquía alcanzó encumbrados niveles, perpetuándose en el transcurso de la frustrada opción que llamé “modelo cubano” (tabaco y azúcar). Hasta rondar sus postrimerías, las tragedias del siglo XIX no quedaron definitivamente atrás.

 

 

Agustín Millares Cantero es historiador. Algunas de las imágenes pertenecen al Archivo de la Fedac.

 

 

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